La increíble historia de Casa Malaparte, la mansión aislada con la que soñó un fascista desencantado
La villa no se abre al público general, pero se alquila para eventos y rodajes. El pasado 10 de junio se convirtió en el escenario del desfile con el que Jacquemus ha celebrado su 15 aniversario
Sostiene el anecdotario del cine que el productor norteamericano Joseph E. Levine montó en cólera cuando le presentaron un primer montaje de la película El desprecio (1963), que él había financiado. “La mitad del presupuesto se lo ha llevado Brigitte Bardot, ¡y casi no sale desnuda!”, o algo así, parece que le objetó al director, Jean-Luc Godard, que le llamaba King Kong Levine. Como consecuencia, hubo que rodar más escenas con la estrella, ...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Sostiene el anecdotario del cine que el productor norteamericano Joseph E. Levine montó en cólera cuando le presentaron un primer montaje de la película El desprecio (1963), que él había financiado. “La mitad del presupuesto se lo ha llevado Brigitte Bardot, ¡y casi no sale desnuda!”, o algo así, parece que le objetó al director, Jean-Luc Godard, que le llamaba King Kong Levine. Como consecuencia, hubo que rodar más escenas con la estrella, incluida una famosa en la que, tumbada boca abajo junto al coprotagonista Michel Piccoli, Bardot mostraba su anatomía (“¿Ves mi trasero en el espejo? ¿Te gustan mis nalgas? Y mis pechos, ¿te gustan?”) mientras la imagen viraba al rojo y al azul. En su estreno comercial, El desprecio quedó bastante lejos de convertirse en el bombazo de taquilla que productores y director esperaban. Así que poco hizo por la película el cuerpo de la actriz. A cambio, la película hizo mucho por uno de sus escenarios, la Casa Malaparte, que se adueñaba de todo el tramo final hasta casi eclipsar una hermosa historia de desamor, cine y mitología. Lo que hasta entonces había sido una exquisitez arquitectónica conocida solo por algunos iniciados se convirtió en un icono apto para su digestión por la cultura de masas. Es decir, en lo que conocemos como una estrella.
“Te amo totalmente, tiernamente, trágicamente”. Las palabras que le dirigía Piccoli a Bardot en el filme podría habérselas dedicado a sí mismo Curzio Malaparte (1898-1957), periodista, escritor, militar y diplomático italiano, además de autor oficial y primer propietario de la casa de Capri que lleva su nombre. O, para ser más exactos, su seudónimo: hijo de italiana y alemán, en realidad se llamaba Curt Erich Suckert, pero se rebautizó como guiño a Napoleón Bonaparte, lo que ya ofrece indicios de un espíritu tan socarrón como megalómano. Malaparte tuvo un fuerte temperamento tendente al narcisismo y una vida pintoresca que incluyó un romance con Virginia Bourbon del Monte, la viuda del hijo del fundador de la FIAT, Giovanni Agnelli. El patriarca impidió su matrimonio y procedió a despedirlo de la dirección del diario La Stampa.
En general, Malaparte nunca encontró acomodo allá donde estuvo, como si antes que nada hubiera aspirado a hacer valer su personalidad más grande que la vida. Adherido al fascismo desde muy joven, sin embargo mantuvo una relación algo tensa con las jerarquías del régimen de su país. Uno de sus escritos, Técnica del golpe de Estado, que publicó en París en 1931 (a Italia no llegaría hasta después de la Segunda Guerra Mundial), se interpretó como un ataque a Mussolini y a Hitler, y desencadenó una serie de desencuentros que terminaron con una condena a permanecer recluido en la isla eolia de Lípari, al norte de Sicilia, durante cinco años. De los que solo cumplió de manera estricta unos meses, gracias a sus excelentes relaciones: uno de sus poderosos amigos era el conde Galeazzo Ciano, yerno y ministro de Benito Mussolini (mucho después, Malaparte aseguraría que había cumplido su larga pena, víctima del fascismo). Ciano y su esposa, Edda Mussolini, poseían una casa en otra isla, Capri. Frente a la península de Sorrento, que cierra al sur el idílico golfo de Nápoles, Capri atesoraba una tradición como paraíso terrenal que se remontaba a los tiempos del emperador romano Tiberio, y acogía en sus extensos veraneos una nutrida comunidad de estetas y bon vivants.
Malaparte adquirió un terreno en un lugar apartado de ese cogollo, al este de la isla, en lo alto del acantilado de la Punta Massullo. Y decidió construirse allí una casa que lo representase (“Una casa como yo: estricta, dura, severa”, escribió) y que fuera al mismo tiempo un manifiesto de la arquitectura italiana moderna. Algo que para el resto de los mortales no era viable, ya que muchas modernidades no autorizaba la normativa urbanística capriota. Ningún obstáculo mayor para Malaparte, que, una vez más, recurrió a sus influencias para hacer lo que le vino en gana.
El arquitecto elegido para aquella empresa fue Adalberto Libera, quizá el más canónicamente racionalista del Grupo 7, colectivo milanés que difundió en Italia las premisas del Movimiento moderno de arquitectura. Su diseño proponía líneas depuradas, integración en la naturaleza y uso de piedra local como material constructivo predominante, cosas que a Malaparte en principio le sonaban bien. Pero pronto se manifestaron los choques de egos, y el comitente terminó encargándose él solo del proyecto, que firmó junto a su maestro de obras, Adolfo Amitrano. La construcción se prolongó de 1938 a 1943, bajo la atenta supervisión de Malaparte, que tomaba decisiones sobre cada detalle, mobiliario incluido. El propio diseño fue cambiando a lo largo de ese proceso, en gran parte debido a las dificultades impuestas por el terreno, ya que había que excavar la durísima roca o adaptar el edificio a sus irregularidades. Hasta allí solo se podía llegar desde el mar, o bien caminando un buen trecho, y en ambos casos a través de rampas y escaleras. En un breve artículo de 1940 titulado Ritratto in pietra, Malaparte definió el entorno como “un lugar ciertamente solo apto para los espíritus libres”.
