Las malas hierbas no existen: un futuro sostenible exige cambiar el concepto de jardinería urbana
No existe planta indeseable a ojos de la sostenibilidad, por lo que hay que pensarlo dos veces antes de arrancar un cardo borriquero o un diente de león de un parque, ya que son las que hacen posible la precisión del reino vegetal y garantizan que haya polen ininterrumpidamente
El jardín perfecto es anárquico, libre, espontáneo, asilvestrado… Tal vez André Le Notre, el más brillante empleado del rey Luis XIV y diseñador de los jardines de Versalles, no estaría de acuerdo. Pero, visto con los ojos de la biodiversidad, su creación merecería un suspenso. Porque u...
El jardín perfecto es anárquico, libre, espontáneo, asilvestrado… Tal vez André Le Notre, el más brillante empleado del rey Luis XIV y diseñador de los jardines de Versalles, no estaría de acuerdo. Pero, visto con los ojos de la biodiversidad, su creación merecería un suspenso. Porque un vergel sostenible nunca es inmaculado.
En un paisaje ideal, las llamadas malas hierbas —esas que surgen espontáneamente en pastizales, suelos pedregosos, cunetas, descampados, en las grietas del asfalto, en las juntas de los adoquines o que perturban con su presencia el esmero de un jardín— son de todo menos malas. Aparentemente insignificantes y de belleza emancipada, son estas plantas imprevistas e imprevisibles las que hacen posible la precisión del reino vegetal. Y con ello de todos los ecosistemas. La biodiversidad no florece en parterres geométricos, en parques atildados ni en pulcros cultivos, sino en el territorio residual e indómito del verdor silvestre.
“Nuestra actitud para con las plantas es muy estrecha de miras”, escribía en 1962 Rachel Carson en Primavera silenciosa, texto de culto y alegato ecologista cuyo discurso está hoy más vivo que nunca. “Si vemos utilidad en ellas las cuidamos, pero si estimamos indeseable su presencia las condenamos a la destrucción. Muchas son exterminadas porque según nuestra visión miope están en el lugar equivocado y en el momento inadecuado”, añadía. En la misma línea se expresa César del Arco, biólogo y especialista en jardines botánicos: “Cualquier hueco de la jungla de cemento tiene que ser ocupado por diversidad. Y esta diversidad puede ser en forma de malas hierbas, que nos van a dar muchos beneficios”.
Aprender a mirar a las malas hierbas
El diente de león (Taraxacum officinale), la acedera (Oxalis corniculata), el geranio silvestre (Geranium molle), la malva (Malva sylvestris), la cimbalaria (Cymbalaria muralis), el cardo borriquero (Onopordum acanthium), la correhuela (Convolvulus arvensis) o la zanahoria silvestre (Daucus carota) son ejemplos de malas hierbas. Pero, ¿y si las mirásemos de otro modo?
“Estas plantas proporcionan alimento y refugio a aves, insectos y polinizadores”, explica Del Arco. “En pleno verano, cuando está todo agostado, en las grietas de las ciudades es posible ver verrucarias (Heliotropium europaeum) y pimpinelas (Anagallis arvensis) en floración, a cuarenta y pico grados. Otras sobreviven en los días más fríos del invierno. Soportan condiciones de maltrato: altas concentraciones de nitrógeno, pisoteos, suelos paupérrimos… y aun así salen adelante. Son supervivientes que garantizan que haya polen ininterrumpidamente, apoyando el ciclo de los ecosistemas”.
Además, evitan la erosión. “Al eliminar esa flora espontánea que no gusta porque está malentendida estamos empobreciendo el suelo, porque un terreno desnudo se compacta, el agua no se filtra y los nutrientes no penetran”, añade. Por si esto fuera poco, añade que aumenta el riesgo de incendios. El daño alcanza sus cotas máximas cuando se eliminan con herbicidas, ya que los químicos que se filtran contaminan los acuíferos.
