La amistad de Issa y Bashir cruza la valla de Melilla

Viaje al origen de la emigración sudanesa a través de la de dos compañeros a los que ni las matanzas ni la separación han distanciado

Issa Alhadi Mohamed, en Jartum, y Bashir Hamid, en Melilla. MUSAB SAHNON / ADRIANA THOMASA

A Issa y Bashir les pilló el estallido de la guerra cuando jugaban en las calles de tierra de su pueblo, en la región sudanesa de Darfur. En medio de toda aquella violencia, los dos niños se fueron haciendo mayores sin importarles demasiado que sus tribus estuvieran enfrentadas. Nunca dejaron de apoyarse el uno al otro. Ambos fueron a Jartum, la capital del país, para estudiar en la universidad. A Issa no le fue mal y hoy hace sus pequeños negoc...

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A Issa y Bashir les pilló el estallido de la guerra cuando jugaban en las calles de tierra de su pueblo, en la región sudanesa de Darfur. En medio de toda aquella violencia, los dos niños se fueron haciendo mayores sin importarles demasiado que sus tribus estuvieran enfrentadas. Nunca dejaron de apoyarse el uno al otro. Ambos fueron a Jartum, la capital del país, para estudiar en la universidad. A Issa no le fue mal y hoy hace sus pequeños negocios en el mercado árabe de esta ciudad; para Bashir las cosas se complicaron y decidió marchar. Tras un duro periplo de dos años que le llevó por Chad, Libia, Argelia y Marruecos, el pasado 24 de junio saltó la valla de Melilla y burló a la muerte. Decenas de sudaneses perdieron la vida en el intento. Esta es la historia de dos amigos a quienes ni la guerra ni la distancia lograron separar.

Bajo los soportales del viejo mercado de Jartum, Issa Alhadi Mohamed, de 31 años, toma un té con parsimonia y espera. Vestido con pantalones vaqueros y camisa de cuadros, su negocio es cambiar dinero. “Me llama un cliente y me dice, necesito 100 dólares (97,7 euros). Yo se los doy. O quiere libras y también se las consigo”, dice con su eterna sonrisa. Es licenciado en Historia, pero en este Sudán sumido en una profunda crisis gana mucho más en el mercado negro que dando clases, incluso en la universidad. Aun así, las cosas no le van del todo mal. El año que viene se casa con su prima, que vino del pueblo a la capital a estudiar Enfermería: “Cuatro o cinco hijos, esa es la idea”.

De repente, un convoy formado por tres camiones llenos de policías pasa a toda velocidad por la avenida cercana. Los agentes golpean los laterales con sus porras y aúllan para meter miedo. Hoy es día de manifestación, una más, que acaba con otro joven muerto de un disparo. Desde que el pasado 25 de octubre los militares se atrincheraron en el poder con un golpe de Estado, más de cien chavales han sido asesinados a manos de las fuerzas del orden por pedir democracia en las calles. Hasta los francotiradores les disparan desde las azoteas. La revolución sudanesa que tumbó al dictador Omar al Bashir en 2019 sigue viva, pero la esperanza se desvanece rápidamente en un país en proceso de demolición: los grupos armados florecen en el interior y amenazan con nuevos conflictos, la inflación es galopante y los sudaneses sobreviven a duras penas.

Issa Alhadi Mohamed y Bashir Hamid, en Jartum en 2020.

“No es tan fácil cambiar un sistema que lleva tantos años funcionando”, asegura en Melilla Bashir Hamid Mohamed. “A día de hoy, todo sigue igual y espero que sean otros los que consigan el cambio. Yo me fui para buscar otra vida”.

Bashir está recién duchado y estrena corte de pelo. Es un hombre alto y grande, pero de movimientos delicados, a veces, tímidos. No sabe su edad exacta, pero calcula que entre 28 y 30. La entrevista de tres horas transcurre en una terraza en plena ola de calor. Suda sin parar, pero no bebe ni agua. Tiene prisa por marcharse de Melilla. El Centro de Estancia Temporal es un limbo para quien anhela empezar de cero otra vez. “Me gustaría ir a un sitio agradable. He pasado meses en bosques y montañas, y es verdad que es un millón de veces mejor que la prisión, con todo el miedo y la tortura, pero no quiero quedarme aquí”, explica. Tardará unos meses en conseguir que lo deriven, como solicitante de asilo, a la Península.

Durante sus años de universitario en Jartum, Bashir se metió en política y se opuso a la dictadura. En 2013, estuvo un mes detenido por ello. Los servicios secretos lo agarraron en el campus, le vendaron los ojos y lo encerraron. No hubo juicio ni abogados. Lo amenazaron.

Ya entonces empezó a cultivar la idea de irse, pero no tenía dinero. Trabajó vendiendo gasolina en garrafas y aguantó lo que pudo hasta que en 2020 se decidió. “Cuando Bashir me contó que se iba a Europa le dije: “Adelante, busca tu suerte, lejos de aquí vas a tener más oportunidades”, explica Issa, quien ha estado apoyando económicamente a la familia de su amigo durante todo su viaje. Para ese entonces, la revolución había estallado en Sudán.

