Fernando Tejero: “Era reacio a medicarme, no podía creer que yo tuviera que tomar antidepresivos”
El actor, que se define propenso al trauma, prepara varios papeles dramáticos mientras trata de alejar la tragedia de su vida
Fernando Tejero se presenta con el pelo decolorado, como un pollito, por exigencias de su actual rodaje. Alrededor, en el patio de la escuela de Cristina Rota, se sientan en el suelo a almorzar y charlar los alumnos que se forman en interpretación. Tejero (Córdoba, 54 años) fue una vez uno de ell...
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Fernando Tejero se presenta con el pelo decolorado, como un pollito, por exigencias de su actual rodaje. Alrededor, en el patio de la escuela de Cristina Rota, se sientan en el suelo a almorzar y charlar los alumnos que se forman en interpretación. Tejero (Córdoba, 54 años) fue una vez uno de ellos. “Qué emoción, me vienen muchos recuerdos”, dice a EL PAÍS. Desembarcó en Madrid a mediados de los años 90: venía los fines de semana y se hospedaba en una pensión de mala muerte, por Tirso de Molina, mil pesetas la noche, invadida de los efluvios de calamares fritos provenientes del bar de abajo. Entre semana regresaba a Córdoba, a trabajar en la pescadería de sus padres.
Eran tiempos de descubrimiento, en los que buena parte de la actual nómina actoral española pasaba por aquellas clases en el madrileño barrio de Lavapiés. Allí hizo contactos y amistades y empezó a colaborar con la compañía Animalario, de Alberto San Juan, Andrés Lima, Guillermo Toledo, etc. Descubrimientos no solo en lo profesional: “También me conocí más a mí mismo, me escuché más, acepté mi homosexualidad: en Córdoba tenía novias, aquí empecé a tener novios”, cuenta. Era, en definitiva, ser joven y ser artista. Y era también currar el resto del tiempo en un supermercado.
Tejero se define como tímido e inseguro, propenso al trauma. “Llevo muchas piedras en la mochila”, dice, “pero esta profesión me ha hecho ser una persona que no habría sido de otra manera”. A pesar de este carácter algo taciturno, despuntó, por los azares de la existencia, en papeles de comedia, por lo general menos valorados por la crítica y los premios (eso sí, recibió el Goya por Días de fútbol y otros galardones por la serie televisiva Aquí no hay quien viva). Hasta que empezó a rechazar esos papeles para la gran pantalla, para no repetirse, para explorar nuevos territorios: le ofrecían hacer siempre la misma película. Así que haría tele y produciría teatro. “Lo bueno de mi papel en la tele es que atraía a gente joven al teatro, a obras que yo hacía de Chejov o Ionesco, era mágico”, dice Tejero. “Lo malo de la tele es que te encasilla en los personajes, sobre todo si tienen éxito, como si uno no quisiera ya hacer nada más”.
Ahora le están saliendo papeles dramáticos. Por ejemplo, en la película La piel en llamas, dirigida por David Martín-Porras y adaptada de la obra de teatro homónima de Guillem Clua, en la que Tejero interpreta a un depredador sexual. O en el rodaje en el que trabaja actualmente, la película Lobo feroz, un thriller asfixiante dirigido por Gustavo Hernández; además de otros proyectos que todavía están por definirse. “Los actores no somos de comedia o de drama: somos actores”, explica.
Tejero, el tipo atribulado, habla ahora con calma y transmite cierta serenidad, sinceridad extrema. ¿Drama en la ficción? Vale, pero en la vida real mejor no tanto. Hace unos años, después de una serie de desgracias en su entorno, cayó en las garras de la depresión. “Era reacio a medicarme, no podía creer que yo tuviera que tomar antidepresivos”, recuerda, “ahora creo que es importante hablar de esta enfermedad, verbalizar el problema que mucha gente sufre, que es el mal de nuestro tiempo”. Después de año y medio pudo dejar la química, que sustituyó por el deporte. “Tampoco me imaginé nunca que iba a acabar haciendo ejercicio todos los días”, bromea. Pero sigue en el camino del autoconocimiento, a través de terapias y meditaciones varias: necesita alguien que le ordene el interior del cráneo. Ha aprendido a vivir en el aquí y ahora. Rescataría cosas del pasado, pero nunca volvería atrás. “Llegué a llorar mirándome al espejo, mientras me afeitaba, de la tensión”, dice. Ya no.
“Es curioso, pero, más allá de todo el sufrimiento por la pandemia, del miedo a que le pasase algo a mis padres, a mí el confinamiento me sentó bien: tenía la cabeza a mil por hora, y me dio paz”, confiesa. Fueron tiempos para frenar y relativizar, darle la importancia justa a las cosas, aprender a estar tranquilo en el sofá, sin hacer nada y sin sufrir angustias, a dejar de quejarse. “Yo estaba muy instalado en la queja, es algo que voy eliminando”, dice. Y le dio por releer libros olvidados, por revisar películas clásicas del cine. Por la noche sacaba a pasear a sus tres perras (Pepa, una westie y las pomeranias Lía y Lúa): en la oscuridad y el silencio de la ciudad parada respiraba muy hondo y se sentía tranquilo. “El confinamiento supuso un antes y un después en mi vida”, asegura.
¿Cómo se ve en el futuro? “Antes pensaba que quería morir con las botas puestas, trabajando. Ahora quiero irme a un sitio entre el mar y la montaña, estar cerca de la gente a la que quiero... y rodeado de perros”. Cuando finaliza el encuentro señala la entrada de la Sala Mirador, el espacio teatral de la escuela de Cristina Rota. “Ahí actué por primera vez en público, en La Katarsis del Tomatazo”, recuerda. Es un espectáculo, todavía en cartel, en el que los actores primerizos se bandean y el público puede tirar tomates. “Y vaya si los tiran”, dice Tejero, “vaya si los tiran…”