La ballena, el caballo y el gato: Barcelona se rinde al cine y la personalidad del director Béla Tarr
Un público entusiasmado y participativo llena las sesiones y coloquios del ciclo que la Filmoteca de Cataluña dedica al realizador húngaro
Barcelona se ha rendido completa y gozosamente al cine hipnótico, ominoso, bello y profundo del cineasta húngaro Béla Tarr (Pécs, 68 años), una de las figuras señeras del cine europeo. Y también se ha entregado la ciudad a la personalidad generosa y comunicativa del director y a su altura intelectual y poética. El ciclo que le dedica la Filmoteca de la Generalitat, con presencia del propio Tarr, que no duda en presentar él mismo sus películas y participar en largos y animados coloquios, está s...
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Barcelona se ha rendido completa y gozosamente al cine hipnótico, ominoso, bello y profundo del cineasta húngaro Béla Tarr (Pécs, 68 años), una de las figuras señeras del cine europeo. Y también se ha entregado la ciudad a la personalidad generosa y comunicativa del director y a su altura intelectual y poética. El ciclo que le dedica la Filmoteca de la Generalitat, con presencia del propio Tarr, que no duda en presentar él mismo sus películas y participar en largos y animados coloquios, está siendo un sorprendente éxito masivo en una Barcelona que a menudo se fustiga estérilmente a sí misma con la idea de que pierde punch cultural. El ciclo, que proyecta las películas fundamentales de Béla Tarr, se extenderá hasta el 31 de enero y tiene otra de sus grandes citas este domingo: la proyección de la monumental Sátántangó (El tango de Satanás,1994), que dura la friolera de siete horas y media, que en el cine pausado y minimalista, desolado y desolador de Tarr ya son horas. Las entradas para la sesión, en la sala Chomón de la Filmoteca (360 butacas), están agotadas. La visita del cineasta, promovida por su ex alumno en la Escuela de Sarajevo Manel Raga, y que se realiza gracias a la alianza entre la Filmoteca, la cooperativa de cine Zumzig, la Escuela de Cine de Barcelona, la Academia del Cine Catalán, Filmin y La Foradada Films, incluye además otras actividades como clases magistrales.
El jueves un público entusiasmado —ensimismadamente entusiasmado como requiere el cine del director húngaro— siguió en la Filmoteca las casi tres horas de A torinói lo (El caballo de Turín, 2011), en la que prácticamente sólo aparecen tres personajes y uno es el caballo y en el que la trama se reduce casi a la obsesiva repetición de actos cotidianos de un campesino inválido de un brazo y su sufrida hija en una granja miserable en medio de una naturaleza gris y hostil, sin que nadie se moviera de la butaca. Sólo una persona se levantó durante la proyección y fue para ir al lavabo y volver corriendo. Cuando eso sucede en una película en blanco y negro (como todas las famosas de Tarr) en la que los dos protagonistas humanos dedican diez minutos en absoluto silencio a pelar y comer cada uno una patata sin duda estamos ante un fenómeno cinematográfico y social.
A la entrada y salida de las sesiones (por no hablar de lo que sucede durante los coloquios), la gente intercambia sensaciones y opiniones sobre los filmes de Tarr, abiertos a tantos significados y en los que un simple perchero puede rezumar trascendencia. Comentarios sobre el nihilismo, oscuridad y falta de esperanza de un cine único y su extraña fascinación. Es estupendo ver el vestíbulo de la Filmoteca y los alrededores de esta en la plaza de Salvador Seguí con tanta y tan viva animación intelectual. Entre los temas de discusión, la película de Tarr favorita de cada espectador. Muchos se inclinan por Sátántangó (en el que por cierto aparece en el relevante papel del doctor borrachín un recordado viejo amigo que visitó muchas veces Barcelona, el novelista Peter Berling, el autor de la serie de Los hijos del Grial); otros por A torinoi lo, y los más románticos o fantasiosos preferimos Werckmeister Harmonies (Las armonías de Werckmeister, 2000), centrada en un circo o feria ambulante que llega a una localidad con una ballena (y un misterioso y demagógico Príncipe) como atracción principal mientras se desata una locura colectiva de violencia revolucionaria (o contrarrevolucionaria, o ninguna de las dos cosas). Filme de dos horas y cuarenta minutos, sus bellísimas e impactantes imágenes —como todo el cine de Béla Tarr— están llenas de extrañas resonancias. Nadie que observe esa ballena, Leviatán, Kraken o behemoth, monstruo de las profundidades oceánicas metido en su remolque de feria en medio de una brumosa plaza húngara podrá sustraerse a las fértiles reverberaciones literarias (Melville, Bradbury), metafísicas o simplemente estéticas que ofrece.
