La emocionante lección de teatro y de vida de Joan Font
Entrañable, divertido y con un final estremecedor, el ‘one man show’ del director de Comediants creado con motivo del 50 º aniversario del grupo fue premiado en el Poliorama con la ovación de todo el público puesto en pie
Como con los grandes acontecimientos, un día la gente preguntará “¿dónde estabas tú el día que Joan Font representó en el Poliorama, en una sola función, su espectáculo unipersonal El venedor de fum?”. Los más afortunados podrán contestar con el orgullo de los soldados de Enrique V en San Crispín: “Yo estuve allí”. La actuación anoche de Font, uno de los fundadores y director durante largos años de Comediants (el montaje fue creado en celebración de los 50 años de la compañía), fue sin duda...
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Como con los grandes acontecimientos, un día la gente preguntará “¿dónde estabas tú el día que Joan Font representó en el Poliorama, en una sola función, su espectáculo unipersonal El venedor de fum?”. Los más afortunados podrán contestar con el orgullo de los soldados de Enrique V en San Crispín: “Yo estuve allí”. La actuación anoche de Font, uno de los fundadores y director durante largos años de Comediants (el montaje fue creado en celebración de los 50 años de la compañía), fue sin duda algo a recordar, una fiesta del teatro y de la vida. Con momentos tan fenomenales y, sí, mágicos (la palabra fetiche de Joan), como la de los barquitos de papel que hicimos los espectadores siguiendo un divertido tutorial del artista y que luego, a su orden, todos agitamos sobre nuestras cabezas creando un efecto maravilloso, un mar blanco, sobre nuestras cabezas.
Y sin embargo, ninguno de los muchísimos momentos inolvidables del espectáculo, rico en ellos, saludados con risas y aplausos espontáneos, fue tan impresionante como su final. Pocas veces se ha visto algo tan estremecedor en un escenario. En acongojante contraste con el tono festivo de toda la función, un recorrido amable —con sus dosis de ironía y mala lecha pero siempre dentro de la línea alegre y felizmente gamberra de Font y Comediants—, el tiovivo pareció detenerse secamente al recibir una llamada Joan. Era, nos dijo muy serio, la Muerte, caracterizada como Perséfone, la diosa infernal. El artista procedió entonces en un silencio solemne que ponía un nudo en la garganta a quitarse lentamente la ropa. Los zapatos, los calcetines, la camiseta, los pantalones, los calzoncillos. Hasta quedar completamente desnudo, tal y como vino al mundo (algo más gastado, pero desde luego en forma para sus 73 años). Entonces, despojado de todo tras ese estriptis existencial, se dirigió a una puerta que se había entreabierto en el escenario y de la que brotaba humo. Y la cruzó. Resultó algo sobrecogedor, de piel de gallina. Planeó sobre el teatro una sensación ominosa, tremenda. La muerte que nos señalaba a todos. No sabías dónde meterte el barquito. Fue uno de esos momentos teatrales que quedan grabados en la memoria.
El espectáculo (creado con Piti Español a partir del libro de este de conversaciones, Joan Font, la descoberta d’un nou llenguatge teatral) había arrancado en la otra punta del espectro emotivo y vital, con Joan Font, “el vendedor de humo”, entrando en el escenario para contarnos jocosamente su vida desde el inicio. Con todo, hay algo en esa figura del vendedor de sueños con su maleta y su gabán que sugiere los relatos agridulces y feéricos de un Ray Bradbury. Font lleva en su maleta y en su cuerpo impresas las mismas historias que el vendedor de pararrayos y el hombre ilustrado. “Calcuta”, ponía en una de las etiquetas de la vieja valija. Font nos dijo uno de sus contenidos: “Utopía”. Porque el viaje que propone el artista, “fabricante de emociones”, en su unipersonal trayecto es “la crónica de un invento y la historia de un milagro” (Comediants, y él mismo).
Empezó por el principio con su nacimiento (3 de mayo de 1949) y con la broma ya de entrada de que sus padres, planchadora y panadero, querían una niña. Llegó él a una familia de Olesa de Montserrat desbordante de teatro popular (“hoy los denunciarían por exceso de teatro”): la Passió, Els Pastorets, Reyes, Sant Antoni, Semana Santa, Sant Joan, la Fiesta Mayor, y por si fuera poco, teatro amateur y un guiñol (recreado en escena). Font hacía teatro en las golfas con sus hermanos. Ya subió a un escenario antes de nacer, pues su madre embarazada actuaba en la pasión, nos contó. Aprendió muchas cosas: que en el escenario tienes que hacer algo para llamar la atención sobre ti, o que el con el teatro, “además de pasarlo bien, podías ganar algún dinero”.
