El cuscús de los supervivientes del naufragio
Una comida en recuerdo de tres tripulantes y un velero, y un libro imprescindible sobe la navegación en solitario llevan, de nuevo, al mar
“En vano enemigo el viento/ contrariamente le azota/ y en vano el mar alborota/ sus montañas de cristal./ Que en apuntando sus vergas/ pese al soberbio elemento,/ sale siempre a barlovento/ el bergantín Sin rival”. Llegué cantando los versos del marino Ignacio Negrín a casa del capitán (una torre en la barcelonesa calle Vico a la que solo le falta el cañón para parecer la del almirante Boom de Mary Poppins), preparándome para una jornada de lo más salada. Nos reuníamos en Villa Birkin un puñado de gente para recordar a unos marinos y de paso a un barco. El navío, un velero, era e...
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“En vano enemigo el viento/ contrariamente le azota/ y en vano el mar alborota/ sus montañas de cristal./ Que en apuntando sus vergas/ pese al soberbio elemento,/ sale siempre a barlovento/ el bergantín Sin rival”. Llegué cantando los versos del marino Ignacio Negrín a casa del capitán (una torre en la barcelonesa calle Vico a la que solo le falta el cañón para parecer la del almirante Boom de Mary Poppins), preparándome para una jornada de lo más salada. Nos reuníamos en Villa Birkin un puñado de gente para recordar a unos marinos y de paso a un barco. El navío, un velero, era el Capitán III, más conocido —especialmente en estas crónicas— como La Perla Negra, mote (mota, que diría el ciego Pew) adquirido en sus singladuras bucanero-recreativas en las que corría el ron por los gaznates como en una tormenta el agua por los imbornales. Los marinos a honrar eran el contramaestre Eusebio, el oficial de puente Nacho y el timonel Pipe, todos los cuales nos han dejado zarpando hacia esa última mar de la que no vuelve ni Ulises. La muerte de los tres amigos, todos ellos fallecidos en tierra de distintas afecciones lejos de los Cuarenta Bramadores o los Cincuenta Furiosos, tiene su eco en el lento traspaso del barco en el que solían navegar y que se desbarata esperando su desguace en un astillero gallego al que fue llevado tras naufragar hace dos años en la laja de Salmedina, el artero arrecife frente al faro de Chipiona.
La conmemoración en memoria de los camaradas y el barco tenía formato de comida, algo muy apropiado dado que el Capitán III-La Perla Negra siempre fue muy celebrado por sus fogones y por ser la única embarcación que podía enfrentarse a un huracán o a la flota de Su Majestad mientras Eusebio cocinaba albóndigas con sepia. Precisamente en memoria de nuestro añorado contramaestre (que murió en enero de 2023) Juan Marcos había decido hacer un cuscús —y el suyo es realmente Premium— de forma que la ocasión remitía no sólo a los piratas del Caribe sino a los corsarios berberiscos, lo mejor de cada casa, como nuestras tripulaciones. Yo acudí a la jornada (“allá donde soplan los alisios, no conozco país más bello que el puente de una goleta”) como grumete, bardo (“la poesía solo es miedo”, bramaba el capitán Van Coppen de Mac Orlan) y cronista oficial de La Perla Negra, vamos una mezcla de Ismael; Coleridge y Pigafetta, dispuesto a poner mi grano de arena en la conmemoración, pero con la curiosidad añadida de ver reunida a la tripulación superviviente del desastre de Chipiona (en el que yo no estuve por los pelos). En aquella ocasión navegaban en el velero su capitán Javi (que además es mi cuñado, lo que puedo asegurar que no me ha reportado ningún favoritismo a bordo, al contrario), mi hermana Graziella, Juan Marcos, su mujer Rosana, Nacho (hermano de Javi fallecido el pasado enero), su esposa Susy, y Bruno. Con casi todos ellos juntos, el cuscús podía deparar interesantes nuevas revelaciones sobre el naufragio.
Con el fin de estar a la altura de la conversación y ya que todavía confundo la amura con el codillo, ay, el codaste, me preparé leyendo un libro sensacional sobre barcos, la mejor obra que he leído sobre la navegación en solitario, considerada la forma más excelsa de navegar y la aventura mayor que puede vivirse (aunque, como en el chiste del náufrago y la modelo, ¿de qué sirve una gran aventura que no tiene testigos?). Se trata del fenomenal Sailing Alone, a history, de Richard J. King (Particular Books, 2023), que recorre la peripecia y se sumerge en los motivos y formas de navegar y contarlo de todos aquellos que se han hecho a la mar alguna vez solos (incluido él mismo), lo que comprende los relatos de personajes poco conocidos junto a los grandes nombres como Joshua Slocum, Alain Gerbault (piloto de caza en la I Guerra Mundial y finalista de Roland Garros, ¿quién da más?), Vito Dumas, Alain Bombard, Francis Chichester, o Bernard Motessier, sin olvidar al monje Brandán el Navegante, o a Howard Blackburn, que completó en 1899 la travesía en solitario del Atlántico ¡sin dedos!
