“¡Es un edificio de mil años y yo solo tengo una vida!”: un día en la casa-castillo de Axel Vervoordt
El hombre que creo la célebre mansión minimalista de Kim Kardashian y Kanye West, posiblemente el más influyente del interiorismo mundial, nos abre las puertas de su hogar, una mezcla perfecta de arte, antigüedades, y estética ‘wabi-sabi’
“Es muy tàpies”, dice el fotógrafo de este reportaje, impresionado, al toparse con el magnífico lienzo en tonos ocre y negro que preside una sala casi desnuda del castillo de ‘s-Gravenwezel: cualquier alma cándida lo juzgaría demasiado grande para ser un original. “Es un tàpies”, nos indica momentos después su dueño, el anticuario, marchante de arte, interiorista y esteta Axel Vervoordt (Amberes, 78 años). “Le apreciaba mucho, lo visité varias veces en Barcelona. ¡Tenía una gran colección! Su gusto era muy parecido al mío: arte africano, asiático, contemporáneo, artistas como Fontana...”, cuenta el belga sobre el pintor catalán. “Y le encantaba Kazuo Shiraga. El shiraga grande que tenemos en la sala de abajo era suyo, es la única pintura que había colgada en su estudio. Tenía un miró y un picasso pero estaban en el suelo, contra la pared, y cuando le pregunté por qué, me dijo: ‘Shiraga es mi mayor maestro”.
El shiraga en cuestión –vivos brochazos rojos sobre el crudo del lienzo– es solo una de las muchas obras del movimiento Gutai, la vanguardia japonesa de posguerra, que Vervoordt mezcla con antigüedades, cerámica, arte de todas las épocas y piezas anónimas en la casa que comparte con su esposa, May. Hablamos de un castillo del siglo XII a las afueras de Amberes, con un foso habitado por una pareja de cisnes y rodeado de un terreno con prados y arboledas. Vervoordt se lo compró hace justo medio siglo a los 42 herederos de una familia noble que no se hablaban entre sí.
Puede que su nombre no le resulte familiar, pero la huella de Axel Vervoordt está por todas partes: en las grandes cadenas de decoración asequible y en una nueva generación de anticuarios; en las casas de actores de Hollywood y en el lujo sosegado de un hotel boutique balear. El pasado mayo, el Financial Times proponía “21 maneras de hacerse con el estilo Axel Vervoordt” en un reportaje que abarcaba desde vaqueros con aspecto usado a sandalias artesanales de factura española. Muchos lo conocerán por su proyecto más sonado: la espectacular morada que diseñó para el extinto matrimonio de Kim Kardashian y Kanye West en 2020, una mansión en Los Ángeles llena de largas galerías y elegancia monacal. “Trabajé mucho con Kanye”, recuerda ahora. “Tenía un punto de vista muy nuevo, muy especial, pero al final concluimos en lo más puro. Para mí, la geometría sagrada es muy importante. Geometría sagrada, proporciones sagradas, todo está ahí. Trabajar las proporciones es la mejor forma de decorar, porque no lo ves, pero te hace sentir bien”. En su momento, West describió la casa como “un monasterio belga del futuro”.
El estilo Vervoordt es inconfundible: la elegancia despojada, el aire de sosiego, los tonos polvorientos o esa idea oriental de la belleza de lo imperfecto –nunciada en el término japonés wabi-sabi– son ya imposibles de separar de lo que hoy entendemos por buen gusto. A él no le importa que le copien (“¡algunos lo hacen muy bien!”), pero es normal que no se conforme con la etiqueta de decorador. “Yo diría que soy anticuario, pero no solo. Me gustan las casas y adoro trabajar en ellas. Me encanta la arquitectura, me encanta el arte, me encantan las antigüedades. Es algo filosófico: es una búsqueda de lo universal”, explica. Vervoordt habla sentado en una cómoda butaca de lino crudo –otra de sus señas de identidad–, colocada en un lateral de la gran habitación del primer piso que decoró expresamente para el tàpies: tarima sin barnizar, vigas vistas, un gran sofá blanco a juego con la butaca, un par de antiguas mesas de campo y vistas al parque a través del balcón (hubo que desmontarlo para meter el cuadro). El interiorista viste una camisa de algodón azul índigo, “pero de tinte natural”, precisa, y me enseña el reverso de la tela bajo los botones, mucho más oscuro, para demostrar cuánto se ha aclarado el color con el tiempo. Puede que pátina sea la palabra más veervordt de todas.
