Remeros del periodismo

Tan necesario para el oficio son un gran timonel y una brillante oficialidad como la marinería que deja anónimos jirones a mayor gloria de los de cubierta

Carl Bernstein (izquierda) y Bob Woodward, en la redacción de 'The Washington Post', en 1973.AP

Los siete samuráis de Akira Kurosawa es uno de mis filmes fetiche, he empezado un coleccionable de coches de James Bond y llegué tarde a una charla de Mònica Bernabé sobre su experiencia como corresponsal en Afganistán. Estoy hablando de lo mismo, no crean. La cosa arranca a finales de los años 80, cuando se barajó mi nombre para corresponsal en Londres del diario donde estaba. Hice una papillita con vagas excusas familiares...

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Los siete samuráis de Akira Kurosawa es uno de mis filmes fetiche, he empezado un coleccionable de coches de James Bond y llegué tarde a una charla de Mònica Bernabé sobre su experiencia como corresponsal en Afganistán. Estoy hablando de lo mismo, no crean. La cosa arranca a finales de los años 80, cuando se barajó mi nombre para corresponsal en Londres del diario donde estaba. Hice una papillita con vagas excusas familiares y mi paupérrimo nivel de inglés (My tailor is rich and my mother is in the kitchen: aún hoy, poco más allá de esto de Los Toreros Muertos) y decliné.

Aquello marcó mi sino: a la vuelta, sin duda, siempre eres otra persona; quizá también otro profesional. O no, pero este oficio recompensa con estatus a aquél que dejó el nido, firma noble para siempre jamás. Hacedores de reportajes golosos, lo normal como corresponsal es regresar ungido con laureles que te libran de la grasa de la cadena de montaje de la producción periodística diaria. Antes, seguro. Ahora, quizá no tanto. “Eso ya no te garantiza un futuro profesional mejor”, denunciaba Bernabé en 2017 a la vuelta de una de sus visitas a Afganistán, donde vivió entre 2006 y 2014. “Si a los tres meses no produces nada notorio, la gente se olvida de ti; no se te valora”. El periodismo, cada vez más efímero… Y lo decía quien, tras su Afganistán. Crónica de una ficción (2012) ahora escribe de las páginas más preclaras para, sabiendo del ayer, entender hoy lo que pasará mañana en esa topografía de la vergüenza occidental que es Afganistán; como Rusia y Putin con El imperio (1994) de Ryszard Kapuscinski.

Bernabé dejó un contrato fijo en El Punt para pasar a ser free-lance: lamento de sus padres y, con los años, renuncia a una vida personal y familiar. Un triple salto al que nunca me atreví, escudado en papillitas que me fui comiendo a lo largo de una vida periodística ubicada en la dorada medianía. Pero también por la convicción, eso sí, de que tan necesario para el oficio son un gran timonel y una brillante oficialidad francotiradora como la marinería que rema como posesa, en un maremoto cotidiano de comas ajenas entre sujeto y verbo, generosa en el bracear en informaciones que no alcanzarán el Pulitzer pero que deben estar ahí, dejando anónimos callos, jirones de uno a mayor gloria de textos (o tiempo) de los demás de cubierta.

En esa bancada cada vez hay menos remeros. No hay tiempo, ni conciencia, ni espíritu de sacrificio, ni el valor de lo colectivo sobre lo individual. Nada que no se dé en la vida. “El estanque se está secando; los peces están nerviosos. Consigue algún gran perfil, gana un premio. Quizá así encuentres un estanque más grande”, suelta, ácido, un veterano del Baltimore Sun a un joven y ambicioso periodista en The Wire.

Siempre fue así, sólo que hoy es aún más invisible. Pero alguien confió en esos jovenzuelos de Local de The Washington Post, Woodward y Bernstein, cuando se iba enmarañando ese Watergate que sería historia del periodismo; especialmente en el segundo, mujeriego e irresponsable dilapidador de notas de gastos. Con un lápiz rojo y exigiendo hasta cuatro filtros por cada información estaban un anónimo Barry Sussman, especialista de Municipal que pusieron a coordinar, y el mismísimo director, Ben Bradlee, que el verano de 1973 sufrió la caída descontrolada de un párpado, amenaza de tumor cerebral que quedó en nervios. Quizá aun sea la serie periodística más delicada y larga con menos errores jamás publicada.

Tras la Hiroshima de John Hersey, pieza mayúscula del Nuevo Periodismo, estaba el director de The New Yorker, William Shawn, que le propuso un enfoque inédito: un reportaje de factor humano sobre los supervivientes de las bombas atómicas. Shawn y el aún más anónimo editor Harold Ross intervinieron en 200 cambios en el original y decidieron que el artículo de 150 páginas destinado a cuatro entregas mutara en monográfico por vez primera en la cabecera.

Todos califican ahora de clásico a Gay Talese y a sus reportajes, pero fue un tal Harold Hayes quien, desde Esquire, apostó por un redactor del The New York Times que quería explorar la crónica, frustrado por las apenas dos mil palabras que le dejaban en el diario. Hace falta valor y olfato para encargar para The Nation un reportaje sobre la banda de Los Ángeles del Infierno a un díscolo Hunter S. Thompson expulsado de Time por robar whisky y material de oficina: se la jugó el ignoto Carey McWilliams.

No mucho más segura era la apuesta de Clay Felker para que Norman Mailer escribiera el que sería su innovador Superman va al supermercado, sobre la convención demócrata de 1960 que encumbró a Kennedy: se lo propuso en el mismo bar y a los pocos minutos de ser testigo de la pelea a bofetadas del escritor con su mujer. En este caso, el retoque de un titular provocó que Mailer no colaborara en Esquire dos años… Nadie es perfecto y los egos, incontrolables. “Esta llamada sí debo cogerla”, se me disculpó Jon Lee Anderson en una entrevista. Caballeroso, se explicó. “Era mi editora: quería ratificar si la planta que digo que tenía Fidel Castro es esa porque no se da en un clima tropical”. Chequeaban su perfil del dictador en The New Yorker… Así también se escribe el periodismo: con solidaria y anónima empatía, cada día.

“Arrepentirse no es profesional”, suelta M. a un intrépido (tipo Bernabé) Bond, en el que proyecto lo vital y lo profesional (Ian Fleming cambió periodismo por novelas), lo que nunca haré. Para satisfacción de mi fetichismo, compruebo que en la colección de coches no estará el modelo que conservo de niño, el Aston Martin DB5: el que más ha aparecido en sus filmes (ocho). Le veo simbolismos y esencias… Y está también, claro, una filosofía de vida, no tan alejada como parecería de la de los samuráis de Kurosawa: el valor del grupo y aquel final donde asoma un sacrificio incomprendido.

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