Del “yo soy progay” al “no me escondo por amar”: las folclóricas como aliadas del colectivo LGTBIQ+

El paso al frente de la cantante María del Monte se suma a una larga lista de gestos y declaraciones a favor de esta comunidad de grandes divas cañí como Rocío Jurado o Lola Flores

Rocío Jurado, en 1976, con uno de esos vestidos cuajados de brillos y sensualidad que pronto la encumbraron como renovada diva gay.Foto: Getty

Lola Flores quería que, una vez fallecida, la pusiesen en el teatro Calderón de Madrid para que pasasen “los mariquitas” que la querían mucho y dijesen “¡ay, qué lastima!”. Marujita Díaz, en esa pulsión que tenía por estar en el candelero, se declaró “tortillera” y consumidora de “almejas naturales, pinchitos de tortilla, arroz con conejo”. ...

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Lola Flores quería que, una vez fallecida, la pusiesen en el teatro Calderón de Madrid para que pasasen “los mariquitas” que la querían mucho y dijesen “¡ay, qué lastima!”. Marujita Díaz, en esa pulsión que tenía por estar en el candelero, se declaró “tortillera” y consumidora de “almejas naturales, pinchitos de tortilla, arroz con conejo”. Rocío Jurado paró en seco el previsible chiste sobre homosexuales y se puso solemne para proclamar en pleno prime time de los 2000: “Yo soy progay”. Desde la Transición, muchas folclóricas han cerrado filas, a su manera, en torno al colectivo LGTBIQ+, pero hasta el pasado viernes ninguna lo había hecho para decir que, aparte de acoger con gusto su papel como divas arcoíris, eran una más del colectivo. Ha tenido que llegar María del Monte para poner una nueva pica en Flandes con dos frases inmediatamente históricas pronunciadas en pleno Orgullo de Sevilla: “Jamás en mi vida me he escondido de nadie, ni lo voy a hacer por amar. Soy una persona más de todas las que estamos aquí”.

El paso adelante de la cantante fue lo suficientemente implícito como para llevarse el aplauso atronador de los presentes y de las redes sociales. Y lo medidamente explícito que, en apariencia, quiso la propia reina de las sevillanas, de 60 años, con su pregón. Sonó a salida del armario, aunque ella negó este pasado martes en la Cadena SER que lo fuese. “No he estado nunca en ningún armario. Habrá quien tenga polillas, pero yo no”, dijo entre risas y, de paso, dejó otra frase para el recuerdo: “Quiero que me respeten, no que me toleren. La palabra tolerancia me pone desquiciada”. Etiquetas aparte, a Lidia García, investigadora de la Universidad de Murcia, divulgadora del género y activista homosexual, le pareció un paso trascendental por ser la primera folclórica que habla sobre su orientación sexual: “Fue superemocionante. Es un referente de esa generación y era algo que se podía intuir, pero no había hablado de ello”.

El pregón de María del Monte ha sido, quizás, la rotura total de un velo que ya dejaba entrever, en pleno franquismo censor, que las folclóricas y la copla eran el refugio de “la disidencia de genéro, el tabú, la transgresión y lo poco decoroso”, como explica Alberto Romero, catedrático de la Universidad de Cádiz y experto en la obra de Lola Flores. Es lo que la artista María Peláe, referente de un nuevo folclorismo abiertamente LGTBIQ+, llama “revolucionarias encubiertas”. Mientras España vivía sumida en una moral pacata en blanco y negro, las copleras dejaban poco margen a la duda al cantar letras dedicadas “a solteras, crímenes pasionales tremebundos, amantes, borrachas, prostitutas o disidentes de género y eso el público lo admite sin problemas”, añade Romero.

Ahí está Tatuaje (1941), de Concha Piquer, copla que para Lidia García es el ejemplo máximo de “lo que está fuera de la buena sociedad”: una mujer u hombre que busca, sola y bebida, a su marinero entre ambientes de tabernas. O Compuesto y sin novia, una copla que en la voz del homosexual Miguel de Molina adquiere una clara dimensión queer y que fue compuesta por el triunvirato formado por el poeta Rafael de León —también abiertamente gay—, el compositor Antonio Quintero y el pianista Manuel Quiroga. Porque para que la letra funcionase era importante la complicidad con artistas hiperbólicas exageradas en teatralidad, vestuario y maquillaje que desde principios del siglo XX —entonces con el cuplé— se convirtieron en divas del público homosexual e iconos a imitar del travestismo.