Malaparte aborrecía las villas clásicas que abundaban en Capri, con sus pretenciosas columnatas y demás fanfarria historicista. Las referencias que él parecía manejar partían de Villa Jovis, en la misma Capri, donde Tiberio celebraba sus célebres orgías a principios del siglo I, para derivar hacia la obra de Le Corbusier (Villa Savoye) y Frank Lloyd Wright (la Casa en la Cascada). El resultado de todo esto es una mansión geométrica de tres pisos con la fachada pintada de rojo pompeyano que destaca sobre la punta Massullo como un rubí en bruto en su yacimiento –en pocos casos la expresión “joya arquitectónica” puede utilizarse con tanto valor literal–, aunque fue diseñada para que remitiera más bien a un gran barco varado. Por eso el paralelepípedo de piedra y cemento de 54 metros de largo por 10 de ancho desarrolla una planta en forma de embarcación. Las estancias interiores se disponen como modestos camarotes, a excepción del enorme salón del piso superior, dotado de enormes ventanales con listones de madera que parecen marcos de cuadros paisajísticos. El panorama puede contemplarse incluso a través del fuego del hogar, ya que la chimenea tiene su propia abertura acristalada (en su libro La piel, Malaparte afirmaba que la casa en sí no era creación suya, pero añadía una boutade: “Yo he diseñado el paisaje”).
En la misma línea, el solárium de la terraza recuerda a la cubierta de una nave de recreo, impresión que confirma un muro curvo blanco concebido como protección frente al viento, que hace las veces de una vela. Desde allí arriba, las soberbias vistas al mar Tirreno, a los farallones y las costas se presentan de forma continua y en toda su fuerza bruta, en lugar de confinadas en sus marcos como desde el salón. La entrada de la casa es una pequeña puerta lateral, pero para llegar hasta la azotea es necesario ascender por los 32 peldaños que forman la escalera exterior trapezoidal de ladrillo, el elemento más representativo del edificio, para la que al parecer Malaparte se inspiró en la pequeña iglesia de L’Annunziata que veía a diario durante su destierro en Lípari.
Se ha descrito ese recorrido ascensional como el de un sumo sacerdote que caminara hacia el altar donde va a ejecutar un sacrificio. En El desprecio, basada en una novela de Alberto Moravia, Godard reflejaba la desintegración de una pareja y, en una de las mejores escenas rodadas en la casa, era precisamente ese amor el que parecía inmolarse como ofrenda a un dios despiadado. Paul (Michel Piccoli) llama a Camille (Brigitte Bardot) y, al no obtener respuesta, sube los escalones, y allí la encuentra, tomando el sol desnuda salvo por un libro abierto sobre su trasero (la imagen grita “mirada masculina” con un descaro nada inusual en la época), e indiferente a sus súplicas: “¿Por qué ya no me quieres?”, pregunta él, que está dispuesto a renunciar a todo para seguir a su lado. “Así es la vida”, responde ella con tono desabrido. A Godard la novela le parecía un librito sentimental de kiosco de estación, pero conservó muchas de sus situaciones, sus referencias a la historia mitológica de Ulises y Penélope, su tono afligido y su final trágico. Y le añadió la Casa Malaparte como escenario ideal para una hecatombe amorosa.
Dieciocho años más tarde, en 1981, la directora italiana Liliana Cavani adaptó al cine La piel, el libro de Malaparte sobre sus experiencias en Nápoles al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando la ciudad estaba ocupada por los Aliados y él era oficial del Cuerpo Italiano de Liberación. El papel de Malaparte lo representaba Marcello Mastroianni con su habitual solvencia y carisma. Las escenas escabrosas de la película reproducían con bastante fidelidad las de la novela, que hicieron que fuera incluida en el Índice de libros prohibidos del Vaticano. Pero también había espacio para el solaz visual, gracias a las secuencias ambientadas en la Casa Malaparte, donde se divisaban esos paisajes costeros que aportaban un contraste sublime a las miserias morales de la posguerra italiana.
Tras un último giro de credo político que lo condujo al maoísmo, Curzio Malaparte decidió legar la casa a la República Popular China para convertirla en una residencia de artistas, pero sus herederos consiguieron que esta disposición no llegara a aplicarse. Un sobrino nieto del escritor, Niccolò Rositani, dirigió a finales de los ochenta la costosa restauración de la casa, que sigue en manos privadas y no se abre al público general, aunque sí se alquila para eventos y rodajes. Entre ellos, hace una década, el de un anuncio publicitario del perfume Uomo, de Ermenegildo Zegna, donde la escalinata y el paisaje circundante volvían a acaparar todo el protagonismo. El pasado 10 de junio, el diseñador Jacquemus ha utilizado ese mismo escenario para acoger el desfile con el que ha celebrado el 15 aniversario de su marca, un evento hipermediático al que han asistido celebridades internacionales como Dua Lipa, Gwynteh Paltrow, Laetitia Casta o Manu Ríos.
Para la mayoría, la Casa Malaparte solo puede contemplarse desde el exterior y en la distancia. Los turistas que cada verano llegan a Capri y que contratan la preceptiva excursión que los lleva en barco hasta los Faraglioni y la Grotta Azzurra la señalan admirados. Solitaria en su acantilado, integrada en el entorno natural pero al mismo tiempo distinguible de él por su individualidad obstinada, se ha convertido en lo que su artífice seguramente soñó para sí mismo: una estrella en su género.