Michel Peissel y el goce de explorar lo remoto y prohibido

Reencuentro con el desaparecido aventurero francés que nos llevó al Mustang, el Bután y el Zanskar y vivió en Cadaqués

Michel Peissel ante las ruinas de un fuerte en el Mustang.

Me he reencontrado con Michel Peissel, puro viaje, aventura, sueño de nieves eternas y goce de explorar lo prohibido. No ha sido, el encuentro, en un reino himalayo perdido sino en la nueva edición revisada de Pioneros de lo imposible: hitos de la exploración contemporánea, el notable libro de Javier Jayme (Alianza editorial, 2022), que, por cierto, tiene un bonito capítulo sobre el conde Almásy, el de El paciente inglés, además de una portada con la impagable foto de Stanley to...

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Me he reencontrado con Michel Peissel, puro viaje, aventura, sueño de nieves eternas y goce de explorar lo prohibido. No ha sido, el encuentro, en un reino himalayo perdido sino en la nueva edición revisada de Pioneros de lo imposible: hitos de la exploración contemporánea, el notable libro de Javier Jayme (Alianza editorial, 2022), que, por cierto, tiene un bonito capítulo sobre el conde Almásy, el de El paciente inglés, además de una portada con la impagable foto de Stanley tocado con la extravagante gorra que se inventó para ir a patearse el Congo. ¡Ah, Michel Peissel! El viajero y explorador francés (París, 1937-2011) es —con Thor Heyerdhal, que también sale en el libro de Jayme— el eslabón que muchos de mi generación tuvimos para enlazar con los grandes aventureros históricos. Porque Stanley y Almásy ya estaban criando malvas en nuestra época (y a Thesiger no lo conocíamos aún), pero Peissel se paseaba por Cadaqués, donde tenía casa desde 1962. Y una casa estupenda, con una biblioteca envidiable: doy fe.

Jayme dedica un capítulo al recordado autor de Mustang, reino prohibido en el Himalaya, esa obra iniciática (1969) que nos abrió las puertas de aquellas remotas y misteriosas regiones que habíamos entrevisto, tras las paparruchas de Lobsang Rampa, a través de la imaginación del novelista James Hilton —y el cartón piedra de los decorados de la versión cinematográfica de Frank Capra— en Horizontes perdidos. Precisamente mi particular Shangri La, el legendario y feliz reino himalayo donde no se envejece, era la sección de libros amarillos de Editorial Juventud que se alzaba como una pequeña cordillera exótica en las estanterías de aventura y exploraciones en la planta sótano de la antigua Librería Francesa de Barcelona que ocupaba el chaflán Muntaner/ Diagonal, donde hoy está el Café Berlín. Un día, muchos años después, bajé al viejo sótano con Adri Matheu, el propietario del bar, y casi me da un soponcio: allí seguía yo de niño, con 190 pesetas en el bolsillo y tratando de decidirme entre Buthan secreto y El mundo perdido de los mayas.

El monasterio de Tikse, en una acuarela de Michel Peissel de 'Tíbet, la peregrinación imposible'.SIRPUS

Javier Jayme reivindica la valía de Michel Peissel como explorador frente a los que dudan de sus realizaciones, generalmente anglosajones a los que les ha molestado que un francés, o, ya que estamos, un alemán como Heinrich Harrer (que desenmascaró a Lobsang Rampa y al que Peissel conoció personalmente), se metieran en el que consideraban su terreno geográfico y literario. En cambio, Peter Matthiessen y Jan Morris han hablado muy bien de Peissel. En su libro, Jayme, en el capítulo titulado Quedaba un reino himalayo desconocido, explica la aventura del viajero en el Mustang en 1964 (Peissel había arribado al Himalaya en 1959 tras su peligrosa expedición por las selvas del Yucatán visitando ruinas mayas) y cómo el milenario reino de Lo y su prodigiosa capital amurallada Lo Mantang, menos conocidos que la Luna, le revelaron al explorador sus secretos inviolados. Por su parte, el propio Peissel en el arranque de Mustang, reino prohibido en el Himalaya escribe: “Soñaba en un horizonte perdido, y presentía que allí, en algún punto, existía la última tierra intacta, ilesa y sin edad, un mundo inexplorado”. El francés, con un salvoconducto expedido por el rey del Mustang (hablar tibetano le abrió muchas puertas), exploró durante dos meses el reino, anotando las costumbres de sus gentes y estudiando su historia en los libros secretos.

Monjes en un monasterio del Zanskar.J. A.