De izquierda a derecha, los famosos compositores de copla Manuel López-Quiroga, Rafael de León, junto a su musa Concha Piquer, y Antonio Quintero.EL PAÍS

“Todo esto tiene que ver con una relación mediatizada y arquetípica de la diva y el fan gay”, resume García. Aunque esa tolerancia más o menos consentida dentro del corsé de la censura franquista era mucho menos evidente para las mujeres homosexuales. “El machismo es el lastre de las mujeres lesbianas, la invisibilidad. Ha habido muchísimo silencio. Esto ha operado así, cuando la copla ha sido refugio para mujeres lesbianas y bisexuales. Son los mismos códigos de amores clandestinos”, apunta la investigadora. Peláe, por su parte, solo puede pensar en lo que el arte se haya podido perder de estas historias de mujeres. “Si eso con un querío estaba mal visto, imagino si llego a contar que me di un beso con una amiga. Es el constante pedir perdón. La mujer que ha escrito de otra mujer ni será conocida”, afirma en conversación telefónica con EL PAÍS.

Todas esas referencias veladas dejaron de ser necesarias con la llegada de la democracia y la eclosión del cine del destape, del que muchas folclóricas fueron protagonistas. Con la modernidad de la Movida llamando a la puerta y repudiando todo lo cañí que se asimilaba a franquista, las copleras abren la boca. De esas décadas son las declaraciones de Marujita, Lola o, más recientes, Rocío Jurado. Todas a favor del colectivo, con menor fortuna —ahí está Flores preguntando a un entrevistado si él era “hemosesual, o mariquita, vamos”— o con más atino, como las frases de la Jurado en las que, hace más de 25 años, ya daba en la clave de la reivindicación más actual del colectivo: la necesidad de ser visibles, no solo de amar con libertad.

La artista María Peláe en una imagen promocional de su nuevo disco, 'La Folclórica'.EL PAÍS

María del Monte no necesitó ni una hora para convertirse en viral en redes sociales con su mantón de lunares con la bandera arcoíris. Pese a cantar en un género aparentemente minoritario como el de las sevillanas, ya era un icono entre muchos jóvenes desde antes, acrecentado por un nuevo andalucismo que reivindica lo cañí y por la propia nebulosa que ha rodeado siempre su vida sentimental, blindada por ella misma con victorias judiciales en defensa de su vida privada. Sus canciones y estética, sumadas a todo el acervo de sus compañeras folclóricas, pueblan el imaginario colectivo de la nueva escena drag y musical. Artistas como Carlos Carvento o Belial llevan ya años “buceando en esa genealogía”, como apunta García, para su travestismo.

María Peláe también ha abrazado ese folclorismo desde el inicio de su carrera y lo ha llevado a la agitación en su nuevo disco La Folclórica, que ahora lleva de gira por España. En canciones como La Niña, la nueva folclórica cuenta su propia infancia como lesbiana, con dejes y guiños a la clásica Mari andaluza: “Nunca hubo una pretensión de abanderamiento. Hablaba de mí. Compongo canciones con Alba Rey [su pareja], ¡cómo voy a mentir! Si todo lo hiciese así, no tendría coherencia”, cuenta. Sí hubo ganas de agarrar con fuerza la bandera LGTBIQ+ cuando a principios de junio se subió al escenario también como pregonera de un Orgullo, en este caso de Torremolinos, con un discurso mucho más directo que el de María del Monte. Allí, entregada, dejaba un recadito a los hombres homófobos: “No necesitamos ningún pichazo que nos convierta; que tienes una picha, no una varita mágica, pedazo de acelga”. Y aquel momento, cargado de ritmo y potencia, también se hizo viral, para mayor honor y gloria del nuevo folclorismo LGTBIQ+.

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