Rem Koolhaas: “Ya en los setenta nos dimos cuenta de que el mundo digital podía dejar a mucha gente en paro”
El holandés es uno de los arquitectos más influyentes del mundo, también por lo que escribe: periodista y guionista de cine en su juventud, sus escritos revelan visionarias ideas sobre poder, economía o urbanismo
Antes de que llegue a nuestra cita Rem Koolhaas (Róterdam, 78 años), su equipo coloca sobre la mesa un par de botellas de San Pellegrino, un taquito de folios y tres bolis Bic rojos. Es un equipamiento sencillo para un pensador avanzado, galardonado con un Premio Pritzker en 2000 y autor de edificios de radical silueta como la ...
Antes de que llegue a nuestra cita Rem Koolhaas (Róterdam, 78 años), su equipo coloca sobre la mesa un par de botellas de San Pellegrino, un taquito de folios y tres bolis Bic rojos. Es un equipamiento sencillo para un pensador avanzado, galardonado con un Premio Pritzker en 2000 y autor de edificios de radical silueta como la Casa da Música de Oporto (2005) o la sede de la televisión china en Pekín (2012). Comprometido, político y a veces incómodo, algunas de sus investigaciones han resultado ser... ¿proféticas? En febrero de 2020 Koolhaas inauguró en Nueva York la exposición Countryside, the Future (El campo, el futuro), fruto de años de trabajo por parte de AMO, el brazo de pensamiento de OMA, su estudio de arquitectura. Un mes más tarde se declaraba la pandemia del coronavirus, buena parte de la población mundial era confinada y, al poco, millones de urbanitas volvimos a mirar al campo. Y no solo por la fantasía de una vida tranquila: los debates sobre la despoblación de las ciudades pequeñas y el medio rural, la necesidad de nuevas formas de ganadería y agricultura por causa del cambio climático, la proliferación de grandes centros logísticos y de procesamiento de datos que requieren extensos terrenos, y la congestión y la histeria de unas ciudades dedicadas, cada vez más, a un turismo que excluye al ciudadano, han cuajado en el debate público prácticamente al mismo tiempo durante los últimos tres años.
Koolhaas ha escrito sobre todos estos temas en prosa y casi en verso: en La ciudad genérica, un texto publicado en 1995, anticipó buena parte de nuestros males presentes, desde las redes sociales a la ciudad devenida en enorme centro comercial. En 2024 la segunda parte de Countryside debutará en Qatar: “Cuando inauguramos la primera, el campo era casi un desconocido. Se suponía que todo aquel que no viviera en una urbe tenía que hacerlo. Ahora parece que queremos irnos de las ciudades y el campo se ha convertido en protagonista”, dice el holandés poco después de tomar asiento. Estamos en una sala de reuniones de sus oficinas en Róterdam: mesa blanca, paredes de cristal y vistas a esa ciudad cuyo variado skyline es como una especie de Lego para arquitectos.
Koolhaas está en la vanguardia de las discusiones desde hace 45 años, cuando Delirio de Nueva York, su primer libro, lo hizo famoso antes de haber construido nada. Tratado a la vez teórico y surrealista, el texto desmontaba la capital mundial de la sociedad de consumo y revelaba el talento de su autor para identificar fenómenos y bautizarlos con sarcástica precisión. Para Koolhaas la retícula neoyorquina era un “rígido caos”, un grandioso desastre obra de promotores sin escrúpulos y arquitectos megalómanos a merced de las leyes del mercado. Fue un éxito. Incluso la imagen de portada de la primera edición —el Empire State y la torre Chrysler acostados en una cama de matrimonio, dibujados por su entonces mujer, la artista Madelon Vriesendorp— se convirtió en un clásico de cierto pop art arquitectónico. Hoy, el autor prefiere la versión no ilustrada. “Es un libro de teoría”, sostiene.
¿Qué opina de Nueva York hoy? ¿Como modelo de ciudad? En realidad, nada. Ya no veo Nueva York como una realidad física, sino como el epicentro de ciertos valores a los que no me siento nada próximo.
Publicó el libro a los 34 años. ¿Cómo era usted entonces? Creo que era valiente, crítico, creativo y generoso. Cualidades que posiblemente sigan ahí, aunque modificadas, porque el mundo ha ejercido bastante presión sobre algunas de ellas. Cuando escribí el libro pensaba que lo que ocurría en nuestra parte del mundo era lo verdaderamente importante. Lo que había que saber. Y ahora tengo profundas dudas sobre cuál es la identidad de Occidente y lo que significa.
