Cuando el cielo de Madrid tiene nombre
Nos movemos entre el candilazo, al que dan ganas de aplaudir, y la boina, de la que dan ganas de huir
A veces el espectáculo de luces sobre Madrid es tan llamativo que hasta tiene nombre. Candilazo, ¡qué palabra! Se te llena la boca de cielo al referirte así a esas pinceladas de colorines. Un arrebol crepuscular, define la RAE. El arrebol es “color rojo, especialmente el de las nubes iluminadas por los rayos del sol o el del rostro”. Este fenómeno se da cuando el sol ilumina un atardecer o un amanecer nuboso y no es algo único de la capital, por supuesto. Pero es que que “hay mucho cielo en Madrid”, ...
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A veces el espectáculo de luces sobre Madrid es tan llamativo que hasta tiene nombre. Candilazo, ¡qué palabra! Se te llena la boca de cielo al referirte así a esas pinceladas de colorines. Un arrebol crepuscular, define la RAE. El arrebol es “color rojo, especialmente el de las nubes iluminadas por los rayos del sol o el del rostro”. Este fenómeno se da cuando el sol ilumina un atardecer o un amanecer nuboso y no es algo único de la capital, por supuesto. Pero es que que “hay mucho cielo en Madrid”, explicaba hace años a ‘Verne’ Rubén del Campo, de la Agencia Estatal de Meteorología. Se refería a que la ciudad “está situada en una zona llana y así hay más horizonte a la vista, al contrario de lo que ocurriría, por ejemplo, en un valle entre montañas”. Así que tenemos vistas preferentes para los candilazos.
La pasión por el agua del grifo de Madrid no lo acabo de entender, quizás porque en Asturias el agua ya me sabía a nada, pero de su cielo soy conversa. Tengo tal fe que juro, y me creo, que los he visto mejores en Madrid que sobre el mar. Algunos de los que emigramos a la capital desde zonas costeras hemos aprendido a soñar con el horizonte marino, como si tras el océano de tejados desde las terrazas del centro o tras la silueta de las ya cinco torres, o mirando hacia la sierra o teniendo la panorámica de la ciudad desde el parque de las Siete Tetas, ahí, al fondo, se intuyera el mar. Hay que tener fe de mar, diréis. Y diréis bien. Luego clamo a ese cielo cuando asoma la boina y dan ganas de largarse con los pulmones a otra parte.
Porque luego está ese otro cielo con mote, el de la capa marrón. Se da cuando el tiempo es anticiclónico y tampoco es exclusiva de nuestras coordenadas pero la boina se ha convertido en un lamentable caso de “marca Madrid”. La ciudad vive periódicamente graves episodios de contaminación, con protocolos que incluyen la siempre polémica limitación del uso del coche en una urbe tan “cochista” que incluso ha tenido campañas electorales cuyo eje era cargarse una zona de bajas emisiones. Y entonces se habla mucho de la necesidad de reorientar el modelo de movilidad, una conversación que asoma también estos días de durísima información sobre los efectos del cambio climático. En esas ocasiones se llega a desaconsejar hacer ejercicio al aire libre para no hincharte a respirar tales bondades. Ojalá algo tan evidente sirviera de verdad para activar cambios. Pero aquí seguimos, dando “un paso más hacia la movilidad sostenible, apostando por las motos” (palabras de Almeida hace un par de semanas), con un tercio de las bicis del servicio público municipal averiadas y habiendo perdido la oportunidad de ensayar un buen empujón a la red de carriles bici durante la pandemia, que al menos algo bueno podríamos haber sacado.
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