Siguiendo un impulso, he sacado todos los libros de Peissel de mi biblioteca, ubicados en un sector pertinentemente a desmano, y me he vuelto a sumergir en esa prosa que te estimula a hacer el equipaje y partir en busca de aventuras y parajes remotos. De hecho, una vez, hace muchos años, sucedió así. Al hojear mi viejo ejemplar de Zanskar, reino escondido y remoto (1983), han brotado de entre las páginas un puñado de rupias manoseadas, unos pelos de yak, una amapola azul del Himalaya seca, y unas fotos de paisajes inenarrables, prueba de que estuve en el legendario país del cobre blanco y “tierra de elección de las hadas” tras los pasos del francés y empujado por pasajes suyos como este: “¿Dónde podría ir?, ¿dónde encontrar nuevos horizontes? Conocía el goce de descubrir y me obsesionaba el recuerdo de unos tiempos en que sentí el maravilloso estremecimiento de haberlo conseguido. Aquellos amaneceres en lugares desconocidos, sin nombre…”.

Niños en el Zanskar.J. A.

Estuve, pues, en el Zanskar en 1988 y aún me asombro de haber ido, de haber cruzado ríos caudalosos, puentes estremecedores (de las comidas ni hablemos), y el famoso paso de Shingo La, a 5.000 metros de altura. Fue un viaje importante porque descubrí la distancia (y valga la palabra) entre la realidad y la lectura y, sobre todo, que no estaba hecho para ser un explorador de verdad, vamos ni de verdad ni de ningún tipo; ni aun leyendo las obras completas de MIchel Peissel. De hecho, más de una vez desfallecí en el trayecto y pedí a mis encallecidos compañeros de aquel riguroso viacrucis a pie que me abandonaran en una de las trampas de piedra para lobos que eran de las pocas atracciones en una tierra inhóspita y sobrecogedora de terrible belleza. No encontré al leopardo de las nieves ni al yeti, ni el tercer ojo, y por poco no me perdí a mí mismo en aquel reino perdido en el que el summum de la vida social era tomar té con mantequilla con un lama.

Panorámica de un paso de montaña del Zanskar.J. A.

Entre los libros de Peissel tengo el precioso Tíbet, la peregrinación imposible (Sirpus, 2005), que reúne en formato grande una colección de cien acuarelas (Peissel era un magnífico artista) de monasterios, templos y otros edificios de la cultura tibetana realizadas por el explorador en sus expediciones. Al abrirlo, ha caído de dentro una hoja de cuaderno de dibujo, con un retrato a sanguina firmado por el propio Peissel. Me lo he quedado mirando y me ha devuelto una mirada conocida, lo que no es raro, porque el retratado soy yo.

Michel Peissel con un tibetano durante una de sus exploraciones.

Visité a Michel Peissel en su casa de Cadaqués en enero de 1999 para hablar de su libro Los últimos bárbaros que publicaba entonces Península en la colección con Altaïr y en el que el explorador explicaba su descubrimiento en 1994 de la fuente primera del Mekong en el Tíbet, uno de los grandes misterios geográficos que quedaba por resolver. De paso halló también un caballo desconocido para la ciencia, el riwochee, un poni tibetano. Estar ante el hombre que me había llevado a tantos sitios fue maravilloso (y yo tuve el detalle de no reprocharle lo del Zanskar). Peissel, que estaba fondón —detestaba los deportes, que le parecían una pérdida de energía innecesaria—, era amable, sencillo y simpático. En su conversación aparecían como si tal cosa el Dalai Lama (al que le afeó personalmente su actitud indulgente con los chinos: si alguien puede ser indulgente es el Dalai Lama, digo yo), los guerrilleros khambas, los temidos golok, el rey del Mustang o los yak, de los que decía, con experiencia digna de Fideo de Mileto, que era mejor montar los que no tenían cuernos. No se vanagloriaba de nada (hasta se consideraba una persona miedosa) y seguía buscando obstinadamente reinos perdidos, incluso en Cadaqués, que, si bien se mira… Mientras hablábamos dibujaba y al final me mostró el retrato que me había hecho, y me lo regaló. Que hubiera salido de la misma mano que dibujó el Potala, el chorten de Kumbum, el monasterio-cueva bon de Gurugem o a los resistentes nómadas tibetanos me emocionó muchísimo. Seguro que después de 40 años por las regiones himalayas y 29 expediciones, tenía cosas más interesantes que dibujar.

Otro quizá habría enmarcado el retrato para colgarlo en una pared, pero a mí me parece que estoy muy bien ahí, entre las láminas de los dibujos tibetanos de Peissel, habitante ya para siempre como él de los lejanos reinos perdidos, en el viejo Shangri La de sus inolvidables libros.

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