LA CRÓNICA

Caballos hacia la luz

Una visita relámpago desde Barcelona al espectacular yacimiento extremeño del Turuñuelo de la mano de la Fundación Palarq

El patio sacrificial del edificio tartésico del Turuñuelo (Badajoz), con los esqueletos de caballos.CSIC

El arqueólogo rasca con infinita paciencia la tierra alrededor de la pata de caballo, colocada en una posición como si el animal sacrificado hubiera quedado congelado en el tiempo mientras marchaba al paso. Congelado es un decir porque aquí abajo, en el antiguo patio del santuario tartésico de Casas del Turuñuelo (en Guareña, Badajoz), hoy subterráneo, hace un calor de mil demonios, de verano extremeño. Llevar casco de obra, con redecilla para evitar contagios, no ayuda a refrescarse. Estamos en uno d...

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El arqueólogo rasca con infinita paciencia la tierra alrededor de la pata de caballo, colocada en una posición como si el animal sacrificado hubiera quedado congelado en el tiempo mientras marchaba al paso. Congelado es un decir porque aquí abajo, en el antiguo patio del santuario tartésico de Casas del Turuñuelo (en Guareña, Badajoz), hoy subterráneo, hace un calor de mil demonios, de verano extremeño. Llevar casco de obra, con redecilla para evitar contagios, no ayuda a refrescarse. Estamos en uno de los lugares más excepcionales y espectaculares de la antigüedad de nuestro país. Y excepcional y espectacular ha sido también la manera de llegar hasta aquí desde Barcelona: en jet privado alquilado para la ocasión por el empresario catalán Antonio Gallardo (1936), presidente de la Fundación Palarq de paleontología y arqueología y en compañía de patronos de la entidad y miembros del jurado que concede su premio, que en su primera edición recayó precisamente en la investigación del yacimiento pacense.

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La salida a visitar el sitio, con esa pegadiza excitación de los viajes en grupo que convierte incluso a los individuos más sesudos e insignes en colegiales de excursión (ambiente al que ayudó el que se repartieran al partir sombreros de paja para protegerse del sol badajocense), sirvió para conversar con gente tan interesante como Lluís Monreal, director del Aga Khan Trust for Culture (AKTC), la catedrática de Arqueología Margarita Orfila, la paleontóloga y primatóloga francesa Brigitte Senut, el presidente de RBA Ricardo Rodrigo (de riguroso negro para afrontar como un tuareg el calor en el yacimiento) o Pepe Serra, director del Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC), entre otros. Con gorra de béisbol que le proporcionaba un aire de capitán de portaviones y convertido en el fotógrafo oficioso del grupo, Monreal, que precisamente ha publicado el libro de fotos de gran formato Tasbih, instants d’un monde en transit (Infolio), con imágenes extraordinarias y retratos conmovedores de sus viajes a sitios como Lahore, Kabul o la Gran Mezquita de Djenné en Mali, explicaba que la entidad que dirige se va a encargar de la reconstrucción de Alepo. Tocados con sombrero los demás parecíamos Zahi Hawass, excepto Màrius Carol también con gorra y aspecto de ir a pescar un pez espada en los Cayos de Florida. La mejor equipada era Senut, ataviada como para recorrer el Kalahari, desierto que, precisamente, conoce como su casa.

Por su parte, Gallardo comentaba que el segundo premio Palarq se fallará el 7 de octubre y que esta vez le tocará ganar a alguna investigación paleontológica, “aunque eso ha de decidirlo el jurado”. ¿Entonces, no es aún el momento del Proyecto Djehuty de excavación en Dra Abu el Naga (Luxor)? “Ya llegará la ocasión de tus amigos egipcios”, reía Gallardo. Es conocido el interés, incluso la pasión, del presidente de la fundación por la paleontología humana. “Me empezó a interesar a los 18 años al leer a Teilhard de Chardin; trabajaba en la empresa familiar y luego iba en moto a cursos en el Museo Arqueológico”. Gallardo, al que le fascinan las modernas aplicaciones de la genética a la paleontología, destaca cómo ha cambiado la idea de la evolución humana desde los tiempos de los Leakey a nuestro más reciente primo, el hombre dragón. De los arqueólogos y paleontólogos subraya que tienen que aprender a pedir dinero, y a ser posible no siempre a él. El reactor nos llevó a Badajoz en menos tiempo del que desearías para disfrutar de sus comodidades, aunque, por criticar algo, me pareció que había mucho dorado en el interiorismo: uno siempre preferirá un sobrio Spitfire a un Bombardier Global 6000.

Miembros del grupo de la Fundación Palarq, entre ellos Antonio Gallardo, con los brazos cruzados, reciben información de la arqueóloga Esther Rodríguez antes de bajar al yacimiento del Turuñuelo.

El yacimiento protohistórico del Turuñuelo, al que llegamos tras una horita de minibús desde el aeropuerto de Badajoz animados por las canciones -tipo que buenos son los padres Escolapios- de Lluís Reverter, ex mano derecha de Narcís Serra en Defensa, tras franquear el Guadiana y observar muchas cigüeñas y abejarucos, se encuentra en un amplio paraje de campos y dehesa. Consiste en un gran túmulo, un montículo artificial, lleno de sorpresas y misterios al que se accede aventureramente por un agujero en la parte superior como si entraras en el Hades. “Aquí mismo estaba el esqueleto que encontramos, quizá un centinela, porque había puntas de lanza a su lado”, explica en el vestíbulo, con sorprendente alegría, visto el contexto, Esther Rodríguez, la joven codirectora de las excavaciones con Sebastián Celestino. Al fiel guardia, el único resto humano hallado hasta ahora y cuya dentadura está tan bien conservada que hasta se le ve el sarro, lo han bautizado Desiderio.