Decir que el joven Axel fue precoz sería quedarse cortos. Hijo de un próspero comerciante de caballos, a los 7 años ya vendía flores a sus vecinos y a los doce, después del colegio, empezó a trabajar con Nadya Levi, una marchante de arte tribal. Con lo que ganaba, le compraba piezas a su jefa y a otras galerías: no logró hacerse con una escultura de Tinguely, pero sí supo apreciar un aparador metálico antiguo que todavía conserva. A los 14, Vervoordt viajó por primera vez a Inglaterra en busca de antigüedades, solo, en una expedición financiada por sus padres para que él pudiera emplear sus ahorros solo en comprar. Era un buen momento para ello: corrían los primeros años sesenta, la aristocracia inglesa se estaba desprendiendo de sus grandes casas de campo –que de repente les resultaban prohibitivas– y el mercado se había llenado de antigüedades. Vervoordt volvió cargado de muebles y con bolsas atadas a la espalda, pero valió la pena. Los amigos de sus progenitores se lo compraron todo y no tardó en volver a por más.
El padre de Axel, Jos, era un auténtico hombre de negocios: rápido, intuitivo y firme en sus decisiones. Fue sin embargo su madre, Elsa, quien más creyó e influyó en él. Cuando Axel viajaba, si una pieza le parecía cara para sus cálculos, la llamaba. Inquieta, culta y con gusto por la decoración, ella le dio el mejor consejo de su vida: “Si te gusta, cómpralo. Eso es todo lo que importa”. Él lo corrobora: “Siempre seguí mi intuición, compré las cosas que sentí que debía y casi nunca me equivoqué. Tenía una idea muy clara de lo que me gustaba y de lo que quería vender, y lo que no conocía, me lo quedaba hasta haber aprendido lo suficiente”. Nunca tuvo una tienda. Aconsejado por Elsa, a los 22 años compró Vlaeykensgang, un conjunto de casitas del siglo XVI en la ciudad vieja de Amberes, por entonces considerada una zona poco deseable. Tardó 18 años en restaurar todo el complejo, pero a principios de los años setenta, ya casado con May Schelkens, empezó a recibir en casa a sus clientes para mostrarles su manera de vivir con el arte y las antigüedades.
Todo estaba a la venta. “No hacíamos más que cambiar de mesa de comedor”, ríe May, que ha entrado en la sala del tàpies para el retrato con un vestido ocre (“¡voy a juego, vestida color cartón!”) y un collar de grandes piezas de ámbar. Su marido tampoco estaba a salvo de la exitosa fórmula que él mismo había ideado: la gente siempre quería comprar su mesa de despacho. Hoy, en la planta baja de Vlaeykensgang ya no está el comedor de Axel y May sino Sir Anthony Van Dijck, un bonito y vervoordtesco restaurante que, muy en su papel, se negó a seguir el ruidoso juego del prestigio michelin y devolvió sus dos estrellas para poder funcionar a su ritmo.
El perfil de Vervoordt dio un salto en la década siguiente. En 1982 debutó en la Biennale des Antiquaires de París, donde su revolucionario stand –sin moqueta, ni molduras, ni techo, desnudo bajo la bóveda del Grand Palais– le hizo ganar grandes clientes, como Pierre Bergé e Yves Saint Laurent: “Estaban muy informados y tenían muy buen gusto. Sabían lo que compraban”, cuenta. En 1986 May, Axel, y sus hijos Boris y Dick se mudaron al castillo de va después de dos años de obras. Una restauración culminada no hace tanto, y que ha hecho del edificio un retrato de sus dueños más que un canto a su pasado. Vervoordt lo explica: “Los tres primeros años, pensaba que el castillo era mi jefe y tenía que hacer lo que me dijera. Pero un día cayó un rayo sobre el puente y me cambió el punto de vista. Nos unió. Y empezamos a cambiar el castillo para las próximas generaciones. ¡Es un edificio de mil años y yo solo tengo una vida!”. La planta baja del castillo está decorada con una acogedora mezcla de antigüedades y obras de arte, pero Vervoordt se ha emancipado del yugo historicista en la sala del tàpies y en la habitación contigua, que llama wabi: techo bajo, una sencilla chimenea de barro, un banco tapizado a ras de una plataforma de madera recuperada, ventanas al parque y, en la pared del fondo, los brochazos de un shiraga blanco y negro.
