Ocho apellidos vallecanos
Una periodista de EL PAÍS, vallecana de tercera generación y confinada en Puente de Vallecas, retrata la “realidad distópica” que vive el barrio madrileño a través de sus ciudadanos
Dos furgonetas de la Policía Nacional custodiaban la entrada de mi calle, en Puente de Vallecas, a las nueve de la mañana del pasado lunes. Fue el primer golpe de realidad del nuevo confinamiento: la prueba de que durante al menos 14 días solo podré entrar o salir de mi barrio si tengo un salvoconducto. Lejos queda aquel océano como frontera utópica con el que Fernando González Lozano delineó a principios de ...
Dos furgonetas de la Policía Nacional custodiaban la entrada de mi calle, en Puente de Vallecas, a las nueve de la mañana del pasado lunes. Fue el primer golpe de realidad del nuevo confinamiento: la prueba de que durante al menos 14 días solo podré entrar o salir de mi barrio si tengo un salvoconducto. Lejos queda aquel océano como frontera utópica con el que Fernando González Lozano delineó a principios de los ochenta una quimérica “nación vallekana” que reclamaba un puerto de mar solo palpable un día al año, cuando en julio los vecinos nos mojamos en la fiesta de la batalla naval. Ahora esta barrera no es simbólica, ni un juego. Es real. Muchos vallecanos nos sentimos en una “realidad distópica” de la que está prohibido salir —aunque no pasear por sus calles— para frenar la pandemia. Almudena sí puede cruzar al otro lado. Es educadora infantil en un centro en Quevedo y le permitirán traspasar el check-point para cuidar y enseñar a niños que acuden a una escuela en Chamberí. También Eduardo, jardinero en el parque del Retiro, que debe seguir ocupándose del cuidado de los castaños de indias, pero no puede jugar allí con su hija de cinco años.
Dicen los datos que sufrimos en Vallecas —y prácticamente en las 45 áreas confinadas de Madrid— lo que los medios y los políticos reducen a la etiqueta de la “covid de los pobres”, la que padecen los habitantes de las zonas con menos renta, casas más pequeñas y un menor nivel de estudios. Las cifras no mienten, pero lo que se equivoca es la relación causa-efecto entre pobreza y propensión a la enfermedad. Como me dijo Claudia, nombre ficticio, la pregunta no es por qué hay más casos en las zonas más desfavorecidas, sino por qué la inequidad se perpetúa o quién o quiénes son los responsables de que exista.
Alba, una abogada de 38 años, hija y nieta de universitarios y vallecana de tercera generación, piensa que lo más fácil es construir una narrativa binaria que plantea un supuesto antagonismo entre pobres y ricos. La imagen del puente de Vallecas con los furgones policiales deteniendo a trabajadores de servicios ha dado la vuelta a España. Apenas se ha visibilizado, en cambio, la feria del libro que la semana pasada se celebró a pocos metros, en el bulevar, donde el año pasado la escritora Elvira Lindo firmó para el hijo de Alba un ejemplar de Manolito gafotas. Tampoco se ha hablado de la situación que atraviesa el colectivo de músicos de Vallecas, al que pertenece Enrique Fernández Criado, dueño del estudio de música Sierra del Valle. No se siente oprimida ni identificada con el perfil de lumpemproletariado asignado a este distrito Mar, de 50 años, criada en Lavapiés y vallecana desde hace más de dos décadas. Orgullosa, cuenta que trabaja en la limpieza en un centro de educación infantil, en una de las zonas confinadas del barrio, y que por las tardes colabora allí mismo como monitora de tiempo libre.
No he elegido las voces de esta crónica en función del estereotipo supuestamente inspirado en los datos estadísticos que dibujan el barrio, una práctica común en la mayoría de los trabajos periodísticos que han hablado de Vallecas en los últimos meses. Por el contrario, este texto está integrado por los testimonios de quienes han buscado hablar conmigo, una periodista que luce en su ADN ocho apellidos vallecanos. Soy hija de vallecanos y nieta de cuatro abuelos que no nacieron aquí, pero que, muy jóvenes, migraron a Madrid y encontraron un espacio en Vallecas. Ninguno fue a la universidad, ni tampoco mis padres, pero en mi casa siempre hubo muchos libros. Soy la primera mujer universitaria de mi familia, igual que muchas de mi generación, pero sigo admirando la sabiduría de mis abuelos y sigo viviendo en mi barrio.
