Placeres de verano | Dónde está la culpa que yo la vea
Es una estación peligrosa, el verano. Uno llega al otoño siendo un poquito peor persona: más egoísta, más vago, más relajado moralmente, más alcoholizado, más bronceado y peor alimentado, definitivamente peor alimentado
Una de las características del verano o de las vacaciones, del tiempo sin deberes, es la disolución de la culpa. La culpa es para el invierno, para el trabajo, para los habituales asuntos domésticos de los que nos encargamos rutinariamente. Pero ...
Una de las características del verano o de las vacaciones, del tiempo sin deberes, es la disolución de la culpa. La culpa es para el invierno, para el trabajo, para los habituales asuntos domésticos de los que nos encargamos rutinariamente. Pero sin rutina, sin reloj, sin obligaciones, ¿de qué manera puede haber culpa? Es una estación peligrosa, el verano. Uno llega al otoño siendo un poquito peor persona: más egoísta, más vago, más relajado moralmente, más alcoholizado, más bronceado y peor alimentado, definitivamente peor alimentado: solo Dios sabe —y la ciencia está empezando a saber— qué peor carácter nos da una flora intestinal a la deriva, rota, estupefacta por el ritmo suicida de los churrascos de cerdo que caen a plomo antes de dormir junto a una bandeja nocturna de patatas fritas y chimichurri. Si el alcohol y la droga ha acabado convirtiendo a muchos varones españoles en expertos mundiales en cunnilingus, las cenas tardías de carnes varias y patatas fritas han rematado su conversión en raza superior, haciendo de su estómago algo indescifrable, intraducible, blindado. Con una esperanza de vida de 42 años, eso sí.
Todo esto lo resumió hace muchos años, sin ocupar una página ni darle tanto (o tan poco) a la cabeza, un genio español llamado Miguel Gila cuando hablaba de las fiestas del pueblo y contaba la broma que le gastaron al Indalecio diciéndole que los cables de alta tensión eran para colgar la ropa. “Que no sople nadie hasta que llegue el juez”, dijo el alcalde cuando Indalecio cayó al suelo y su padre, “que también había sido bromista”, decía la frase imperecedera: “Me habéis matado al hijo, pero lo que me he reído”. Ahí estaba la verdadera relajación de las costumbres, incluida la costumbre de no reírse del dolor, el daño o el luto. Son fiestas, todo vale; es verano, casi todo.
Quizá quien más lejos fue en llevar el rock&roll en verano fue un personaje insospechado. Vamos allá. Hace muchos veranos, creo que 14, entrevisté para Diario de Pontevedra a Mariano Rajoy, entonces líder de la oposición a Zapatero, en su apartamento de Sanxenxo. Entrevista ligerita, veraniega, si bien bastante productiva. El momento más delicado fue cuando le pregunté por los excesos del verano, algo que siempre había querido preguntar a Rajoy. Él, que estaba leyendo en la terraza una biografía monumental de Romanones y fumando un puro que dejó en el cenicero junto al suelo, miró a los lados, bajó la voz y dijo: “Cuando pido el pulpo, claro, luego es difícil resistirse a coger el pan y pasarlo por el plato, y eso hace que coja algunos kilillos”, cito de memoria. Las sopas, efectivamente: la tentación del barco. Romper el pan por la mitad, abrir media barra y frotar el aceite con pimentón del pulpo delante de la mirada alucinada del resto de comensales, de tal forma que al devolver el plato a la cocina no den crédito: qué ha pasado aquí, brilla más que cuando lo compramos.
Rajoy daba en el clavo. El manjar es el pulpo, lo rico es el pulpo, el pulpo es el invierno: algo nutritivo, sano dentro de lo que cabe; se hacen sopas, pero con culpa: el lunes hay que bajar este exceso. El verano, sin embargo, es el pan frotándose con felicidad en el caldillo, la tentación sin culpa, caer sin remordimientos en la felicidad más excelsa, que es la felicidad autodestructiva: dentro de un mes empezaremos a bajar este exceso. Y ese es uno de los placeres más controvertidos del verano: la hipoteca. Adeudar cosas morales, físicas, metafísicas; anteponer el gusto inmediato sin pensar en el precio que te costará porque empezarás a desembolsarlo en otoño y para eso aún quedan unas semanas, y además en otoño empiezas el gimnasio, la dieta semivegetariana, te encerrarás en casa los fines de semana a ver series y leer libros, saludarás a todo el mundo con una sonrisa, quedarás con esa gente con la que nunca te apetece mucho quedar porque no se lían, verás documentales científicos, te suscribirás a algunas revistas y te comprarás una bicicleta de marchas para hacer cicloturismo los domingos con los amigos que tienen entre tres y cinco hijos, si te queda alguno; ven, ven aquí, ven aquí para que te hable como un padre: por los cojones. El primer domingo de septiembre estás comiendo dos pizzas en medio de una resaca que no sabes ni por dónde llegó. Ya es tarde, amigo. Ya es tarde, incluso para que distingas el verano del invierno. La culpa se fue y no volverá nunca. ¿Y qué somos sin culpa? Exacto: felices. Hasta los 42 años por lo menos.