Los supervivientes de los dos mayores cayucos de la historia: “Éramos 350 personas en la playa queriendo subir”

Cinco de los ocupantes de dos embarcaciones que llegaron a El Hierro con 271 y 320 personas cuentan cómo se gestó un viaje marcado por la desesperación y las alucinaciones

Llegada al puerto de La Restinga de un cayuco con 320 personas a bordo el pasado 21 de octubre.Gelmert Finol (EFE)

Dos cayucos a punto de reventar han hecho historia en la ruta migratoria canaria. El primero llegó a El Hierro el pasado 3 de octubre con 271 personas a bordo y la impactante imagen de la barcaza de apenas 25 metros de eslora entrando en el puerto atrajo a periódicos, radios y televisiones a la más occidental de las islas Canarias. Nunca se había visto tanta gente en un solo cayuco y aquel hito acabó siendo un antes y un después en la ruta que ha batido todos los réco...

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Dos cayucos a punto de reventar han hecho historia en la ruta migratoria canaria. El primero llegó a El Hierro el pasado 3 de octubre con 271 personas a bordo y la impactante imagen de la barcaza de apenas 25 metros de eslora entrando en el puerto atrajo a periódicos, radios y televisiones a la más occidental de las islas Canarias. Nunca se había visto tanta gente en un solo cayuco y aquel hito acabó siendo un antes y un después en la ruta que ha batido todos los récords de llegadas en el mes de octubre. Apenas 18 días después, otro cayuco con 320 personas pulverizaba la marca anterior.

Ninguno de los dos barcos debía venir tan cargado, pero buena parte de estos dos viajes que comenzaron en Senegal fue fruto de la desesperanza, la picaresca y del caos. Cinco de sus ocupantes cuentan qué ocurrió, por qué se atestaron las barcas y cómo acabaron en El Hierro. Su relato trasciende los números y revela la desesperación de miles de personas por marcharse de su país, aun sin saber qué encontrarán al llegar a su destino.

El de los 271 ocupantes era el cuarto cayuco que lanzaba al mar un grupo de pescadores de Joal, un pueblo costero al sureste de Dakar. Acabó también siendo el último. Aunque las autoridades recurren al imaginario de la mafia para explicar la inmigración irregular, lo que describen tres de sus ocupantes se parece más a un apaño entre vecinos. Organizado —y con miles de euros invertidos—, pero un apaño que, además, no salió como esperaban. “Quienes organizan estos viajes son personas normales que han visto la demanda y la aprovechan. Es gente que acaba metiendo en el cayuco a su propia familia”, explica Mbaye, uno de los ocupantes de la barcaza.

Llegada de un cayuco con 271 personas a El Hierro el pasado 3 de octubre.Salvamento Marítimo (EFE)

La demanda, efectivamente, es cada vez mayor. La salida de miles de jóvenes desde Senegal ha reactivado con fuerza la ruta canaria y ya son más de 32.000 personas las que han desembarcado en las islas a bordo de barcas de madera precarias. Es un récord histórico y aún faltan casi dos meses para cerrar el año. De Senegal emigran atraídos por una vida más próspera en Europa, pero huyen también de un entorno político que empieza a ser asfixiante. Mbaye, militante del principal partido de la oposición, hoy ilegalizado, se fue porque se sintió amenazado. “Tengo muchos amigos en prisión por manifestarse”, asegura. “El presidente dejó claro que los que no estábamos de acuerdo con su Gobierno debíamos irnos y hay mercenarios para recordárnoslo”, explica.

El viaje en cayuco de Senegal a Canarias cuesta entre 600 y 1.000 euros y depende del valor del cayuco. Este, pintado de colores, era de los nuevos y costó 14 millones de francos CFA (unos 21.350 euros). Lo cuenta Hakim, otro de los ocupantes, que conoce bien al hombre que lideró la organización del viaje. “Ellos hacen la cuenta… Se suma el precio del cayuco, más el de la gasolina, más el de la comida… Y calculan cuánta gente necesitan para cubrir gastos y ganar dinero”, explica. Según estos números, esta barcaza debía transportar 150 personas que pagarían 1.000 euros cada una. “Pero a la hora de partir, aparecieron en la playa más de 350 personas queriendo subir. Fue un caos”, coinciden sus ocupantes en una cafetería del centro de Madrid.

Los dueños del barco habían ideado un sistema para llenarlo y organizar el embarque. Imprimieron 150 tickets numerados que repartieron a aquellos que pagaban su pasaje. A algunos les dieron hasta diez papelitos para que promoviesen el viaje entre sus amigos y pudiesen venir gratis. Hasta ahí, todo iba bien, pero hubo gente que falsificó los boletos y vendió decenas de plazas que no existían.

La noche del 26 de septiembre, más de tres centenares de personas intentaron subirse a las barcas que les llevarían al cayuco, fondeado a unos 21 kilómetros hacia el norte, muy cerca de Mbour. A cargo del embarque había cuatro hombres corpulentos, profesionales de lucha senegalesa, aunque allí ya no había manera de poner orden. “No cabíamos en las barcas, obligaron a gente que había pagado a bajarse”, recuerda Mbaye.