Hay imágenes en el libro, como los boxeadores desnudos comiendo ostras, que prácticamente se han hecho realidad: el auge de las apps de sexo, los gimnasios de lujo y los mercados gastronómicos son fenómenos actuales que pueden llegar a ocurrir bajo el mismo techo. Creo que sé captar las implicaciones de ciertos fenómenos, sean importantes o no. Soy afortunado en ese sentido. Fui periodista en los años sesenta y en aquella época solo podías explicar las cosas si las ponías en relación con temas más amplios. Había que saber interpretar la ciencia, por ejemplo. Y por supuesto era el momento de la semiótica. Creo que actuar como un aprendiz de semiótico es la llave de muchas cosas.
Koolhaas se reparte entre las ideas y lo construido, pero no siempre de forma equitativa. En 1995 S, M, L, XL —un faraónico tomo de 1.344 páginas que intentaba funcionar como un retrato “acumulativo” del presente de la arquitectura— casi lleva a la ruina a OMA (Office for Metropolitan Architecture), el estudio que fundó en 1975 con Elia y Zoe Zenghelis y Madelon Vriesendorp. Koolhaas creo AMO, de hecho, para atender las necesidades teóricas de su oficina y aplicar el pensamiento arquitectónico en libros, investigación y otros proyectos, arquitectónicos o no. Hoy OMA emplea a más de 300 personas, tiene sedes en Róterdam, Hong Kong, Nueva York y Australia, y Koolhaas es uno de sus ocho socios, aunque solo queda él del elenco original. OMA y AMO son complementarios y contradictorios, como su fundador: a pesar de su crítica al aceleracionismo capitalista, es imposible no mencionar en su trayectoria la colaboración con Miuccia Prada, dueña de la firma que lleva su apellido y líder de eso llamado lujo intelectual. Desde 2001, Prada y Koolhaas han trabajado en una sucesión de proyectos entre lo comercial y lo experimental. El primero fue Epicenter, una gran tienda en el SoHo de Nueva York, inaugurada pocos meses después del 11-S. Te recibía una hondonada de madera que abría el espacio al sótano y dentro había maniquíes en vitrinas colgadas, pantallas que eran casi instalaciones multimedia y una radical mezcla de materiales —mármol, aluminio, cristal, paneles de policarbonato—. Como si alguien hubiera administrado LSD al aséptico shopping de la época.
“Dada la variedad de sus intereses, se le queda corta la palabra arquitecto. Es como un enchufe en un mundo lleno de tomas de corriente”, dijo entonces Prada sobre Koolhaas a Vanity Fair. La revista lo definía como un rebelde cuya carrera estaba a punto de explotar: después de ganar el concurso de la Biblioteca Pública de Seattle, se había presentado a la ampliación del LACMA de Los Ángeles y en un futuro próximo inauguraría la nueva embajada de Holanda en Berlín. La Fundación Prada, terminada en 2018, ilustra la envergadura de la asociación y el grado de simbiosis al que han llegado arquitecto y clienta: siete edificios que alternan lenguajes antiguos y contemporáneos, ejecutados con lujosa precisión, ubicados en los 28.000 metros cuadrados que ocupó una destilería al sur de Milán. Un museo y centro cultural que aloja la colección de arte contemporáneo de la creadora y donde cada temporada celebra sus desfiles, a la sazón diseñados por Koolhaas (este año el arquitecto también diseñó allí Recycling Beauty, una exposición sobre arte antiguo comisariada por Salvatore Settis).
La Fundación Prada podría ser algo banal y sin embargo es todo lo contrario. ¿Es solo cuestión de visión? Hay que tener clara tu misión, pero lo fundamental es la educación crítica y la afinidad: llevamos 23 años trabajando con Prada. Tienes que ser consciente de los clichés que quieres evitar y luego desconectarte de cualquier expectativa. Me gusta lo que has dicho, porque el sentido de este proyecto es que podría ser una cosa, pero es otra. No entiendo cuando me acusan de neoliberal. Basta atender a lo que digo o considerar mis edificios. En ese sentido he sido un arquitecto muy chapado a la antigua: suelo trabajar para organismos públicos y, cuando trabajo con entidades privadas, es en proyectos que son públicos de algún modo.
Las tiendas que diseñó para Prada son como promesas de un mundo que no fue. Lo interesante de Prada es que el dinero no es lo único que les importa. Eso los hace especiales.
