La más alta y refinada experiencia gastronómica estival se sirve en plato de plástico
Los placeres del verano: helados, sandia, pescadito y hules, cortinas, tumbonas, neveritas, chancletas, viseras, platos, copas, cubiertos...
A lo largo del año escribimos sobre gastronomía desde la perspectiva del placer y del entretenimiento, desde los conflictos, las colisiones, los dilemas y los asuntos peliagudos con los que enraíza. Unas veces lo hacemos desde el “cómo está la vida”, otras desde el “un día es un día”. Hablamos de lo concreto y tangible, la química, la dietética, los hábitos, la nutrición, las normas, y de lo simbólico, la fiesta, la celebración, el despiporre, lo tabú y lo ritual. Montados en el péndulo que oscila, bamboleante, de tradición a modernidad, de creatividad a costumbre, de personal a colectivo, de privado a público, llenamos páginas y páginas de tinta sobre una cosa tan trivial, cotidiana y mundana como la comida, algo que atraviesa los cuerpos y las vidas de todos y cada uno de los seres humanos que han poblado, pueblan y poblarán el mundo, para terminar constatando, una y otra vez, la cualidad poliédrica de todo lo concerniente a comer, desde los grandes bancos de atunes rojos hasta las miguitas de pan. La misma cualidad poliédrica que tiene cualquier otro objeto de deseo, cualquier otro tema de conversación. Con irrelevancia de la cara del prisma que una elija contemplar, sea cual sea la vertiente que una prefiera del objeto de la propia escritura, si se rasca un poco, si se osa ir un poco más allá de la superficie, al fondo una encuentra, siempre, la vida. Entera, toda ella, y sin paliativos.
Allende las percepciones concretas en el paladar, dulces son abrazos y victorias. Amargas, derrotas y traiciones. Ácidos, los mejores chistes y los temas más brillantes de King Crimson. Picante puede ser lo que viene después de la cena, más que lo que pudiese haber en el plato, y salada, la amiga que hace tiempo que no veías y que aquí está, de vuelta en el pueblo, dispuesta a pasar un verano que se adivina histórico. Hablar de gastronomía estival no es hablar de comida, es hablar de alegría.
Los helados proliferan en julio y agosto por el mismo motivo que las setas lo hacen en otoño: porque se dan las condiciones que necesitan para prosperar, eso es, el levantamiento de las restricciones. Solo en verano se les permite a los niños bajar a la heladería cada tarde a por un cucurucho de chocolate o de frambuesa sintética. La leche, la base del helado, es el jugo que liga salsas, nutre bebés y restaura espíritus el resto del año. Es la encarnación del mito parsifaliano, la fuerza de la inocencia, la quintaesencia de lo que hoy llamaríamos alimentos funcionales y, por lo tanto, archivados en la carpeta de salud antes que en la del placer. Solo puede ser consumida en verano después de haber renegado de su vocación de nutrir y habiendo abrazado la del regocijo: en forma de emulsión cremosa, multicolor, sólida y fundente, transportadora de goce dulce, madre de todas las manchas y chorretones, fruslería superflua, bisutería, porque, si no, sería pecado.
La temporada de la sandía es el verano, no porque así lo dicten ni la climatología, ni el ciclo de sus semillas ni la rueda de los cultivos. Lo es porque el sabor de la sandía mejora sustancialmente cuando ésta se consume a dentelladas, en sandalias y camiseta de tirantes, quedando el sujeto comedor pringoso del ombligo a la frente. La sandía es un ser que vive en estricta simbiosis con las camisetas viejas y desteñidas. Las sandías no estarían tan ricas si uno tuviera que preocuparse de no mancharse las mangas de la camisa o el cuello vuelto del jersey de lana.
Verano es tiempo de devorar pescadito frito no porque chopitos, cazón, chanquetes o boquerones brillen especialmente en esta época, sino porque el verano es ese tiempo de excepcionalidad en el que, si se tienen entre cinco y quinientos años, se suspenden la obligación de llevar calcetines, la de usar cubiertos, la de comer a una hora decente y la de guardar algo de hambre para la verdura de la cena.
Hules, cortinas, tumbonas, neveritas, chancletas, viseras, platos, copas, cubiertos… Verano es la temporada reina del plástico. Sin importar lo que guías, reportajes, rankings, personalidades ilustres o respetadísimos enólogos hayan podido afirmar, yo soy incapaz de evocar ningún recuerdo de consumición de champán en vaso de plástico que no sea en una fiesta y no sea memorable. Así como durante el resto del año el vino compartimenta, separa y distingue, el vino de veraneo, el popular, el que viene sin etiqueta y se sirve en copas de dos piezas desmontables, une.
El plástico en verano derrumba el mito en torno al que se inventó la imitación, el de aspirar a recrear o emular con menores costes las sustancias más lujosas. Ahí están los restos de la imagen impresa de Rayo McQueen, desgastada por el estropajo y el lavaplatos, para atestiguar que ese plato rojo de plástico rígido nunca quiso parecerse al de cerámica ni al de cristal. Nació siendo especial y haciendo de su diferencia motivo de orgullo. El plato de plástico que te acompaña esa media hora que pasas de plantón en la canícula, esperando el arroz de la paella popular entre el gentío, nunca ha sentido complejo de inferioridad alguno ante sus colegas de cerámica o de vidrio. Nació para sostener y asistir a lo común, no para lo exclusivo. Su sino es el de favorecer el paso de mano en mano y el tránsito del cesto al maletero, del maletero al mantel en el suelo, del mantel en el suelo al regazo, y de allí, ya sucio, saciado y feliz por haber cumplido con su cometido, al estuche que lo guardará, después de haber pasado por el fregadero, hasta la bacanal siguiente.
La más alta y refinada experiencia gastronómica estival es la alegría. Consumámosla sin ningún tipo de moderación.
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