“Nunca imaginé un final así”

Los familiares lamentan la soledad en la que murieron las víctimas en plena pandemia y no haberlas podido acompañar por las restricciones en los hospitales

La familia Prat muestra una imagen de los abuelos, fallecidos a finales del 2020.CRISTOBAL CASTRO (EL PAÍS)

Sandra Prat admite que necesita tiempo. “Me costará años superar lo que hemos vivido”, reconoce con la voz cortada a través del teléfono. Habla de sus abuelos —”casi unos segundos padres”—, de cuánto se querían, y de lo juntos que se fueron y a la vez tan separados. “Me siento vacía de solo pensar en su soledad final. Eso es lo que me cuesta más”, dice.

Los abuelos de Sandra son Francisca Gil, de 89 años, y Manel Prat, de 88. Murieron con 16 días de diferencia a finales del año pasado tras haber pasado toda la vida juntos. Su historia es el reflejo de la ...

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Sandra Prat admite que necesita tiempo. “Me costará años superar lo que hemos vivido”, reconoce con la voz cortada a través del teléfono. Habla de sus abuelos —”casi unos segundos padres”—, de cuánto se querían, y de lo juntos que se fueron y a la vez tan separados. “Me siento vacía de solo pensar en su soledad final. Eso es lo que me cuesta más”, dice.

Los abuelos de Sandra son Francisca Gil, de 89 años, y Manel Prat, de 88. Murieron con 16 días de diferencia a finales del año pasado tras haber pasado toda la vida juntos. Su historia es el reflejo de la crudeza de la pandemia en los hogares catalanes. La Generalitat superó este jueves los 20.000 fallecidos por coronavirus tras casi un año de epidemia, una cifra marcada por el aislamiento, la soledad, y finalmente el silencio.

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Manel y Francisca vivían con su hija, la madre de Sandra, en Matadepera (Vallès Occidental). La hija se había trasladado hacía un año y medio a casa de sus padres para cuidar de Francisca, con alzhéimer. “Tenía limitaciones con la alimentación, pero comía si estaba mi madre”, explica Sandra.

En octubre del 2020 ingresaron a Manel en el hospital. Tenía fiebre alta y un dolor que le impedía moverse. Se había caído unos días antes, pero los primeros diagnósticos descartaron que tuviera lesiones óseas y fue dado de alta. Finalmente, le descubrieron un hematoma interno que acabó infectándose y regresó al hospital. En ese tiempo, a Francisca le detectaron una infección de orina y también la ingresaron.

“Mi madre movió cielo y tierra para ir a verla y llevarle algunas cosas”, recuerda Sandra. “Nunca más pudimos entrar, y mi madre sentía que dejaría de comer y que sería el final. Y así fue”, añade.

“Mi abuelo no quería volver al hospital para no estar solo”, recuerda Sandra

Manel y Francisca se vieron por última vez a través de una pantalla de teléfono. El abuelo había regresado a casa “porque estaba mejor y faltaban camas”, asegura Sandra, y la abuela seguía en el hospital, donde estaría tres semanas más. “Se despidieron allí, a través del móvil. Él sabía que ella no saldría de aquello. Intentaba animarla, le decía que se pondría mejor y que irían a bailar. Pero aquello era una despedida”, recuerda la nieta.

La infección de Manel empeoró, volvió al hospital, y al poco de ingresar, Francisca murió. “Dejó de comer. Estuvo tres semanas sola. Entramos a verla el último día y ya ni nos conocía. Fue terrible”. Manel, ingresado, nunca supo que Francisca había fallecido. “No se lo digáis, dejará de luchar. Y yo no puedo dejaros pasar para acompañarle”, les recomendó un médico. El abuelo se infectó de covid en el hospital y murió a los tres días. Los dos se marcharon con 16 días de diferencia, en el más absoluto silencio.

”Nunca había imaginado un final así. Tan solos. Mi abuela no murió por covid, pero dejó de luchar por la soledad que sufrió. Y mi abuelo, lo mismo. Al final se van los dos a la vez y me queda el consuelo de que están juntos, pero tienes el pensamiento de que se están yendo y tú no estás allí, y eso es lo peor. No puedes transmitirles el calor ni el ánimo que necesitan. Y se rinden. Se rinden porque están solos. Cuando mi padre volvió unos días a casa no paraba de decir ‘¡me he sentido tan solo!’. No quería volver al hospital por eso”, resume Sandra, que lamenta la desinformación “bestial” de aquellos días.

Sandra es maestra en una escuela del pueblo. Sus alumnos le distraen y el trabajo la activa. Pero no es fácil pasar página. “No les pudimos acompañar. Y eso dificulta el duelo”, añade.

La psicóloga Elisabeth Kübler-Ross estableció las cinco etapas del duelo en su libro de referencia En la muerte y muriendo, de 1969, donde la primera fase era la negación. “No acompañar a alguien en el proceso final de su vida, y no verlo ni que sea en un féretro no ayuda a superar esta etapa”, admite Jordi Fernández, tanatopractor de la funeraria Mémora.

“Las familias tocaban el coche para despedirse”, dice un funerario

Jordi se dedica a recibir a los difuntos y a “devolverlos en las mejores condiciones y dignidad”. Su equipo desinfecta, lava, viste y acondiciona los cuerpos hasta que sus familias se los vuelven a llevar definitivamente. Con la pandemia, sin embargo, los velatorios se prohibieron durante algunos periodos para evitar contagios. “En marzo y abril parecía que viviéramos en una guerra”, recuerda Jordi. “No parábamos de enferetrar. Había un mar de cajas de difuntos y tuvimos 900 cuerpos en custodia. Llegamos a la situación de colapso en algún momento. Estaba todo a tope y las neveras no daban abasto. Fue preocupante. Las familias hacían un acto de fe al creer que dentro de la caja estaba su familiar. Los seres próximos te piden verlo una última vez, pero no podíamos por las restricciones sanitarias. La vida ha sido muy injusta con todos ellos y es una mancha que no se irá nunca...”.

Un último adiós

El traslado de los difuntos a los cementerios se convirtió en la última salida para muchos familiares. “Los chófers se encontraban a cuatro o cinco familias en las puertas de los cementerios y se lanzaban encima del vehículo para preguntar quién había dentro. Fue muy duro para todos. Imagina el nivel de desesperación, que tocar el vidrio del coche era su manera de decir adiós”, explica un portavoz de la empresa.

Jordi admite que para realizar este tipo de tareas “tiene que gustarte”, pero que nadie estaba preparado para el volumen de trabajo que alcanzaron. “Psicológicamente era muy duro. No desconectas en ningún momento. El día que todo vuelva a la normalidad, algunos necesitaremos ayuda psicológica. Cuando todo acabe iré a tratarme. Noto que estoy muy tierno, no soy el que era, tengo las emociones a flor de piel y cualquier cosa me hace llorar”, reconoce.

A pesar de la crudeza de la pandemia, el tanatopractor mantiene recuerdos imborrables. “Una chica de 18 años me pidió una medalla que tenía su difunto por su valor sentimental. No podía decirle que no. Fui, me vestí con la EPI, abrí la caja y se lo devolví. El agradecimiento, con su mirada, es infinito, aún sin abrazarnos. Y esto es lo bueno de mi trabajo”.

Para Jordi, sin embargo, la Administración no ha valorado suficiente la tarea de su sector. “Aún esperamos que el Ayuntamiento de Barcelona nos agradezca el trabajo que hicimos. Nos sentimos olvidados. ¿Tú crees que no somos dignos de que no se nos considere profesionales de primera línea o que nos mencionen en el Parlament?”, añade.


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