Los espacios verdes, okupas del asfalto
Las ciudades pueden jugar un papel esencial como motores del cambio hacia un planeta más sostenible. Promover cierto asilvestramiento en nuestras urbes permite que aniden mariquitas, avispas, mariposas y pájaros que mantienen a raya las plagas, evitando que haya que aplicar pesticidas.
César del Arco aboga por promover un cambio de tendencia en la gestión de espacios verdes urbanos. “La clave es la educación. Porque si dejamos un solar abandonado sin ofrecer una interpretación de lo que está pasando allí resulta difícil que la gente aprecie su importancia. Hay que dar a conocer la suerte de tener esos espacios, divulgar cómo van prosperando decenas de especies de mariposas, cómo anidan jilgueros y gorriones. A estos pájaros les encantan los cardos, pero su población está mermando por escasez de alimento. Esto es un indicador de que estamos haciendo algo mal”, lamenta.
Una buena estrategia en las ciudades es sustituir el césped por praderas floridas. “El césped consume mucha agua y necesita siegas frecuentes; las praderas son más sostenibles”, explica el experto. Otra tendencia son los alcorques vivos, en los que se deja crecer vegetación espontánea. Así se simplifica el mantenimiento y se potencia la biodiversidad.
¿Por qué no abrazar la idea de lo que sería la antítesis del parque tal y como lo entendemos hoy en día? ¿Por qué no dar cabida al “tercer paisaje”, como lo bautizó el botánico y paisajista Gilles Clément? Hacer hueco a espacios verdes como la esperanza, y no solo en sentido literal, ya que son “el único reducto de resistencia frente al suelo urbanizado y los herbicidas capaces de garantizar el futuro biológico”, asegura Clément.
El camino hacia un futuro sostenible
Ortigas, bledos y cenizos surgen en los huertos y en los jardines compitiendo con las especies cultivadas. “Una fórmula para evitarlo es aplicar acolchados”, explica César del Arco. Para beneficiarnos de su potencial, la mejor opción es quitar de forma mecánica las que estén más cerca de las plantas cultivadas, “dejando en los márgenes bandas de malas hierbas, porque ahí es donde se van a refugiar los predadores de plagas y donde van a anidar los pájaros que se comerán a los gusanos”.
El foco se extiende más allá de las ciudades. “Rociar las cunetas con herbicidas con la excusa de prevenir los incendios supone esquilmar la biodiversidad a lo largo de kilómetros”, asevera Del Arco. Las cunetas deben segarse y desbrozarse puntualmente, pero no calcinarlas sistemáticamente con químicos que se acumulan en el suelo. Los herbicidas acaban con muchos animales, no solo insectos, también anfibios que ponen sus huevos en las charcas que se forman en las cunetas durante las lluvias. O con los escarabajos peloteros, que son los que entierran las semillas que renuevan el manto vegetal. “Estamos matando a los recicladores del suelo y haciendo que los pastizales se empobrezcan. Para estos terrenos baldíos de los márgenes de las carreteras y las periferias de las ciudades, por ejemplo la Casa de Campo de Madrid, el pastoreo es una muy buena alternativa que habría que poner encima de la mesa”, añade el especialista.
El camino hacia un futuro sostenible exige cambiar desde la base el concepto de jardinería urbana. “La flora que coloniza los espacios abandonados en España reúne más especies que todas las catalogadas en la Bretaña francesa”, apunta Del Arco. “En solo un metro cuadrado puede haber 30 especies espontáneas diferentes. Eso son muchas historias que contar, muchos aliados”, añade.
Las ciudades, sus parques y nuestros jardines tienen que pensarse de otra manera. Debemos introducir en el diseño de espacios verdes la dimensión funcional, que no tiene por qué estar reñida con la estética. De hecho, muchas de nuestras malas hierbas se están usando con éxito por paisajistas europeos que aprecian su belleza. Una ciudad sostenible puede ser colorida y sorprendente. Pensemos en una orgía de mostacilla, malvas y amapolas en primavera al doblar cualquier esquina en la ciudad. Un espectáculo.