Evaristo en el barrio de Salamanca
Nadie ha descrito mejor el ambiente del barrio de Salamanca que Manuel Longares en ‘Romanticismo’
Evaristo García solo era un niño de diez años cuando, en los años cuarenta, empezó a trabajar de repartidor de pescado. Entraba en los portales de las fincas más regias del barrio de Salamanca cargando en cada brazo dos cestas llenas de besugos, nécoras o angulas y los porteros le decían que tenía que subir por las escaleras: “No puedes usar el ascensor, que si no huele a pescado”. El pequeño obedecía y dejaba el cargamento en el hall de la casa de los señores, a los que solo les gustaba el olor del océano si salía de una cacerola o au naturelle, exhalado con parsimonia desde un ...
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Evaristo García solo era un niño de diez años cuando, en los años cuarenta, empezó a trabajar de repartidor de pescado. Entraba en los portales de las fincas más regias del barrio de Salamanca cargando en cada brazo dos cestas llenas de besugos, nécoras o angulas y los porteros le decían que tenía que subir por las escaleras: “No puedes usar el ascensor, que si no huele a pescado”. El pequeño obedecía y dejaba el cargamento en el hall de la casa de los señores, a los que solo les gustaba el olor del océano si salía de una cacerola o au naturelle, exhalado con parsimonia desde un paseo marítimo.
Los habitantes del barrio de Salamanca siempre han tenido una relación especial con el mar. En invierno lo echan muchísimo de menos. Ese el motivo por el que, aunque estén en medio de la meseta, se ponen zapatos náuticos y por el que en los años ochenta aquellas sudaderas de Amarras, con su nudo marinero blanco, se convirtieron en la sensación entre sus habitantes. La tienda original estaba en el 33 de Lagasca, calle que corre paralela a Núñez de Balboa, donde los colores caqui o azul marino, que representan la estabilidad, nunca pasan de moda y los únicos tonos chillones permitidos son el rojo y el amarillo.
Longares pinta un microcosmos donde las familias de bien, acostumbradas a una rutinaria placidez, viven con terror el cambio de ciclo y se imaginan todas las atrocidades que los “rogelios” deben de andar tramando
En julio y agosto la suela de caucho de los náuticos se derrite sobre el asfalto, motivo por el que los ‘salmantinos’ en verano huyen hacia el Cantábrico. A este ritual de evasión sus habitantes no lo denominan “ir de vacaciones” sino “veranear”. Estas sutilezas son importantes para las clases altas, pues les ayudan a reconocer a un miembro de su tribu. Por ejemplo, uno de los suyos nunca diría: “Ponerse jarto de pescado”, aunque se haya puesto tibio a besugos, nécoras y angulas. Nadie ha descrito mejor el ambiente del barrio de Salamanca que Manuel Longares en Romanticismo, una novela que transcurre en el año 1975, justo cuando muere el Caudillo. Él pinta un microcosmos donde las familias de bien, acostumbradas a una rutinaria placidez, viven con terror el cambio de ciclo y se imaginan todas las atrocidades que los “rogelios” deben de andar tramando por esos otros barrios de la ciudad que jamás han visitado. Por las noches los hombres conspiran en la coctelería Balmoral, local en el que, si hay algo más sagrado que Dios y la patria, son las costumbres, el fulcro de toda su existencia. ¡Ay del que ose peligrar una costumbre en el barrio de Salamanca!
Por eso andan tan revueltos: el estado de alarma ha puesto en peligro el sacrosanto veraneo, ese momento del año en el que el olor a pescado deja de dar asco. Evaristo García, por cierto, acabó siendo el dueño de un emporio llamado Pescaderías Coruñesas y de medio Madrid. Afable y servicial hasta el día de su muerte, no hubo una sola entrevista en la que no sacara a relucir aquella costumbre tan fea de no dejarle coger un ascensor.