Odio la cocina de inducción

Quiero poder inclinar una sartén sin que pierda calor, para poder dar forma a una tortilla. Quiero poder usar tanto mi paellera chula como la cazuela de barro. Quiero mi olla favorita de vuelta

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

Una de las peores quemaduras que he sufrido en la vida fue en una cocina de hotel, hace 378 años. Toda soltura y nervio, y con esa falsa sensación de poderío e invulnerabilidad que da el tener 19 años, tiré con decisión de una de las asas de la olla grande del fumet de pescado, sin trapo ni guante ni nada, que hervía con alegría desde hacía media hora, para acercármela y echarle un vistazo. No vi que la llama que salía del fogón, a máxima potencia, llevaba un rato rebasando el culo de la olla, asomando por uno de los laterales, y dejando esa agarradera al rojo vivo. La solté de golpe, la miré, ahogando un grito, y ahí estaba: una impresión perfecta y en relieve de mis dedos pegada al metal. Eso, con una cocina de inducción, no te pasa. Tampoco se te ennegrecen las puntas de las cucharas de madera si las dejas apoyadas de cualquier manera, ni se te funden los mangos de las sartenes cuando no quedan bien centradas, ni al soltar el trapo arrugado con el que has movido la paella se te aparece un agujero humeante troquelado a imagen y semejanza de Formentera. Dicho esto, odio la cocina de inducción. Visceralmente.

En la vida, hay épocas en las que parece que todo son desgracias. Y mira que el otro día volvía de la pescadería bien contenta por haberme agenciado un par de sepias que me iban a dar un arroz de campeonato. Pero al llegar a casa y abrir la puerta me encontré con una grieta atroz partiendo el techo en dos de lado a lado y hasta el suelo. Dejé las bolsas en el rellano, cogí el perro, el hámster de mi hija y una bolsa del Ikea de las azules atiborrada de braguitas, calcetines y camisetas y me planté en casa de mi novio a mendigar cobijo. Llevo dos semanas viviendo en precario y sin poder entrar en mi casa más que de forma esporádica a recuperar algún bártulo, pero lo peor de todo es que el colega tiene una cocina de inducción.

No es porque sí que he mencionado las sepias, que visto el percal ese día fueron de cabeza al congelador. Anteayer las recuperé pensando en hacer un arroz al día siguiente. Me planté delante de la tabla de corte, les pasé un agua a los bichos y los corté a daditos. Les saqué la salsa para el sofrito, reservé la tinta para otra ocasión, piqué ajos y pimiento rojo para una salmorreta rápida y cogí mi vieja paellera de acero pulido que tantas alegrías me ha dado en la vida. Al agarrarla me di cuenta de lo estúpido de la situación. Maldije esa superficie negra de cristal cerámico lisísima con todas mis fuerzas.

Hice un viraje brusco. En vistas a la situación y a los ingredientes, decidí sacar una bolsa de guisantes congelados y convertir esa sepia y esa salmorreta en un estofado. Con una picada de avellanas, ajo frito, perejil y pan tostado aún podía salvar el día con un guiso de cuchara decente. Tiré de mi cazuela favorita, una de aluminio fundido con revestimiento antiadherente, construida de una sola pieza. Arranqué el sofrito y puse a pochar la sepia. Al cabo de media hora de cocción tapada, y con la ayuda de un vasito de vino blanco, se ablandó. La placa hacía ruidos extraños, pero en mi enfurruñamiento estaba decidida a no prestarle atención. Proseguí a añadir los guisantes al guiso, con el agua justa para cubrirlos. Entre el sofrito, el vino, la sepia, su salsa y la picada que le añadiría al final, ese jugo, pese a no ser caldo, tendría una potencia de sabor más que suficiente. Cuando el estofado estuvo listo, apagué el fuego (expresión que quién sabe si dentro de poco se habrá convertido para siempre en metáfora) y aparté la cazuela de la fuente de calor.

Algo no iba bien. La cazuela no vino hacia mí como lo había hecho a lo largo de tantos años de convivencia, sino que trastabilló. Tomé dos trapos, la así por los dos lados, la sostuve en el aire y la miré. El fondo estaba completamente abollado y resquebrajado. La inducción no solo me había dejado sin arroz, sino que se había llevado mi mejor cazuela. Quien haya tenido una cazuela favorita en algún momento de su vida me entenderá cuando digo que tuve ganas de llorar y de gritar.

Odio la cocina de inducción. La odio con todas mis fuerzas. Quiero poder inclinar una sartén sin que pierda calor, para poder dar forma a una tortilla. Quiero poder usar tanto mi paellera chula como la cazuela de barro. Quiero mi olla favorita de vuelta. Y me da igual que el agua de hervir lo haga en 7,2 segundos y no en tres minutos. Llevo 20 años sabiendo que el tiempo es relativo, que el pan no se va a tostar mientras lo esté mirando, y que en cuanto salga un segundo de la cocina y lo pierda de vista quedará carbonizado. Así es como me gusta.

La cocina de inducción puede ser todo lo eficiente que quiera. Seguirá resultando más cara que las tres bombonas de butano al año que me cuesta comer casero cada día de mi vida. Es cierto que quemar gas no es sostenible a nivel climático: las emisiones anuales de metano de las cocinas de gas, solo en los Estados Unidos, que es de donde tenemos datos, son similares a las de medio millón de coches. Lo curioso del caso es que esa cantidad de emisiones son las que lanza ese país a la atmósfera en solo tres horas y media. Por poner el dato en perspectiva.

Algunos subproductos resultantes de la combustión de las cocinas de gas provocan asma en los niños, dicen algunos estudios; datos que recientemente han causado cierta alarma. Los mismos estudios, en sus conclusiones, afirman que una posible solución sería el uso de un sistema de ventilación o extracción, o sea, una campana extractora como la que tenemos todos.

A ver si con respecto a la cocina se nos va a permitir ponernos sentimentales con los guisos de las abuelas, con las libretitas de recetas escritas a mano, con las experiencias tecnoemocionales en restaurantes, con las conjunciones astrales al compartir el postre, o con viajar a la infancia mediante el olor de un bollo, y vamos a tener que ponernos fríos y racionales con esto, y en base al único argumento realmente sólido que sostiene a la inducción: el hecho de que es más fácil de limpiar. En lo que a inducción se refiere, no necesito más tiempo de adaptación ni más argumentos racionales, lo que necesito es un martillo más grande.

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