La belleza del retrato botánico: cómo fotografiar plantas conserva el jardín fresco en la memoria
El objetivo de una cámara es ideal para apreciar la evolución de una flor, saber cómo avanza o retrocede una enfermedad y saciar la sed de conocimiento de los más curiosos
Miles de miles, miles de millones, billones. Fotos y más fotos se agolpan en las memorias de los móviles, de los ordenadores, de las tabletas. Gigas y gigas de información visual, a las que se les añade los metadatos de la localización, del tipo de cámara, del obturador y de la velocidad de disparo de la lente. Y en muchas de estas imágenes las grandes protagonistas son las plantas, sobre todo si la persona propietaria del aparato fotográfico es amante del mundo botánico que le rodea.
La fotografía siempre ha sido una herramienta de lo más útil a efectos educativos, ya que con ella se registran detalles que en numerosas ocasiones pasan desapercibidos al ojo humano. En el ámbito jardinero, un objetivo macro que permita aumentar lo minúsculo depara un placer infinito que sacia la sed de conocimiento de los más curiosos. Bajo una lente poderosa, el pelo urticante de una ortiga (Urtica dioica) se transforma en una espada tallada en el cristal del cuarzo más puro, y la punta hialina de ese dardo asusta hasta al más valiente. Asimismo, la superficie de una hoja o los intrincados órganos sexuales de una flor cualquiera pasan al terreno de lo surrealista, de la invención prodigiosa de la naturaleza para crear lo indecible y lo impensable. De esta forma, el jardín se multiplica en belleza, con el regalo visual de lo diminuto.
La fotografía es también un recurso ideal para ver la evolución de una planta a lo largo de los años. Por muy acostumbrado que un jardinero esté a observar plantas, siempre, siempre, se asombra de la transformación que acontece en alguna de sus especies favoritas cuando observa detenidamente una foto de hace un par de años: “¡No me puedo creer que haya crecido tanto! ¡Si parecía que solo estaba un poquito más grande!”. Claro está, la familiaridad con la planta —eso de verla todos los días en casa— hace que no se aprecie el progreso real del vegetal, especialmente si tiene numerosas hojas, como en un ficus (Ficus spp) o un poto (Epipremnum aureum). Cuando se activa la función de recordatorio en un móvil y el cachivache enseña cada día las fotos que se tomaron hace exactamente un año, o hace cinco, la sorpresa por el avance de las queridas plantas se hace cotidiana.
Habrá ocasiones en las que aparezca el recuerdo de una planta que ya no está, bien porque se regalara, bien porque falleciera por cuidados inapropiados o por su propio ciclo vital. En ese momento, el espectador meditará sobre la fugacidad de la vida, sobre lo trillado y lo que queda por trillar, y la hermosura de aquella planta vuelve a florecer en el pensamiento del jardinero.
Si se toma la costumbre de fotografiar una misma planta cada mes puede ser una labor educativa de primera para un chaval, que así se iniciará en la comprensión del reloj tan diferente que tienen las plantas con respecto a los humanos. Después, reunidas esas fotos, se aprende de por dónde ha crecido más, por dónde ha tirado más hojas y ha cesado en su desarrollo… Todo un ejercicio bello y único de admiración.
En la misma línea, la fotografía es valiosa para ver la mejora o el empeoramiento de una enfermedad: cuando la planta caiga presa de algún hongo o de un desequilibrio por un mal cuidado, sacar instantáneas en los días sucesivos ayudará a distinguir si el proceso remite o va a más. Las fotos son también gratificantes después de aplicar un abonado, para comprobar el resurgir de la vegetación por la mayor disponibilidad de nutrientes, el surgir de las yemas que se multiplican y que lustran las nuevas ramillas, a las que seguirán las flores.
Hay auténticos profesionales del retrato botánico que ejecutan virguerías de cámara rápida (time lapse) y que ilustran desarrollos vegetales como la germinación de una semilla, la maduración y apertura de un capullo de flor o el crecimiento de un tallo. Para ello, y empleando a veces miles de fotos de una misma planta, unen todas esas imágenes para generar un vídeo que condensa los días y las semanas en tan solo unos pocos segundos, y se ve crecer una encina (Quercus ilex) desde la emergencia del tallito a partir de la bellota hasta la brotación de las hojas.
Si esta última técnica es demasiado sofisticada, también se puede recurrir a sacar una foto cada día de algunas semillas recién germinadas, y encargar esa tarea de seguimiento a alguien que no preste especial atención a las plantas; quizás así se enamore de sus mágicos procesos cuando reconozca lo mucho que hacen con pocos recursos y en muy poco tiempo.
Cuando se contempla un jardín cualquiera, aunque sean unas macetas en una terraza o en la repisa de una ventana, y después se examinan fotos de cómo estaba hace tiempo —antes de la llegada de las plantas o al poco de iniciar la colonización de ese espacio—, la conclusión es definitoria: qué de belleza aportan, qué de buenos momentos de disfrute. En un episodio de estrés cualquiera, mirar por la ventana y ver una nueva flor de alguna planta mimada lo aquieta todo, y se graba en el recuerdo, como la impresión que dejan los píxeles en la memoria de un teléfono, para conservar siempre el jardín fresco.