Policías de Dios

Los grupos antiabortistas que se organizan por turnos para intimidar a mujeres deben disolverse, volver a su casa y a su iglesia

Antiabortistas de la plataforma 40 días por la vida rezan ante la Clínica Dator de Madrid.Kike Para

Uno de los siete pecados capitales es la soberbia. Deberían saberlo esa especie de policías de Dios que se concentran en las puertas de las clínicas para intimidar a quienes han decidido abortar acribillándolas a preguntas. Creer que esas mujeres no se las han hecho ya todas, que no son capaces, autónomas y libres para tomar esa decisión; pensar que su religión, y, por tanto, ellos mismos, es superior es una forma de soberbia. Y el acoso, un delito.

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Uno de los siete pecados capitales es la soberbia. Deberían saberlo esa especie de policías de Dios que se concentran en las puertas de las clínicas para intimidar a quienes han decidido abortar acribillándolas a preguntas. Creer que esas mujeres no se las han hecho ya todas, que no son capaces, autónomas y libres para tomar esa decisión; pensar que su religión, y, por tanto, ellos mismos, es superior es una forma de soberbia. Y el acoso, un delito.

Este periódico describió recientemente el modus operandi de esa horda desubicada, que ha olvidado que vivimos en un Estado aconfesional donde el aborto es legal. No acuden espontáneamente a la clínica. Se organizan en grupo, por turnos, para aumentar su presión y tratar de imponer sus creencias a un grupo de desconocidas de las que nada saben. Llevan carteles —”¿Y si tuviera tu sonrisa?”— y rosarios. Son intolerantes y autoritarios.

El acoso requiere logística, perseverancia. Como los bullies del colegio, operan en manada para favorecer la intimidación y trabajan a jornada completa: fichan al llegar, a las nueve de la mañana, y al marcharse, a las ocho de la tarde. Acumulan 1.039 turnos y cerca de 600 voluntarios, agentes sin placa fuera de su jurisdicción, es decir, lejos de su casa y de su iglesia.

Tienen un “manual de instrucciones” sobre cómo abordar a su presa. Si la mujer intenta esquivarles, por ejemplo, ellos intentarán que no avance. A su paso rezarán a grito pelado, querrán hacerles ecografías.

Algunos se hacen llamar a sí mismos “rescatadores”. Pretenden salvar de sí mismas —de nuevo, la soberbia— a mujeres que han tomado una decisión íntima y difícil. ¿Qué les autoriza a inmiscuirse en sus vidas? ¿Quién legitima el acoso? Nada ni nadie, pero allí están, en la puerta de la clínica.

Salen de casa decididos a violentar el ejercicio de un derecho, a invadir la intimidad de mujeres que ni necesitan ni han pedido que las rescaten, y merecen, por ello, un reproche colectivo. Una sociedad moderna, tolerante, que se ha dado a sí misma unas normas básicas de convivencia y que ha elegido el Estado de derecho, no puede tolerar ese tipo de conductas, debe censurarlas y exigir que paren.

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Obligar a los demás a pensar y actuar como tú es una forma de tiranía, y cuando sucede han de activarse todas las alarmas. Esos grupos organizados con sucursales en distintos países, esa multinacional de soberbios desorientados han de ser señalados. Porque a las puertas de la clínicas no solo acosan a esas mujeres que han tomado una decisión libre, sino a todas y a todos, creyentes, ateos o agnósticos.

Dios no tiene policías, no ha contratado jueces. No pertenece al ámbito de lo público, sino de lo más privado. Ese es su lugar y su espacio. No se confundan y disuélvanse.

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