Werckmeister Harmonies, en donde aparece Hanna Shygulla, está basada (como Sátántangó), en una novela de Lászlo Krasznahorkai (Tango satánico en el caso de la segunda y Melancolía de la resistencia en el de la primera, ambas publicadas por Acantilado en traducción de Adan Kovacsis). Guarda algunas diferencias sustanciales, como que en la película no sale un personaje principal del libro, la madre del inocente Janos Valuska, la señora Pfalum, aunque la obra literaria y la cinematográfica comparten la misma sensación de ansiedad anticipatoria y subcepción, la percepción de que todo se encamina al desastre y el caos sin que se sepan los motivos exactos. Tarr definió en el coloquio del pase de la película su historia como “un cuento de hadas” —bastante siniestro, se dirán algunos— y dijo que hizo el filme en un momento en que “no podíamos imaginar que el mundo iría a peor, como así ha sido”. La película, con imágenes tan inolvidables y perturbadoras como la del viejo desnudo en la ducha cuando se desata la furia de la masa sobre los internados en un hospital psiquiátrico (¿represaliados políticos?) o la del ojo de la ballena (o el tanque T-34), muestra cómo a menudo “no tenemos coraje de resistir y por eso aparecen falsos profetas, lo que, tras alguien como Trump está muy claro”. El peligro, agregó el cineasta, “nace del miedo”. Para Tarr, los tres protagonistas de Werckmeister Harmonies son Janos, el musicólogo György Eszter y la ballena, “todos conectados con la eternidad”.
Preguntado por la relación de las novelas de Krasznahorkai con las películas, señaló que el escritor “es parte integrante del equipo creativo de la marca Bela Tarr” que componen él mismo, la editora y directora Agnes Hranitzky (su esposa), y el músico Mihály Vig. “Es un trabajo en equipo. Todos nosotros cuatro influimos en el filme, dando lo mejor que tenemos, compartiendo el mismo punto de vista; pero la decisión final es mía”.
Se puede puede recorrer el cine principal de Tarr a través de sus animales. La hobbesiana ballena de Werckmeister Harmonies, el caballo nietzscheano de A torinoi lo (Tarr se inspiró en la famosa anécdota de Nietzsche cuando observó traumatizado como un cochero pegaba a su animal de tiro que se negaba a moverse y se abalanzó para abrazar al caballo) y el gato torturado y matado por su dueña, la niña Estike, en Sátántangó. Estos días ha explicado que no ha visto nunca una ballena (“soy de un país sin costa”) y que estuvo toda la filmación discutiendo con una experta en cetáceos adiestrada en Vancouver que les asesoraba y señalaba que el ojo no estaba a la altura adecuada (“cuando yo lo que buscaba era el encuadre”). Del caballo (con el que la figura canosa, cansada pero a la vez enérgica de Tarr y la tozudez de sus ideas y estilo guardan cierta relación), explicó que era una yegua y que ya ha muerto, aunque “fue feliz en una bonita granja tras pagarle una pensión” después del filme. La adquirieron, explicó, tras “un difícil casting”, en un mercado de caballos en la frontera de Rumanía donde la vendían “como un inútil trozo de mierda para convertirla en salchichas”. Era un caballo terco que no servía para nada “pero resultaba ideal para la película y la compré inmediatamente: es imposible hacer actuar a un caballo si no tiene ya una predisposición a hacer lo que tú pretendes”. Consideró que no es diferente con los actores, en los que busca personalidades y no virtuosismo interpretativo. “Les hago hacer, hacer, hacer como auténticos seres humanos, eso es suficiente”. En cuanto al gato, tranquilizó explicando que sigue vivo, aunque desmintió la especie de que se lo hubiera quedado tras el rodaje. Era el gato de un amigo y él ya tenía uno.