Lo oriental es una pieza clave del saber vivir de Axel Vervoordt. Después de comer al aire libre bajo la parra contra la tapia del castillo –ensalada del huerto y lentejas al curry cocinadas por May–, el anticuario y su mano derecha, Anne-Sophie, nos conducen a un claro del parque donde aparece una casita en apariencia humilde. Pasamos, nos descalzamos y Vervoordt nos invita a sentarnos a una mesa larga y rústica. Listones de madera sin tratar esconden una moderna cocina abierta: el anfitrión coloca sobre la mesa cuatro tazas de té de factura desigual, obra del ceramista japonés Shiro Tsujimura, y nos prepara un té matcha. Cuando el fotógrafo le pide retratar sus manos cogiendo la taza, cambia la posición: coloca una mano sosteniendo la base y otra rodeándola. “Se coge así”, corrige. Terminamos y, bajando unas escaleras, descubrimos una estancia en penumbra y una habitación ciega salvo por un óculo en el techo que deja pasar la luz. Cuando el anticuario posa debajo, parece una aparición.
Vervoordt tiene un equipo de 80 personas, compra unas 200 piezas al mes y tiene unos 32 proyectos entre manos. Se levanta cada día entre las 6:30 y las 7 y pasa un rato desayunando en el comedor de la cocina con May, que todavía selecciona textiles para la compañía (e, igual que hacía la madre de Vervoordt, decora las mesas con coloridas flores en jarroncitos de cristal). Cuando no viaja, Axel se dirige a Kanaal, el otro complejo que restauró a las afueras de Amberes: una colección de edificios alrededor de una antigua destilería donde trasladó su oficina en 2017. Construido junto a un canal y frente a una hilera de casitas unifamiliares, es un laberinto de caminos que discurren entre vegetación y conectan oficinas, apartamentos, residencias de artista, un auditorio, galerías de arte y la Fundación Axel y May Vervoordt, todo ello ubicado en construcciones industriales impecablemente restauradas.
En un mundo lleno de marcas vacías gobernadas por paneles de tendencias, en Axel Vervoordt, la empresa, todavía se puede ver al niño que vendía cacharros a los amigos de sus padres, le gustaba la música clásica y pintaba las ventanas de su cuarto como vidrieras de iglesia. Algo muy identificable pero no tan fácil de resumir. “Axel combina con éxito cosas de naturaleza desigual: cosas nuevas y viejas, toscas y refinadas, famosas y anónimas. Percibe sutiles conexiones estéticas invisibles para la mayoría”, reflexiona en un email Leonard Koren, el teórico estadounidense que enunció por primera vez el wabi sabi para ojos occidentales en su libro de 1994. “No soy como un coleccionista de sellos que necesita tener cada ejemplo de cada año”, precisa Vervoordt. “Soy más abierto, me gustan tanto las cosas hechas por la naturaleza como una escultura de oro. Siempre he apreciado lo más sencillo lo mismo que un rothko, no establezco diferencias”. Vervoordt valora las “buenas vibraciones” de las piezas. “En todo tiene que haber un componente humano”, añade. Por eso no compra objetos de guerra. Y tampoco relojes. “Busco lo eterno. Los relojes son muy útiles pero no me gusta enfrentarme al tiempo”, ríe. “Además, prefiero descubrir a poseer”.
—¿Le impresiona lo que ha conseguido?
—Es evolución, no revolución. Soy intuitivo. Cuando miro atrás veo una línea, pero no hago nada para seguirla.
—¿Es usted religioso?
—No lo sé. Probablemente. Soy un poco budista, un poco católico, un poco de todo.
—Si invitara a alguien y quisiera comprar algún mueble de los que tenemos alrededor, ¿se lo vendería?
—¿De esta casa? Difícil —se detiene—, a no ser que sepa que la pieza irá a un sitio mejor. Esa también es mi tarea. Hace unos meses vendí una obra que adoraba, pero se trataba de uno de los coleccionistas más importantes del mundo, así que sentí que no tenía derecho a conservarla. También es una responsabilidad hacia el artista. Un buen hombre de negocios tiene la misión de crear valor.
—Hay algo teatral también en sus interiores, son un poco sueños cumplidos.
—Yo no lo veo así. Me suena un poco superficial. Para mí, un espacio debe ser interesante. Sosegado. No muy ostentoso. Debe unir a la gente y los objetos. Es una búsqueda de la armonía. Es algo serio, sereno, casi religioso. Pero cómodo para la vida diaria. Una silla tiene que ser útil.
“Creo que la noción de iluminación subyace en muchos de los proyectos de Axel”, añade Koren en un segundo email. “Quiero decir, que combina objetos, espacios y luz de manera que lleva a la gente a una especie de despertar espiritual”. No está mal como resumen de una carrera.