¿Era cliente antes de trabajar con ellos? No, aunque sí conocía la marca. Si eres un arquitecto como nosotros, si estás dispuesto a llegar a ciertos extremos para desarrollar ideas y llevarlas a cabo, al final no resultas muy comercial, o al menos no muy rentable. Siempre estuvimos al borde de la ruina hasta que, en 1995, nos declaramos en bancarrota. Vendimos la compañía a una empresa de ingeniería y a los tres años logramos volver a comprarla.
¿Qué pasó en ese tiempo? Pusieron un nuevo gestor y nos dieron apoyo financiero. El estudio empezó a ir bien y pudimos independizarnos. Pero lo que quiero decirte es que en términos comerciales fuimos al límite durante mucho tiempo, más o menos hasta que cumplí los 60. Me temo que vestir de Prada no era una opción.
¿Qué proyecto identifica con ese momento en el que las cosas empezaron a funcionar? Para mí es un misterio, porque en cierto modo yo ya era conocido desde Delirio de Nueva York y siempre pensé que, en algún momento, podría decir: ‘Vale, a partir de aquí las cosas van a ser más fáciles’. Pero esas expectativas resultaron ser falsas. Nunca ha sido fácil. Nunca hemos podido rechazar clientes. Nunca llegamos a ese momento de tranquilidad garantizada. Y creo que es porque, además de aportar un interés por la arquitectura, al mismo tiempo aportábamos crítica, lo cual hacía nuestra propuesta menos atractiva para muchos clientes. Posiblemente ahuyentábamos a tantos como venían.
La arquitectura hoy reivindica una especie de descentralización de la disciplina: fomentar puntos de vista que no solo sean los del arquitecto hombre, blanco, poderoso y nacido en un país rico. Que no solo interpele al ser humano ni tenga por qué ser a gran escala. Yo hablaría más bien del desmantelamiento de la arquitectura. En algunos de mis textos soy bastante crítico con esas mismas cosas. Hay infinitas pruebas de que tenemos que cambiar. De que todo debe cambiar: el lenguaje, los procedimientos, las prioridades, la estética... Pero es bonito porque, queramos o no, estamos todos en el mismo barco, y eso es algo que no pasaba desde hace mucho tiempo, y que podría crear... no sé si solidaridad, pero sí entendimiento mutuo.
¿Cómo se lleva su faceta crítica con OMA, un estudio internacional que trabaja en cientos de proyectos? Ahora mismo somos ocho socios y cada uno tiene su independencia, aunque también haya colaboraciones. Eso significa que si quieres verme a mí debes mirar lo que hago yo dentro del estudio, no lo que hace el estudio en general. Con esto no rechazo lo que hacen los demás, porque algunos proyectos son muy interesantes. Pero yo, con mi trabajo actual, intento abrazar las fuerzas de las que hablábamos, mejorar en términos de sostenibilidad y explorar nuevas posibilidades.
Durante años hubo un perverso sex appeal en el alto nivel de exigencia de las grandes firmas de arquitectura: muchas horas, mucha presión. Ahora está en entredicho. Bueno, ese sex appeal lleva desapareciendo más de 20 años. Ya no resulta atractivo, desde luego no para mí, y no tengo ningún interés en cultivar este tipo de atmósfera.
El carisma de Koolhaas ha contribuido a su personaje, igual que su talento para la polémica: “¡A la mierda el contexto!”, dijo sobre ciertas ideas más o menos superficiales de qué es lo que hace que un edificio pueda ser considerado respetuoso con su entorno, con el consiguiente revuelo. Su manera de hacer arquitectura —defiende el azar y aprender de la improvisación— refuerza la idea de autor, y su biografía ha sido glosada con fruición: una infancia entre Indonesia y Róterdam; educado en el sistema Montessori y en la escuela de cine; periodista, luego guionista y arquitecto solo al final. Incluso sus hábitos ya forman parte de la leyenda del arquitecto estrella, siempre volando o siempre ocupado; un hombre que anda rápido, nada todos los días y solo vuela en primera fila para poder salir antes del avión. “Dicen que siempre voy con prisa, pero ya he explicado que es para poder dejar tiempo libre para concentrarme”, se defiende. Koolhaas se levanta a las seis, sale a caminar y después coge su BMW 840i de 1997 —colaboró con la marca bávara en aquella época— y conduce desde Ámsterdam, donde vive, a Róterdam, donde trabaja y donde nació. Una ciudad bombardeada por los nazis en 1940, “de esas poblaciones que en la posguerra, como Frankfurt o como Berlín, legítimamente necesitaban arquitectura, y donde conviven varios lenguajes al mismo tiempo. Es como vivir en una especie de prototipo que ha sido reevaluado cinco o seis veces, algo con lo que simpatizo”, afirma. Y añade: “También me gusta que sea una ciudad barata, con población diversa y no tan definida por la economía como Ámsterdam”.