King, del que ya había leído un libro genial sobre los cormoranes, explica cosas tan curiosas como que muchos de los que navegan solos han tenido experiencias de percepción extrasensorial. Sintieron que alguien o algo les advertía en momentos de peligro. A Slocum se le apareció —dijo— para ayudarle el piloto de la Pinta, la tercera carabela de Colón, una noche que estaba incapacitado vomitando por la borda comida estropeada. Robert Manry, que se había atiborrado de anfetaminas para mantenerse despierto, tuvo la alucinación de que recogía a un autoestopista.
En el capítulo que dedica a las mascotas a bordo, King cuenta que él mismo adoptó un percebe al que bautizó Charles, que Slocum hizo lo propio con una araña, Dumas con una mosca, y Neal Petersen con una cucaracha (aunque acabó tirándola por la borda, probablemente durante una discusión). O que Sharon Sites navegó con su tortuga, llamada Sarah Beth-Ann, que murió a bordo y a la que le hizo un tradicional entierro marino. Los gatos son los animales más populares en el mar y el de Tania Aebi (la estadounidense más joven, con veinte años, en dar la vuelta al mundo sola), Tarzoon, fue rescatado de dos caídas al agua. Caso particular entre los particulares navegantes de King es el de Ann Davison que tras naufragar en un afloramiento rocoso (precisamente) en Portland Bill, al sur de Dorset, y perder a su marido en el percance, volvió a navegar y se convirtió tres años después, en 1953, en la primera mujer en cruzar el Atlántico en solitario. En cuanto a lo de navegar solo, la explicación más práctica, aunque menos romántica, la dio Harry Pidgeon, el segundo en circunnavegar el mundo en solitario (tras Slocum): “Si vas solo en un barco, o en la vida, no te tienes que preocupar de los demás”.
Armado con todo este caudal de anécdotas, que además inciden en mi idea de que nunca has de navegar solo —pues no hay nadie que se preocupe de ti—, pensé que me haría notar en el cuscús de los supervivientes. Pero las historias de primera mano de los demás fueron mucho mejores.
Bruno y Juan Marcos explicaron cómo no funcionaron las bengalas la noche del naufragio. “Lanzamos la primera y se limitó a hacer ‘pfffffff’ y caer al agua. Las demás igual”, comentaron como si aquello hubiera sido divertidísimo. A Rosana aún le sorprende que todo el mundo conservara la serenidad. “Sonó un ruido tremendo de repente. Íbamos a todo trapo y el barco se subió en la laja y escoró”, rememoró mi hermana, encomendada a sainte Jean Birkin como mi cuñado a saint Patrick O’Brian. “Estaba abajo y rompí el espejo con la cabeza. Subimos corriendo. Al poco se partió el palo y casi aplasta a Bruno. El casco se balanceaba sobre las rocas con un crujido horrible”. No se veía nada, nos iluminábamos con los móviles”. Se pusieron los chalecos y aguardaron el socorro, aferrados como podían mientras las olas les pasaban por encima. Se veía la costa a lo lejos. Así seis horas. Un barco de salvamento trató de acercarse y enviar una zodiac. Fue imposible. De manera que esperaron al helicóptero. “Nadie hablaba, permanecíamos en silencio”. Los rescatadores del helicóptero de Salvamento Marítimo, recordó Rosana, fueron increíblemente profesionales. Bajó uno de ellos mediante un cable y los subieron uno a uno con el arnés, llevando sólo lo puesto (y mojado). A todas, estas, el capitán cabeceaba tras el cuscús, una botella de ron y otros lenitivos, mascullando como el Holandés errante: “Allí, hasta los arrecifes, espantoso / cementerio de barcos, he llevado el mío”.
“En el ámbito de la navegación, el náufrago es el sumo derrotado”, apunta Juan Bautista Duizeide, escritor y piloto de buques mercantes, en su compilación Abordajes literarios (Adriana Hidalgo editora, 2020). Pero añade que “no hay navegante más completo que el sobreviviente de un naufragio, pues ¿quién puede conocer mejor el mar que él?”. Y sigue: “¿Qué sería Joseph Conrad sin el incendio y la pérdida del Judea que le permitió escribir Juventud?”. Y añado yo, ¿qué sería de Jim sin el Patna? (y de nosotros sin Jim y sin el Patna) ¿Qué sería del Titanic sin su naufragio? “Ante el mar no avergüenza salir derrotado” (de nuevo Conrad).
Se suspendió la tarde sobre el jardín en la sobremesa de los náufragos. La calma se fue llenando de un lejano rumor de olas. Y pareció traer con él las hermosas palabras de Sea-Fever de John Masefield, que tanto aman los marinos: ”I must go down to the seas again, to the lonely sea and the sky/ and all I ask is a tall ship and a star to steer her by”, volveré al mar otra vez, al mar solitario bajo el cielo/ y todo lo que pido es un barco recio y una estrella para guiarlo. (…) “And all I ask is a merry yarn from a laughing fellow-rover/ And quiet sleep and a sweet dream when the long trick’s over” , y todo lo que pido es una buena historia de un camarada alegre/ y un dormir amable y un dulce sueño cuando el viaje acabe.
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