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Mármol de Carrara, luz eléctrica y calefacción en 1892: por qué el edificio de la Biblioteca Nacional hizo historia

El festival de arquitectura Open House Madrid organiza por primera vez visitas guiadas por los espacios más emblemáticos de esta institución

Hubo un tiempo en el que leer era solo un privilegio al alcance de pocos. Fue el rey Felipe V quien otorgó, al crear la Real Biblioteca Pública en 1712, el beneplácito de acceder a la lectura a cualquiera que tuviese interés. Su objetivo era fomentar el estudio entre sus súbditos. Aunque no fue exactamente a todo el mundo porque, como en muchos otros menesteres de la época, las mujeres no tuvieron permiso para visitar sus dependencias hasta 125 años más tarde.

A través de un privilegio real, que daría paso al actual depósito legal que rige las publicaciones de todo el país, cualquier persona que costeara la impresión de libros y papeles debería entregar a esta biblioteca un ejemplar gratuito encuadernado de todo lo que imprimiera. Sería en 1836, además, cuando dejó der propiedad de la corona para depender del gobierno y pasó a llamarse Biblioteca Nacional, como la conocemos hoy en día.

A lo largo de sus más de 300 años de historia, la BNE se ha mudado de casa hasta en cinco ocasiones. Si sus comienzos arrancaron en el pasadizo que unía el Real Alcázar con el Monasterio de la Encarnación, tuvo que trasladarse a marchas forzadas hasta el convento de la Trinidad, en la calle Atocha, por las obras de ampliación de la plaza frente al Palacio Real. Tras pasar por el palacio donde celebraba sus sesiones el Consejo del Almirantazgo y por una morada que perteneció al Marqués de Alcañices, en la calle de Arrieta, aterrizó en 1866 en su sede actual en paseo de Recoletos en un edificio de planta nueva.

El proyecto impulsado por el arquitecto Francisco Jareño Alarcón, autor de la desaparecida Casa de la Moneda o el Tribunal de Cuentas, sigue siendo con su imponente fachada uno de los edificios más ilustres del paseo, teñido de arboledas y ferias de libros antiguos. De incatalogable valor arquitectónico (al igual que su fondo bibliográfico con más de 35 millones de registros que comprenden desde libros y revistas hasta mapas, grabados, partituras, décimos de loteria, recordatorios de bautismo o incluso folletos de supermercado) es durante estos días uno de los grandes atractivos de la nueva edición de Open House Madrid, el festival internacional de arquitectura que abre las puertas de edificios emblemáticos y estudios de la ciudad a través de visitas guiadas.

El certamen que arranca hoy, incluye por primera vez a la Biblioteca Nacional en su recorrido, junto a otras novedades como el edificio Beatriz, emblema brutalista de la capital, o la Real Fábrica de Tapices, que mantienen vivos sus talleres donde elaboran textiles para palacios y museos. En las visitas guiadas que tendrá lugar hoy y mañana a las 16h (bajo inscripción previa), darán a conocer al público no solo las labores y servicios que presta la institución –como la de conservar, incrementar y divulgar el patrimonio bibliográfico y documental español que se produce en cualquier soporte o medio– sino la belleza e innovación formal que supuso el edificio para la época.

Una incursión que llevaba tiempo en el radar del festival y que han conseguido materializar este 2025. “Llevábamos tiempo con la ilusión de incluir a la Biblioteca Nacional, uno de los grandes iconos culturales y arquitectónicos del país. La propia BNE cuenta con una intensa agenda cultural y, por cuestiones de fechas, hasta ahora no había sido posible encajar su participación en el festival”, explica Arancha Ortiz, presidenta de Open House Madrid, a ICON Design.

La visita comienza en la escalinata del edificio, un monumental ascenso salpicado de esculturas en mármol blanco de Rabaggione y Carrara que antiguamente ocupó el huerto de los Agustinos Recoletos y posteriormente la escuela de Veterinaria de Madrid, como revelan dos placas en la entrada. El acto simbólico de colocar la primera piedra que protagonizó la reina Isabel II en abril de 1866 no pasó precisamente desapercibido; para el que fuera quizás su último baño de masas antes de ser derrocada dos años más tarde y marchar al exilio, Francisco Asenjo Barbieri compuso una marcha triunfal con la que inmortalizar el momento, interpretada por siete bandas militares.