Los coloquios con Tarr, que lleva días hilando una larga charla, velada a velada, que va acompañando sus películas, están sirviendo para profundizar de manera privilegiada en la interpretación de los filmes y para disfrutar de escuchar en directo al maestro tras la conmoción de ver sus obras. Adentrarse en la concepción del cine de Tarr (del que son fans Scorsese, Jarmusch o Gus Van Sant y lo era Susan Sontag, aunque tiene también detractores) y conocer de primera mano su forma de pensar y trabajar está siendo una maravilla. Se considera un irredento perfeccionista que no se rinde nunca y eso, subraya, afecta a la cámara, el encuadre y la interpretación. De su cine dice que comenzó hablando de temas sociales para pasar a los ontológicos y luego a los cosmológicos. “Empecé a los 22 años, el lenguaje no nace contigo, sino que lo vas desarrollando, progresa paso a paso y cuando está completo, paras”. Tiene un sentido inmanente del cine. Localiza, se sienta en los lugares, imagina lo que pudo haber pasado y luego todo viene, relató. Una vez, contó, le preguntó a Godard el secreto de hacer cine y este le dijo que no lo sabía, que simplemente le venía. “Eso mismo pienso yo, es algo que viene, algo que sientes”.
Apuntó que no quiere explicar historias sino mostrar la vida. Y recalcó que no está por el cine político: “La cámara no es una pistola, no es un arma, es sólo una herramienta ridícula, mierdosa, comparada con una metralleta. Un cineasta no es quién para decir a la gente cómo debe actuar, ese no es el papel del cine”. Y remachó dirigiéndose al público: “Tengan opiniones y actúen en consonancia con ellas, sigan su conciencia”.
De A torinoi lo, cuyo tempo y gravedad convierten El séptimo sello o Solaris en animadas fiestas, recordó que es su última película y su despedida, pues decidió no hacer ninguna más después, aunque prosigue su tarea creativa en otros formatos y en la pedagogía del cine. Explicó que el filme es “un Génesis a la inversa” que muestra la deconstrucción del mundo, el paso de la luz a las tinieblas, y en el que cada plano está rodado como si fuera el último para acabar, el sexto día de la narración, con que se ha hecho la oscuridad (”¿qué es esta oscuridad, papá?”, es una de las líneas más sobrecogedoras de la lacónica película). “El tema principal es ese, un antigénesis”. En el filme, continuó, parece que cada día es el mismo, pero no es así. “Creedme, aunque sintáis que los días son iguales no lo son: cada día estáis más viejos y más débiles”. Reflexionó que la desazonadora película no es la historia de un apocalipsis, porque “el apocalipsis es un show televisivo”, sino un lento y predecible desaparecer. “Sólo tratamos de hacer lo mejor para sobrevivir”, meditó.
Del viento omnipresente en la película dijo que en el cine son fundamentales el espacio, el tiempo y la naturaleza, y que para A torinoi lo escogió el viento porque estaba harto de la lluvia tras las siete horas de mostrarla en Sátántangó. En cuanto a la conexión Nieztsche de la primera, recordó el inicio de Así habló Zaratustra y dijo que “si Dios ha muerto estamos en el antigénesis, si Dios ha muerto, su creación también”.
Interrogado sobre el pesimismo que para algunos desprenden sus películas, cuestionó a la mujer que le había hecho la pregunta después del pase de A torinoi lo: “¿Se siente usted más fuerte o más débil tras ver mi filme?”. “Más débil”. “Pues disculpe, mi intención era que se sintiera más fuerte”. Y añadió: “¿Es depresivo el Réquiem de Mozart? No, verdad, pues esta película es mi Réquiem”.
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