Las máscaras que le acompañaran toda la vida aparecieron pronto. Nos enseñó algunos diseños primeros, con humildes cajas de zapatos. El sui generis recorrido por la vida del artista, ilustrado con impagables fotos del álbum familiar y, luego, del de Comediants, se convirtió en un paseo por la memoria de todos (al menos todos los que estábamos en el teatro, una gran mayoría compañeros de generación de Font). Así se entiende las risas cómplices cuando el actor se refería a los grises, el cuartelillo de la Guardia Civil o el chicle “Bazoka, siempre en la boca”. El grupo seminal Tespis —con “obras super modernas de las que nadie entendía nada” (y un primer susto con las fuerzas del orden al montar una obra del prohibido Arrabal; nueva lección: “al hacer teatro has de tener cuidado con los que mandan”)—; el viaje iniciático a Barcelona en 1969 con 550 pesetas de su padrino y de la mano de Maria Aurèlia Capmany y Josep Anton Codina; el meritoriaje como chico de teatro para todo (hubo un tiempo que las luces se hacían con celofanes de colores, qué cosas), la Cova del Drac, estudios dramáticos y la insólita doble condición de alumno y profe en el Institut del Teatre de Hermann Bonnin (al que imitó en la función). Todo esto contado y mimado con una extraordinaria técnica. Hay que ver cómo hizo anoche Font del fuego, del viento y del fuego reavivado por el viento.
Consiguió el título de actor aunque entonces el que hacía falta era el del sindicato vertical. Pero logró también un carnet del que se mostró tan orgulloso como estupefacto al comentarlo: “Juan Font y Pujol, animador común a todo género”. Llegó entonces un trabajo de fin de curso que sería decisivo para el teatro catalán. Se inventaron Non plus plis, “que explicaba el tiempo que nos había tocado vivir”, usando elementos de cultura popular sacados de la calle y metidos en el teatro, y significó la explosión del nacimiento de Comediants, “sueño colectivo”. “Fue una fiesta, que lo ensanchaba todo, la gente lloraba, Fabià, Iago”.
Font saltaba de una cosa a otra, tiraba para adelante, luego para atrás. Imma Colomer lo seguía todo emocionada desde la platea. Se nos marchó el actor a París —lo representó— para estudiar con Lecoq (“la misma noche que nace Comediants me ofrecen ir a su escuela”, toma doblete). Apareció en pantalla un cabezudo de Jordi Pujol, con el pitorreo del respetable hacia el ex honorable; luego el camisón de la yaya Paula, convertido en elemento fantasmagórico. Y surgieron los prometeicos dimonis que llevaron el fuego a Comediants. El carnaval de Venecia. Aviñón. “Tocad y seréis tocados”. Hasta salió un crítico teatral (Font con máscara) que enunció esa preciosa descripción de la compañía: “Comediants, la alegría que pasa”. Y llegó la clausura de los JJ OO de Barcelona, con el barco de papel (que reprodujimos los espectadores). Comediants, una invitación a soñar y a jugar.
Font gesticulaba, imitaba, bromeaba, sacaba de sus maletas recuerdos preciosos, se emocionaba y nos emocionaba siguiendo su hilo maravilloso como un funambulista de los recuerdos. El sol de Comediants (ríete tú del de los York del chepudo) se volvió llamarada incandescente en el incendio de su sede en Canet que la destruyó. “No todo es alegría en la vida, que está hecha de tragedia y comedia”, Willy Font dixit. Él estaba contentísimo en Sevilla, con la Cabalgata de la Expo, con sus carrozas extravagantes y sus turistas a l’ast; la vieron en directo 13 millones de personas (otra lección: “No hay ningún genio sin presupuesto”). Ardieron sus máscaras. Pudo recuperar algunas. Y en la recta final de la función, tras hablar de las óperas, de los grandes espectáculos y mil proyectos de los últimos tiempos —apareció el zorro de El llibre de les bèsties—, de las series, las pelis, los cursos, los libros, las utilizó: ahí estaban su favorita, el Bien, y Fulgencio, el jubilado, al que ahora “lo bordo”. Y se nos llevó a Joan Font la Muerte. Aunque volvió a aparecer, con un albornoz rojo de actor de porno, rescatado como una imposible Eurídice por los aplausos y bravos del público, puesto en pie para saludar a uno de los grandes de nuestro teatro. Joan Font, qué tipo. Y nosotros que lo queremos tanto.
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