Ultramarinos
La calidad y singularidad de las comidas se reafirmaban por el orígen y presencia, en la confianza que generaban, sin marca ni rituales
Bastantes alimentos, en el pasado, sin marca -o autor inventor- tuvieron su aprecio y valor por su natural identidad, sus características, sin vestuario, fama y ritual agregados. Fuesen tomates, gambas, patatas, alcachofas, carnes diversas, sal, huevos, pimientos o pescados de litoral.
La calidad y singularidad se reafirmaban por el origen y presencia, en la confianza que generaba el conocimiento previo y el vendedor habitual, antes de que los regis...
Bastantes alimentos, en el pasado, sin marca -o autor inventor- tuvieron su aprecio y valor por su natural identidad, sus características, sin vestuario, fama y ritual agregados. Fuesen tomates, gambas, patatas, alcachofas, carnes diversas, sal, huevos, pimientos o pescados de litoral.
La calidad y singularidad se reafirmaban por el origen y presencia, en la confianza que generaba el conocimiento previo y el vendedor habitual, antes de que los registros de oportunidad, convenciones y linajes comerciales. La compra y el consumo reiterados certificaban la atracción, el éxito de un producto determinado en su época.
El valor final en la mesa y la proyección en el tiempo -la memoria del paladar y el gozo fugaz- generan la tradición, siempre gracias a elaboraciones domésticas simples y acertadas y, además, luego se sumaron los ecos de la moda reciente, el foro público dominante de la restauración.
Las temporadas de los cultivos y cosechas, los inevitables ciclos anuales en el campo, la huerta, el jardín de frutales de maduración sucesiva, marcaron la dieta de un territorio, los usos culinarios de una sociedad. Antiguamente también la caza, los frutos del bosque, hierbas y matojos naturales, también la pesca artesana, la captura de moluscos y cangrejos -extinguidos y ya prohibidos-, influyeron en el calendario de comidas de cuchara y tenedor, la alimentación en unas islas.
La cartera, la cuenta corriente, modeló los menús occidentales, articuló a la fuerza un estilo gastronómico simple, unos platos y manjares con sabores definidos, una cocina vital, primaria, esencial finalmente que no paupérrima.
En las épocas de austeridad y pobreza extremas, tan dilatadas, entre las minorías, las élites señoriales, primó la fascinación por lo complejo, sofisticado, redundante. Predominaba lo exótico o lejano, ultramarino a ser posible, una gastronomía de lujo sin complejos.
Quedan exégetas y rendidos apologistas de aquella cocina y repostería de minoría, exclusiva de los señores nobles y conventos de monjas de clausura -que existió- pero que no es la única, canónica, ni antagonista de la gastronomía tradicional de las inmensas mayorías, cocina austera, de mínimos no solo pobre.
En las ciudades, cerca de las casas del poder real, hasta finales del siglo XX existían tiendas tituladas “ultramarinos”, colmados con productos de importación, donde se acumulaban las novedades de frutos, conservas, especias, quesos, dulces y embutidos selectos elaborados, procedentes de más allá del mar, de los proveedores de la casa real o de un continente próximo o trasatlántico.
La cocina actual, en casi todas partes, no es una ni autóctona, vernácula, tradicional ni internacional, es una suma de todos los linajes y ultramarina por necesidad. Se insiste con justicia casi poética en la necesidad de priorizar el producto local, el kilómetro cero. Es una cultura de protección, simbólica y de emergencia. En unas islas casi todo es o fue forastero, comenzando por los habitantes, aun los referenciados como nativos, locales aunque secundarios entre la multitud multiétnica.
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