El pasado lunes, el mismo día en que comenzó nuestro encierro, lancé un mensaje en un chat de WhatsApp de un grupo de posparto creado en un centro sanitario público del distrito, en el que expuse mi intención de retratar Vallecas. Al grupo han asistido peluqueras, profesores, periodistas, trabajadores de la construcción, camareros, parados e intelectuales. Padres, madres, abuelas y abuelos. Españoles y extranjeros, pero vallecanos todos, porque para ser de este barrio basta con vivir en él. En el grupo se decidió en consenso que está prohibido hablar de política: nuestro único vínculo es haber tenido un hijo y vivir en Vallecas. Mi llamada fue saltando de chat en chat y decenas de vallecanos, la mayoría de fuera del grupo, me escribieron para contar su historia. Todos tienen en común la indignación por un confinamiento que consideran clasista —un día después de que entraran las primeras restricciones en 37 zonas básicas otras 16 superaban los 1.000 contagios por 100.000 habitantes sin que se les aplicara restricciones—. Y, desde luego, el saberse sujetos políticos, es decir, miembros activos de la sociedad civil de un barrio tan diverso y heterogéneo como el nuestro. Aunque los silencios también gritan: nadie con el perfil más retratado en los medios de comunicación, el de quien menos tiene y más arriesga su salud, quiso intervenir. No es que no existan, pero siguen siendo los más invisibilizados y los menos empoderados.
“Los políticos están rompiendo el contrato social. El Estado tiene el monopolio de la violencia: le pagas impuestos y te sometes a sus leyes en la medida en que te da algo a cambio”, explica el periodista Ramón Couso. “Pero el mensaje de [la presidenta de la Comunidad de Madrid] Isabel Díaz Ayuso es 'vosotros, a los que os señalamos, os podéis contagiar entre vosotros, pero no vengáis a otros barrios de Madrid”, protesta. Couso teletrabaja, y no se encuentra entre los vallecanos retratados que toman a diario un transporte público que “se debería haber reforzado para evitar aglomeraciones”. El aumento de autobuses de la EMT responde exclusivamente al “horario de invierno”, según fuentes de la empresa municipal. Es decir, aquí en Vallecas hay los mismos vehículos con pandemia que sin ella. Tampoco Gemma, gestora de proyectos de I+D, cree que Vallecas se pueda simplificar con tres apuntes económicos: “Estoy encantada con mi barrio y, aunque he tenido opciones de irme a otro sitio, aquí me siento yo misma”, afirma consciente de que hay vecinos que “han elegido Vallecas porque no pueden costearse la vivienda en otro lugar".
¿Es una prioridad destinar 6,5 millones de euros a trasladar y ampliar la Junta Municipal de Vallecas? ¿No existen otras necesidades?Simón y Elisa, vecinos de Vallecas
Simon, de origen francés y trabajador de una gran entidad financiera, y Elisa, nacida en Vallecas y diseñadora de moda —estudió en el campus vallecano de la Universidad Politécnica de Madrid— , sí decidieron formar su hogar en este distrito. Tras pasar seis años en Londres, apostaron por Puente de Vallecas porque es donde encontraron “una preciosa casa para reformar” y porque el barrio tiene todo lo que buscan: “Identidad, historia, relativa cercanía al centro sin gentrificación, diversidad, pequeño comercio y supervivencia de un urbanismo obrero anterior a la época del ladrillo”. Pero su apego por Vallecas no les ciega ante las deficiencias. Ellos no romantizan: “Falta un esfuerzo coordinado de inversión pública y privada que entienda el potencial humano de este barrio”, pero sin el objetivo oculto de “gentrificarlo”. No quieren especulaciones, sino que se trabaje “para que la gente quiera vivir aquí”. “¿Es una prioridad destinar 6,5 millones de euros a trasladar y ampliar la Junta Municipal de Vallecas? ¿No existen otras necesidades?”, se preguntan, en alusión a la saturación de los centros de atención primaria. O al cuidado de las calles. Un trabajador de los servicios de limpieza que recogía basura en una plaza de Palomeras desatendida durante más de dos semanas reconoce que en el distrito Centro, a diferencia de lo que ocurre en los barrios del sur, “hay controles de calidad”. Aquí voy a citar la sabiduría de mi abuelo León: no hay más suciedad donde la gente es más sucia, sino donde se limpia menos.