El fin de las obras bajo la dirección del arquitecto Antonio Ruiz de Salces quiso coincidir con el IV centenario del descubrimiento de América en 1892, y una exposición conmemorativa del suceso, aunque el primer lector no llegaría hasta cuatro años más tarde tras finalizar la decoración de la escalinata. En los primeros planos de Jareño, el complejo que anuncia la puerta de hierro con el rótulo de Palacio de Biblioteca y Museos Nacionales, planeaba albergar el Ministerio de Fomento, la Biblioteca Nacional, el Museo Arqueológico y Numismático y el Museo Nacional de Pintura y Escultura, quedándose finalmente tras las futuras modificaciones de Ruiz de Salces en una división desigual del edificio. Dos tercios serían para la biblioteca y uno solo para el Arqueológico en la fachada opuesta, accesible por la calle Serrano. No obstante, llegó a albergar en su periplo al Museo de Pintura de Arte Moderno y el de Ciencias Naturales o el Archivo Histórico Nacional.

Su corte regio e historicista esconde, sin embargo, un talante innovador y rupturista. Fue el primer edificio público en tener calefacción y luz eléctrica del país, y resultó pionero en el uso del hierro en el subsuelo y su estructura, sello inconfundible del herrero Bernardo Asins y Serralta, antiguo cerrajero Real y discípulo de Gustave Eiffel, que ejecutó el esqueleto del Palacio de Cristal en el Retiro o la forja que cerca la fachada del Banco de España. De regreso a la escalinata, el deseo de la soberana de tener un rey y un santo sentados en sus peldaños se materializó con las esculturas de más de dos metros de Alfonso X el Sabio, rey de la Corona de Castilla e impulsor de la ciencia y la literatura; e Isidoro de Sevilla, obispo de la ciudad andaluza y autor de las Etimologías.

Al desconocer su rostro por la falta de testimonios gráficos –murió en el año 636–, el escultor José Alcoverro se inspiró en personalidades de la Capilla Sixtina para retratar al erudito, bajo el astronómico coste para la época de 17.500 pesetas (105 euros). El padre de nuestra primera gramática, Antonio de Nebrija, el humanista Luis Vives, o los grandes literatos del siglo de Oro, Cervantes y Lope de Vega (cuya estatua quedó decapitada por los bombardeos que sufrió la biblioteca durante la Guerra Civil) son otros de los personajes literarios que flanquean los cuatro arcos de la fachada.

Calderón de la Barca, Quevedo, Garcilaso de la Vega o Santa Teresa de Jesús (la única mujer en esta decoración escultórica), entre otros, están representados en los medallones que coronan la entrada, junto a un frontón diseñado por Agustín Querol que representa a las distintas ciencias, las artes y las letras floreciendo al amparo de la paz. Cuenta la tradición que todo aquel que pase bajo la corona de laurel al acceder a la biblioteca será coronado como sabio tras leer algunas de las obras que conserva su interior.

La inestabilidad política y económica que arrastró el país la segunda mitad del siglo XIX ralentizó el proyecto hasta sufrir grandes modificaciones de su planteamiento inicial. La sala octogonal que propuso Jareño para el gran Salón de Lectura, apodado desde 2019 con el nombre de María Moliner en recuerdo de la bibliotecaria y filóloga, dio paso finalmente a una habitación rectangular con acceso a dos patios para ampliar el espacio. La estancia conserva hoy el mobiliario y la decoración de sus inicios, y para su acceso (no posible en la visita) es necesario tener uno de los carnés que ofrece la biblioteca.

La reforma que sufrió el edificio de finales del siglo XX recuperó la claraboya original y las pinturas al fresco, repartidas por el techo de la sala con escudos de las provincias que pertenecieron a la corona de España en 1892, además de los nombres de literatos españoles en las paredes. Aquí el hierro vuelve a ser el protagonista; por su ligereza y facilidad de ensamblaje, no solo resultó el material idóneo para cubiertas y forjados sino también para los depósitos de bibliotecas (que albergan cerca de 80 kilómetros lineales de estanterías) e incluso una barandilla en la entreplanta para evitar posibles robos.

Otro de los espacios que se podrá ver en la visita es el Salón Italiano, que debe su nombre a los estucos y mármoles inspirados en la tradición artesanal italiana que decoraron durante un tiempo la estancia. Además de algunos retratos de los galardonados con el Premio Cervantes que exhibe la biblioteca se pueden observar en las vitrinas materiales especiales de su colección: desde reproducciones de códices o libros incunables a singulares elementos comprados o adquiridos por donación. Es el caso de los cuatro cuentos que escribió Miguel Hernández en 1941 en un trozo de papel higiénico a su hijo Manolillo desde la cárcel de Alicante.

Un simétrico lucernario que se vislumbra desde la grandiosa escalinata interior, más esculturas de mármol de Carrara dispuestas en el vestíbulo o el suelo de madera maciza por el que discurre la Sala del Patronato, decorada con lámparas de la Real Fábrica de La Granja, son otros elementos que engrandecen el patrimonio arquitectónico del edificio. “Ya es hora de que España tenga un decoroso albergue para las letras españolas”, escribió Gustavo Adolfo Bécquer en una de sus crónicas que documentaron la construcción del mismo. La realidad superaría, sin duda, las expectativas del poeta.

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