El ‘shock’ de los jóvenes
Se echa de menos de un Gobierno progresista políticas más decididas para facilitar la emancipación de los menores de 35 años y evitar que ser joven sea en España un factor de exclusión social
Ser joven es hoy un factor de exclusión social. Cómo han cambiado los tiempos para que una organización como Cáritas, volcada en la ayuda a los más necesitados, llegue a esa conclusión a la vista de los datos del último ...
Ser joven es hoy un factor de exclusión social. Cómo han cambiado los tiempos para que una organización como Cáritas, volcada en la ayuda a los más necesitados, llegue a esa conclusión a la vista de los datos del último informe Foesa sobre cohesión social. La sociedad española ha demostrado una gran capacidad de resistencia a la adversidad, pero en cada crisis económica la herida de la exclusión social se hace más grande y llevamos dos en apenas una década. La provocada por la covid-19 ha tenido un gran impacto: si en 2018 el porcentaje de población en situación de exclusión era del 8,6%, en 2020 alcanzó el 12,7%. Y eso a pesar de que, en esta ocasión, las políticas públicas no han contribuido a ahondar el desastre, como ocurrió en la crisis económica de 2008, sino que han permitido salvar empleo y dar cobertura a través de los ERTE a los trabajadores afectados.
Pero esas políticas apenas han alcanzado al grupo más damnificado, el de los jóvenes que ni siquiera tenían un empleo que salvar. El resultado es que la mayor exclusión social se produce ahora en el grupo de edad de 16 a 35 años. Un shock sin precedentes, en palabras de Cáritas. El porcentaje de jóvenes en exclusión severa ha pasado del 10% en 2008 al 15,1% en 2020, y hay además un 28,5% en exclusión moderada. Con estos datos, la edad media de emancipación a los 29,8 años (cuando la media europea es de 26,4) y una precariedad laboral enquistada, podemos decir, como Cormac McCarthy respecto de los viejos, que este tampoco es un país para jóvenes.
¿Cómo puede una sociedad maltratar de esta forma a quienes han de sostener el futuro? ¿Qué será de los mayores si los jóvenes se hunden? Es ya muy evidente que el ascensor social se ha parado. El Premio Nobel de Economía Paul Krugman ya vaticinó en 1990, en su libro La era de las expectativas limitadas, que por primera vez después de décadas de progreso y bienestar en el mundo occidental, los hijos vivirían peor que sus padres. Comprobar que sus hijos no pueden emanciparse, que no encuentran trabajo y que si lo encuentran, es tan precario y mal pagado que no les da para vivir, es algo que amarga a muchos padres de la generación del baby boom, que fueron los que subieron más alto en el ascensor social y ahora están de salida del mundo laboral.
Se echa de menos de un gobierno progresista que no haya diseñado medidas específicas y políticas más decididas para afrontar este reto. Es cierto que algunas de las reformas en marcha incidirán positivamente sobre los jóvenes. Particularmente la reforma laboral, si sale adelante, en la medida en que sea capaz de revertir la escandalosa tasa de temporalidad, que ha llegado al 90% de los contratos que se firman. También les beneficiará la subida del salario mínimo y las mejoras en la negociación colectiva, que ya se están notando en una subida sustancial de los salarios de las trabajadoras de la limpieza, las kellys, y otros colectivos postergados. Solo por eso, sería imperdonable que ERC, que se proclama de izquierdas, no diera sus votos a la convalidación del decreto y permitiera que la reforma naufragara.
En el otro gran problema de los jóvenes, el acceso a una vivienda asequible, tampoco se ha hecho suficiente. Aunque el Gobierno ha hecho gestos como la ayuda al alquiler, en realidad su impacto es más aparente que real pues apenas beneficiará a 50.000 jóvenes, una pequeñísima parte de los 1.450.000 que están en situación de exclusión social severa. Para resolver el problema de la vivienda hace falta mucho más que esa ayuda puntual. Si no se interviene sobre el mercado y los precios, es muy posible que esos 250 euros de ayuda queden engullidos en las dinámicas especulativas. Y no parece que la nueva ley de vivienda vaya a frenarlas. Tampoco parece que vaya a aumentar sustancialmente ese escuálido 2% de vivienda social que ahora tenemos.
Incompresiblemente, el Gobierno ha perdido la oportunidad de convertir en vivienda pública los fondos inmobiliarios de la Sareb, la sociedad constituida en 2012 para asumir los préstamos dudosos y más de 250.000 activos inmobiliarios de la banca rescatada. El Tesoro Público avaló entonces una emisión de deuda por valor de 50.781 millones de euros para comprar y gestionar esos fondos, entre los que había gran cantidad de viviendas construidas y solares edificables. Dos terceras partes se han malvendido a fondos buitre y otros inversores, pero todavía posee 46.162 viviendas, 36.693 garajes y trasteros, 20.246 obras en curso, 30.016 solares y 11.363 terciarios, que son promociones alejadas de núcleos urbanos. La Sareb tiene un pasivo de 35.000 millones que ahora debe computar, por exigencia de Bruselas, como deuda pública. El Gobierno se propone ampliar su actual participación del 45,9% de la Sareb comprando a un precio simbólico la parte que ahora detentan los principales bancos. Teniendo en cuenta que va a asumir una deuda en su mayor parte irrecuperable, cuando detente la mayoría tendrá una nueva oportunidad de utilizar los activos que queden para crear un banco de vivienda y suelo público. ¿Lo hará?