Cuando tu propia casa se convierte en una trampa mortal
En la dana de 2024, 68 personas murieron en las plantas bajas de sus propias viviendas. Lo que debía protegerlas —muros, puertas, ventanas, cerraduras, suelos— pasó a ser una estructura de encierro
La arquitectura nace en la casa. Nos gusta maravillarnos con los grandes edificios, esos que ocupan las páginas de las revistas y que se celebran en brillantes inauguraciones, pero la arquitectura como forma primaria, como intuición antigua, nace en la casa. Ni en la torre ni en el templo ni en el anfiteatro. En la casa. En la necesidad inmediata de trazar un límite entre lo que está fuera y lo que debe permanecer dentro. Las primeras cuevas, los primeros tipis, los primeros castros de planta circular —porque era la manera más sencilla de trazar una línea con una cuerda sujeta a un palo, con un gesto que todavía podemos reproducir sobre la tierra húmeda o la arena— fueron ya una forma de arquitectura. Y esa forma no era decorativa ni simbólica. Era práctica. Era defensiva. Era humana.
Después vino todo lo demás. Los pórticos clásicos, las columnas dóricas, las bóvedas de crucería, los rascacielos acristalados, los centros de datos que respiran como bestias térmicas en los extrarradios. Podemos construir catedrales y museos, estadios y hasta estaciones espaciales —si es que eso es arquitectura, que lo es—. Podemos levantar edificios que desafían la gravedad, que giran sobre sí mismos, que se hunden en la tierra o que flotan sobre el mar. También construiremos presas para alimentarlos de energía y cauces para protegerlos de las crecidas y autopistas y ferrocarriles para conectarlos. Pero nada de eso borra lo esencial: todo empieza en la casa. Toda ingeniería se construye en servicio del ser humano —es decir, de la arquitectura—. Y toda arquitectura es, en el fondo, una variación de la casa. Porque la casa no es solo un lugar. Es un ancla. Una estructura física que garantiza, aunque sea de forma simbólica, una cierta continuidad del yo. La casa es el lugar al que uno vuelve. El sitio donde se duerme sin armas, donde se guarda lo irrelevante —una postal, una factura de hace cuatro meses, una cuchara que nadie quiere tirar—, donde se repite la rutina hasta que deja de parecer rutina. Hay quienes dicen que la casa es una extensión del cuerpo. Puede ser. Pero también es una extensión de la confianza.
Las primeras casas nacieron para eso. Para protegernos. De los animales, de los enemigos, del frío, el viento y la lluvia. No había otra función. No había propiedad ni estética, tampoco había mercado. Solo necesidad. Y esa necesidad fue dibujando formas. Primero simples. Luego menos simples. Pero siempre en torno a la misma idea: delimitar un interior donde no entrara el daño. Esa idea persiste. A pesar de los metros cuadrados, de las cocinas abiertas o cerradas, de las terrazas, de las normativas urbanísticas y de las cláusulas hipotecarias. A pesar de todo, la casa sigue siendo el lugar al que uno va cuando todo lo demás falla. La casa es el refugio. Como lo ha sido durante siglos.
Pero en la dana de 2024, 68 personas murieron en las plantas bajas de sus propias casas.
Hay algo doloroso, sí, pero también muy desasosegante, en el hecho de morir por culpa de tu casa. No de morir en tu casa —eso, en muchos casos, es casi una aspiración: cerrar los ojos en la misma habitación donde aprendiste a leer, donde tu madre planchaba con gesto mecánico frente a la radio—, sino de morir porque la casa, la tuya, se ha convertido en una trampa. Porque lo que debía protegerte —muros, puertas, ventanas, cerraduras, suelos— ha pasado a ser una estructura de encierro. Porque el agua ha llegado y no ha salido. Y tú estabas dentro.
Una planta baja, en casi cualquier parte de l’Horta Sud, no era hasta hace poco un lugar percibido como vulnerable. Era, si acaso, más accesible, más fresca en verano, seguramente más barata. También más ruidosa y más expuesta. Pero no era peligrosa. Muchas de esas viviendas no estaban en barrios marginales ni en zonas especialmente degradadas. Estaban en calles con farolas nuevas, con contenedores de reciclaje, con estancos y panaderías en la esquina. En algunas de esas casas vivía gente mayor porque siempre habían vivido ahí. En otras, familias recién llegadas, que habían alquilado la planta baja porque era lo que había. En todas, cuando el agua llegó, no hubo una alarma clara. Solo una acumulación de signos que nadie supo leer a tiempo porque no hubo tiempo: el ruido sordo en las tuberías o la velocidad endiablada con la que el agua subía por el patio interior o el modo en que la puerta principal, una vez hinchada y forzada por la presión que venía del otro lado, ya no abría. Cuando quisieron salir, no pudieron. Cuando gritaron, el agua les llegaba al pecho.
En algunos casos, se encontraron los cuerpos horas después, cuando el nivel había bajado. No flotando, como en las escenas más crudas del cine catastrofista; sentados en el suelo, desmadejados contra una pared, como si hubieran decidido rendirse en algún punto del proceso. Como si hubieran entendido —demasiado tarde— que la casa ya no estaba de su parte.
Esa imagen es de una violencia muy específica. Por su significado. Por todo lo que la precede: la idea de que el lugar más íntimo, el que contiene tu rutina, tu ropa, tus cables de cargador doblados sobre sí mismos, tus marcos con fotos de hace una década, puede convertirse de un momento a otro en una cápsula sin salida. Como un ascensor sellado. Como un cajón hermético. Como un ataúd.
Es posible que algunas de esas casas ya hubieran tenido avisos: humedades antiguas o filtraciones menores, tal vez charcos que se colaban bajo la puerta cada vez que llovía más de la cuenta. Pequeñas señales ignoradas. No por irresponsabilidad, sino por costumbre. Porque nadie construye una casa pensando en su capacidad para matar. Nadie alquila una planta baja preguntando cuántos centímetros por encima del nivel del mar está el umbral. Nadie imagina que una tarde cualquiera de octubre puede terminar con el agua a la altura del cuello. Pero eso es exactamente lo que ocurrió. Y no fue lejos. No fue en lugares apartados, sin cobertura y sin planos actualizados. Fue en los pueblos que rodean Valencia. En calles con nombre. En esquinas iluminadas. En casas donde esa misma mañana alguien había hecho café, había planchado una camisa, había regado una planta.
Murieron dentro de casa. Pero no porque hubiese llegado su hora.
Esto es un extracto de ‘Catedral de Escombros’, el último libro de Pedro Torrijos. Un texto que trata de volver a mirar a las personas que vivieron las catástrofes. No convertirlos en una masa anónima de datos y cifras, sino recordar sus gestos cotidianos, esos que los convertían en seres humanos.