Desembarco de 271 personas en el puerto de La Restinga (El Hierro), el pasado 3 de octubre.Gelmert Finol (EFE)

El numeroso grupo, con sus pequeñas mochilas a la espalda, alcanzó finalmente al cayuco, equipado con dos motores de 40 y 60 caballos. Cuatro personas, pagadas por los organizadores, eran las responsables de la navegación y estas, a su vez contaban con la ayuda de otros ocupantes como ellos. “Muchos somos pescadores, sabemos navegar”, explican. Es a estos capitanes a quienes la policía española persigue cuando llegan a tierra para acusarles de un delito de favorecimiento de la inmigración clandestina, pero con estas detenciones raramente se ataca al corazón de la supuesta mafia, ni necesariamente se acierta. “Cuando nos acercamos a tierra, nos cambiamos de posición. Yo, que llevaba el GPS, me escondí, y tiré el aparato y el teléfono al agua”, explica Mbaye. “Al llegar, nadie dice quién dirigía el cayuco”, añade Hakim.

En el GPS que orientó esta embarcación y que estaba en manos de Mbaye había registrados tres destinos: Gran Canaria, Tenerife y El Hierro. El cayuco puso primero rumbo a Gran Canaria. “Está más cerca y es más fácil llegar, pero cuando nos acercamos a la costa de Nuakchot (Mauritania), nos cruzamos con un barco de pescadores. Nos saludaron, pero pensamos que nos denunciarían, así que cambiamos la ruta para alejarnos de la costa”, explica Hakim. Y así pusieron rumbo a El Hierro, el último pedazo de tierra al que podían dirigirse antes de perderse en el Atlántico.

El viaje duró ocho días y se complicó a partir del cuarto, cuando el cayuco navegaba a la altura del Sáhara Occidental. Las buenas condiciones en las que han llegado muchos de los migrantes desembarcados en octubre han transmitido la sensación de que las travesías eran fáciles. Incluso se ha vuelto a agitar el bulo de que hay barcos nodriza que transportan los cayucos y los sueltan una vez están cerca de las costas canarias. “A partir del cuarto día fue un infierno”, mantiene Mamadou, el más callado de los tres. Apenas comían (solo había cous-cous y galletas) y era imposible dormir por la falta de espacio. Los ocupantes empezaron a perder la cabeza.

“La gente se vuelve loca en el mar, no pueden dormir por la noche y tienen alucinaciones”, explica Hakim. “Te desorientas. Ten en cuenta que llevábamos más de cuatro días sin ver más que cielo y agua”, describe.

Los delirios de los náufragos son comunes en los relatos de náufragos, marineros y migrantes y están provocados por la fatiga y la falta de sueño. En mitad del mar, a bordo de un cayuco, hay quien ha anunciado que se iba a comprar tabaco y se ha lanzado al agua sin vuelta atrás. “Muchos empezaron a enfadarse, a gritar que se morían o que no volverían a ver a sus familias… Se mordían unos a otros y tuvimos que atarles las manos y taparles la boca…”, explica Hakim. “Uno me miró y, en vez de verme a mí, me dijo que veía una cabra”, se ríe ahora Ibrahima. “Si fuesen unos pocos es manejable, pero había al menos cien personas en esa situación”, añade Mbaye.

Los días amanecían claros, pero el mar estuvo encabritado por las rachas de viento. Hubo momentos en los que las olas dejaron en suspenso el cayuco a seis metros de altura. Navegaban contra la brisa. “Los motores nos llevaban a unos 17 kilómetros por hora, pero con las olas no pasábamos de ocho”, explica Mbaye. “Fue muy complicado”, concluye.

Malhechores con machetes

Un par de semanas después, el 14 de octubre, otro barco de características similares empezaba a llenarse en alta mar. También aquí se impuso el caos.

Cheick Abdulaja avisó a su madre de que se iba esa misma mañana, cuando se dirigía a la playa. Era el segundo de los hijos que se marchaba ese mismo mes. “Ella estaba en shock”, recuerda Abdulaja en Almería, donde está acogido. Ese día el viento azotaba los árboles. “Ya había muerto mucha gente y estábamos un poco asustados con el tiempo”, recuerda.

A las nueve de la mañana una pequeña barca en la que entraban 15 personas empezó a transportar a los emigrantes al cayuco grande. Primero fueron las mujeres y los niños, pero había cientos de personas en la arena desesperadas por subirse. El embarque se canceló y no se reanudó hasta la tarde. “Hubo muchas peleas, estaba todo fuera de control”, recuerda Cheick. “Nosotros pensábamos que seríamos unos 150, pero se empezó a complicar. Hubo gente que quiso marcharse porque no era seguro y los organizadores ofrecieron devolverles el dinero”, explica Ibrahima con una sonrisa permanente y un palillo en la boca. “Fue difícil para los que venían del interior del país y no estaban familiarizados con algunos códigos de los que somos de mar. En una situacióna así hay que imponerse, hay que ser fuerte”, añade.

Por si fuera poco, apareció en la playa un grupo de delincuentes. Malfaiteurs, les llaman, malhechores en francés. Hombres armados con machetes que quisieron subirse al cayuco por las bravas. “Los organizadores también llevan machetes para enfrentarlos. Pero los malos ganaron”, explica Ibrahima. Los supervivientes del primer cayuco describen un asalto similar durante su embarque.

Tras días de alucinaciones en el mar, en las que decenas de personas estaban idas, los 320 ocupantes avistaron las montañas de la isla de El Hierro. “La cabeza de todos volvió a su sitio”, cuenta Ibrahima. “Comenzamos a gritar, estábamos felices”.

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