El keniata KMRU inauguró en la basílica de Santa María del Mar el festival multidisciplinar Etnoscòpic
El artista desplegó su música ‘ambient’ en una hermosa velada de espiritualidad laica
La basílica de Santa María del Mar llena. Como si de una misa se tratara todo el mundo miraba hacia el altar mayor. Pero no había un cura, sino un señor, se sabía, no se veía, cubierto por una capucha, sin luz, piel negra sin concesiones. Sentado frente a una mesa forrada de rojo Pentecostés, trasteaba aparatos que bien podrían abrir remotamente puertas de parking. Iluminados los fustes de las columnas del presbiterio, el espectáculo, la luz más hermosa, se filtraba por el rosetón situado a las espaldas de la nav...
La basílica de Santa María del Mar llena. Como si de una misa se tratara todo el mundo miraba hacia el altar mayor. Pero no había un cura, sino un señor, se sabía, no se veía, cubierto por una capucha, sin luz, piel negra sin concesiones. Sentado frente a una mesa forrada de rojo Pentecostés, trasteaba aparatos que bien podrían abrir remotamente puertas de parking. Iluminados los fustes de las columnas del presbiterio, el espectáculo, la luz más hermosa, se filtraba por el rosetón situado a las espaldas de la nave central. Pero todo el mundo miraba donde nada había que ver. Miles de años de escenario no se olvidan por un detalle menor, amén de la incomodidad de girar el cuello. Se inauguraba con el concierto de KMRU, así se llama el artista encapuchado, Etnoscòpic, un festival que pretende explorar las realidades sociales y culturales del mundo ahuyentando la mirada exótica. No es la única mirada que deberíamos revisar.
Dice el filólogo nigeriano Abiola Irele “la música africana será tal el día en que renuncie a esa imagen que la condena a ser la eterna cuna de los tambores y los ritmos frenéticos y mire para afuera”. El keniata KMRU lo hace. Desplegó su música ambient con la parsimonia líquida del aleteo de una mantarraya, sucediéndose capas de sonido superpuestas en las que coincidían sonidos analógicos, quizás órganos, grabaciones de campo, voces y ruidos tenues que en conjunto subían y bajaban de intensidad como una marea digital. De igual manera, la noche iba filtrándose en paralelo por las vidrieras, como una proyección acompasada, de forma que de la policromía inicial del atardecer se pasó lentamente al azul que dominaba ya de noche los ojos de la basílica más alejados del suelo, allí donde la iluminación artificial de la calle no alcanzaba. Al final el rosetón era sólo nervadura pétrea, resaltada por la entonces dominante luz artificial del recinto, que bien podría haber estado a oscuras, como la Mar Bella cuando actuaron Daft Punk. Bellísimo el espectáculo, hermosísima la música, espiritualidad sin dioses bañando un recinto en el que no había castigo, penitencia ni perdón, sólo frágil quietud en inapreciable movimiento.
En este juego de sentidos encuentra Etnoscòpic parte de sus raíces. Festival multidisciplinar que se extiende hasta el domingo mediante charlas, instalaciones y conciertos con epicentro en el Museu Etnològic, anima a repensar nuestras consideraciones sobre lo diferente. Un ejemplo lo brinda la instalación de Irene Visa, Una Audioguia Possible, en la que un cuenco de la cultura Edo de Benin es en realidad un paragüero ovetense, un pergamino etíope resulta ser hijo del aburrimiento de un estudiante que pergeñó sus ilustraciones a espaldas del instructor y las botas de vino que cuelgan sobre la barra de la taberna El Xampanyet son almohadas inflables que los pastores usaban para la siesta y que se venden embolsadas porque a los turistas les repele el olor a la piel de animal con las que están hechas. ¿Es verdad la verdad?, ¿qué es un objeto fuera de su contexto?, ¿nos cuela goles nuestra credulidad?, ¿por qué somos tan tozudos que miramos donde nada hay? Preguntas de un festival que quizás no espera respuestas. Caminar sin esperar la llegada