Pasamos por la famosa Estancia 100 o de los dioses, con su bañera, altar o sarcófago, una de las habitaciones del gran edificio de adobe, ladrillo y piedra que fue incendiado, sellado rellenándolo con tierra y abandonado por sus moradores, sin que se sepa la causa, hace 2.500 años. Se fueron después de ofrecer un último sacrificio de caballos y un banquete ritual, en el que parece que corrió el vino. En la siguiente habitación hay los restos de un animal pequeño en el suelo. Me lo quedo mirando con expresión de entendido en ofrendas de la Edad del Hierro, hasta que la arqueóloga me informa con tono jovial: “Es un gato que se coló en la excavación hace dos años y murió aquí”. Lo han dejado, en un alarde de pragmatismo científico, por si sirve para aprender algo de cómo se descomponen los cuerpos en el yacimiento.

Arqueólogos trabajando en los restos de un caballo sacrificado en el patio del edificio del Turuñuelo, el miércoles.

La perla de la visita es el gran patio debajo de todo del túmulo y al que se accede por una impresionante escalinata de 11 peldaños que desciende unos cuatro metros. Es un espacio de 125 metros cuadrados en el que aparecieron, en una escena digna del death-pit de Ur, la fosa de la muerte que excavó Woolley en la necrópolis real mesopotámica, los esqueletos de más de treinta caballos sacrificados que resultan el elemento más sobresaliente del Turuñuelo, su “gran drama”, como anotó Monreal. Esos caballos, en cuyos lomos cabalga la fama del yacimiento y que galopan de la noche de los tiempos hacia el día y la luz de la ciencia al igual que los de la familia de los Vadell de Baltasar Porcel lo hacían en dirección contraria, cap a la fosca, los está estudiando una batería de arqueozoólogos, veterinarios y especialistas en équidos. El que están extrayendo hoy es el último de los que había tumbados en el suelo. Parafraseando a Michael Sarrazin en Danzad, danzad malditos, ¿también mataban a los caballos en la Edad del Hierro? “Es un sacrificio, indudablemente, una hecatombe”, explica Celestino. ¿Cómo los mataron? “Lo ignoramos, ¿degollados?, ¿golpeados con una maza?, no encontramos indicios aún de heridas o traumatismos así que quizá los envenenaron”, apunta la especialista Pilar Iborra.

Se está estudiando la procedencia de los desgraciados caballos, algunos con bocado de hierro y dispuestos en parejas. Ya sabemos que uno, el más grande, bautizado Fermín, provenía de lejos, del norte de África, de Cartago. Se ha hallado también asnos, mulos y 7 vacas, 5 cerdos y un perro, asimismo sacrificados. Y muchísimos objetos, entre los más destacados el pedestal con los pies de una estatua de mármol griego, un marfil de hipopótamo inscrito y una vajilla que seguramente sirvió para el animado último banquete ritual antes de chapar el santuario.

Tras la visita, una comida en el restaurante Quinto Cecilio de Medellín, con vistas al castillo, permite departir más relajadamente con los arqueólogos (mejor ante un entrecot, ¡y qué entrecot!, que frente a un esqueleto de caballo). Rodríguez trata de sintetizar todo lo que usted quería saber de Tartesos pero no se atrevía a preguntar. “Hoy, después de muchas mixtificaciones, hablamos de cultura tartésica -del siglo IX al V antes de Cristo-, como la que se forma en el contacto de los fenicios con las poblaciones locales del suroeste de la península ibérica”, establece. “Tartesos es un término que nos dejaron los griegos, no sabemos de qué manera se denominaban ellos mismos”.

Una cosa lleva a otra, corre un estupendo Ribera del Duero, en recuerdo del banquete ceremonial tartésico, por supuesto, y Reverter nos explica cómo se encargó de disponer en El Escorial el cuerpo de Juan de Borbón, incluidos algunos detalles escabrosos. Alguien propone enterrar al emérito en Turuñuelo. Carlos Losada, que está obsesionado con la idea a lo Agatha Christie de que el centinela del yacimiento pudiera haber sido asesinado, se asombra de que yo hubiera conocido en los años setenta a la chimpancé Flora, uno de los monos que su madre refugiaba en el piso de la familia en la plaza de Gala Placidia; y más aún de que hubiera sido pretendiente de Lucía Montoliu, hermana de su cuñado. “Pues se ha hecho independentista”, me remarca. El tiempo pasa, no sólo para los tartésicos, constato envuelto en una rara melancolía que lo abarca todo, la Fundación Palarq, Turuñuelo, La Edad del Hierro, los caballos sacrificados, Lucía y hasta el viejo gato intruso que se coló en el yacimiento como yo, perseverante advenedizo, me he colado en este viaje y en tantas historias y vidas, pasadas y presentes.

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