“La desigualdad en Vallecas tiene que ver con el nivel de renta y con los servicios que se ofrecen al ciudadano, como limpieza, transporte, sanidad, educación o infraestructuras”, escribe por correo electrónico David Sánchez Usanos, vallecano, profesor de Metafísica y Filosofía contemporánea en la Universidad Autónoma de Madrid y director académico de Sur Escuela de Profesiones artísticas, en el Círculo de Bellas Artes. La diferencia de trato es patente, según Sánchez Usanos, en las actuaciones policiales. Cita como ejemplo “la desmedida respuesta policial a las manifestaciones frente a la Asamblea de Madrid protestando contra el confinamiento selectivo, muy diferente a las que en su momento se produjeron en Núñez de Balboa en pleno confinamiento”.
Y ante la “dejadez de las Administraciones públicas”, los vecinos se organizan, porque en Vallecas, desde sus orígenes, la gente actúa. “En mi barrio hay mucho movimiento asociativo para protestar, por ejemplo, contra la reducción del presupuesto sanitario”, apunta Arturo. Teresa, profesora universitaria, y César, profesor técnico de FP, participan activamente en la Asociación de Familias de Alumnos (AFA) del colegio público vallecano Carlos Sáinz de los Terreros para lograr una “pedagogía más abierta y horizontal”. Arancha es miembro de la Villana de Vallecas, un centro autogestionado que “lleva a la práctica el sindicalismo social”. Mayte ha participado en la despensa solidaria. Marisa forma parte del grupo de teatro de mujeres Teatrekas, que ha llevado a los escenarios la obra De barro, flores y lucha, sobre la historia del barrio. Y todos conocen el movimiento Somos Tribu, nacido en el primer confinamiento para ayudar a los mayores que no podían salir a comprar o proporcionar alimentos a quienes se habían quedado sin recursos.
Una vez conté cómo era mi infancia en la Vallecas de los ochenta y alguien me preguntó con clasismo disfrazado de inocencia: “Patricia, pero, ¿tú eras pobre?”. Me hizo mucha gracia porque nunca me lo había planteado hasta ese momento. El problema en sí no es ser pobre o no, sino definir a una persona o a una comunidad a partir de ese rasgo “ya sea desde una perspectiva paternalista y progre, o desde una óptica criminalizante; en ambos casos, opera la aporofobia, o miedo a la pobreza”, dice Sergio Rodríguez, vallecano y profesor universitario de estética, que compara esta lógica con la de encasillar desde la raza, la clase, o la preferencia sexual para construir discursos racistas, clasistas u homofóbicos.
Las voces de esta crónica no me buscaron para hablarme de si eran pobres o no, pero sí dejaron claro que se niegan a enunciarse como la víctima definida por el crítico literario italiano Daniele Giglioli como ese “héroe de nuestro tiempo” que define su identidad por lo que ha sufrido, por lo que le han hecho, no por sus acciones. El movimiento obrero, reflexiona Giglioli, nunca se ha considerado como pobre víctima, porque es quien produce la riqueza, es la fuerza. Victimizarse otorga privilegios discursivos, pero suprime el actuar como agente, algo que sería incompatible con la personalidad de mi barrio. Con todos nuestros problemas y nuestra diversidad, aquí no nos interesa ni subrayar la pobreza de algunos, ni distinguirnos del que tiene menos. No nos define nuestro nivel adquisitivo sino el interés de que el espacio contrastante y multicultural que habitamos siga siendo digno, equitativo, libre. De hecho, la "k" que le ponemos al nombre del barrio representa nuestro carácter disidente ante lo que nos parece injusto. Vallekas es y será siempre la utopía de lograr el cambio desde la acción.
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