Usted ha hablado sobre la arquitectura como forma de diplomacia. ¿Lo sigue pensando? Esa pregunta tiene muchas implicaciones, porque he trabajado mucho en Rusia, China y Qatar, y los tres países están evaluados muy negativamente por parte de Occidente [OMA suspendió todos sus proyectos en Rusia en marzo del año pasado]. Pero esa evaluación no la comparte una proporción gigantesca del mundo. En África nadie habla de ello y gran parte de Asia piensa casi directamente lo contrario. Creo, cada vez más, que la arquitectura es diplomacia porque uno de los problemas más graves de la actualidad es que la diplomacia oficial ha desaparecido. En su lugar tenemos opinión, pero carecemos de la capacidad de comunicarnos. Hace un mes pasé una semana en China, fui uno de los primeros europeos en volver, y me di cuenta de que, allí, para una generación de jóvenes, Europa antes del covid era un lugar amable donde podían empezar como becarios o trabajar unos años. Y ahora se encuentran con un territorio hostil, una Europa que no parece querer recibirlos.
La China de hace diez años tampoco es la China de ahora. No, no lo es. Pero creo que no debemos contribuir negativamente a esa tendencia. Hace poco hubo dos visitas interesantes en Pekín: [Ursula] Von der Leyen y [Emmanuel] Macron. Ella dio un discurso durísimo una semana antes de ir, en el que dijo que las únicas áreas en las que Europa podía colaborar con China eran el cambio climático y la naturaleza. Y después Macron dio otro discurso, este sobre colaboración e independencia, sin omitir que Europa debe saber defenderse, pero no era un parlamento hostil. Ese es el enfoque que comparto, y me alegró ver que un europeo lanzaba ese mensaje.
¿Cómo se relaciona con el poder? No me fascina la gente poderosa. Me interesa la política, que está en todas partes, y tomo algunas decisiones según mi intuición en este sentido. No voy a fingir que todo es profundamente intelectual o nace de una investigación exhaustiva. Por ejemplo, en 2001, me encontré ante la disyuntiva entre resucitar el World Trade Center y proyectar la sede de la Central China Television [CCTV, que terminó por construir]. Tomé mi decisión porque había visto que EE UU estaba enfrascado en una visión de Occidente sobrevalorada y, a la vez, limitada. Había muy poca diferencia entre el interés propio y la ideología. Me interesaba más el otro lado. Como te digo, no me guié por quién tenía más poder sino por qué tendencia quería secundar.
Siempre ha defendido a la Unión Europea. ¿Cómo le ha afectado la guerra de Ucrania? Nada ha cambiado en mi apoyo a la UE, pero la situación cada vez es más compleja. Como organismo, es responsable del futuro de Europa pero solo en parte, porque cada país tiene su parcela de independencia. Esto puede ser un rasgo a favor, porque aprendemos a tolerar la ambigüedad y la pluralidad de opiniones, pero sobre todo es un rasgo de debilidad: es una pesadilla a la hora de operar como un solo organismo. Y, llegados a este punto, necesitamos operar como uno. Es una situación preocupante de la que no tengo ni idea de cómo salir.
En 1974, Koolhaas escribió un guion para el cineasta Russ Meyer: una loca historia en la que los árabes, tras la crisis del petróleo, se habían hecho tan ricos que compran todo el archivo de películas de Hollywood y, a través de una sofisticada tecnología digital, extraen a los actores de los viejos filmes para hacer nuevos, lo cual deja a todos los intérpretes reales sin empleo. El Gobierno se ve obligado a tomar cartas en el asunto y se compromete a hacer una última gran película en la que cada actor pueda encontrar un papel. “Ya entonces nos dimos cuenta de que, potencialmente, el mundo digital podía dejar a mucha gente en paro”, explica, dejando la taza de café entre hojas con dibujos en rojo. “Ahora parece que lo digital siempre llega como por sorpresa, pero a nosotros no nos sorprendió. Siempre intuimos que podía tener un papel fundamental”.