El conflicto revive

Hoy, toda aquella ilusión está a punto de esfumarse. La tensión entre comunidades y las disputas por la tierra se han disparado. Solo en lo que va de año ya ha habido 275 muertos y 117.000 nuevos desplazados internos. En 12 de los 18 Estados de Sudán hay incidentes violentos, algunos de ellos muy sangrientos, como el viejo conflicto de Darfur, que se ha reavivado alimentado por el descubrimiento de yacimientos de oro y la llegada al poder de los mismos grupos armados que sembraban el terror en 2004.

Mientras tanto, la capital vive bajo la rutina de las manifestaciones, de los cortes diarios de luz y del estancamiento de un proceso político a la sombra de un régimen militar que lo controla todo. “Hemos perdido hasta la esperanza, pero ya no tenemos nada más que perder”, asegura el joven estudiante Idris Abderramán.

Bashir se fue de Sudán el 30 de julio de 2020. Reunió 160 euros y contactó a un traficante que lo llevó primero a Chad y luego a Libia. La profesora Ikhlas Nouh Osman, responsable del departamento de Migraciones de la Universidad Ahfad en Jartum, explica cómo el éxodo de sudaneses, primero hacia Libia y ahora hacia Marruecos, es un fenómeno ya cotidiano: “Es lo normal para miles de darfuríes, Libia ha sido siempre un destino migratorio para ellos, pero las condiciones de vida han empeorado muchísimo en ese país tras la crisis política generada por la caída de Gadafi. Es muy duro, los migrantes en Libia sufren malos tratos, secuestros, extorsiones, explotación laboral... No pueden volver a Sudán con las manos vacías y al mismo tiempo están sufriendo muchísimo en Libia. Normal que busquen nuevas rutas”.

Bashir no quiere revivir su paso por Libia, pero comparte algunos recuerdos. “Conozco personas que murieron. He perdido a muchos amigos allí, eso no puedo superarlo. Nadie está a salvo. Yo mismo estuve un tiempo en la prisión de Abu Salim después de que me cogiera la guardia costera”, asegura. Al final pagó 1.450 euros a un traficante para cruzar hasta Argelia y dos semanas después conseguía llegar en Uchda tras saltar la valla que separa Argelia de Marruecos. Y el pasado septiembre llegaba a Nador. Tras casi una veintena de intentos fracasados, detenciones, traslados a ciudades del sur y una enorme frustración, el pasado 24 de junio consiguió finalmente su objetivo. Atravesó la valla de Melilla en el episodio más letal de las fronteras terrestres españolas. La Asociación Marroquí por los Derechos Humanos (AMDH) eleva a 27 el número de muertos (y no los 23 que reconocieron las autoridades marroquíes). Otros 64 están desaparecidos. La inmensa mayoría son sudaneses.

Una mujer camina en el asentamiento de desplazados en Al-Geneina, Darfur Occidental, uno de los cien campamentos que existen en la región.Dalila Mahdawi (Dalila Mahdawi/MSF)

La trágica noticia circuló por las redes en Sudán, saltó de móvil en móvil, de hogar en hogar. Fátima Saleh, una joven darfurí, reflexiona sobre la desaparición de tantos jóvenes que se marchan: “Estos chicos se van y muchas veces su rastro se pierde en el desierto, en Libia o en el mar. Nunca tendrás una confirmación oficial de que tu hijo o tu hermano ha muerto. Solo quedan sus sombras. Un día, el teléfono deja de sonar o los mensajes se interrumpen. Como si se los hubiera tragado la tierra o el océano. Literalmente. En mi región todas las familias tienen alguien que se ha ido, mi propio primo murió en la emigración hace un mes. ¿Si era de esos que saltaron la valla? ¿Cómo saberlo? Nosotros tuvimos la suerte de una llamada, muchas familias ni eso”.

En la capital sudanesa, Issa está feliz. Pasea entre los locales de teléfonos móviles y bisutería saudí del centro comercial Al-Waha como si fuera el dueño de todo. Habla cada día con su amigo Bashir. Se saludan y se cuentan las novedades. “Durante todo su viaje íbamos hablando, él me decía por dónde iba y yo le mandaba fuerzas desde aquí, lo hacíamos a través de Facebook”, explica. “¿Ya puede trabajar?”, pregunta de repente, “quizás ahora sea él quien me ayude a mí”. Issa recuerda cuando la familia de Bashir atravesaba por serios problemas económicos y él le pagó la matrícula del instituto. “Nunca olvidaré lo que hizo, desde entonces supe que nuestra amistad duraría para siempre”, explica Bashir en Melilla. “Pese a las diferencias tribales estamos juntos y seremos amigos para siempre”.

Durante décadas, los países árabes del Golfo, como Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, y Egipto fueron un destino preferente para la diáspora sudanesa. Compartían cultura, religión y lengua. Era sobre todo una emigración de profesionales, arquitectos, médicos, ingenieros, que encontraban en estos países ricos mejores condiciones de vida. En tiempos de la dictadura de Omar al Bashir, hasta las empresas sudanesas se instalaron allí para sobrevivir a las sanciones internacionales. Sin embargo, la profunda crisis sudanesa ha empujado hacia el exterior también a jóvenes sin formación y los países del Golfo han comenzado a poner cortapisas a sus vecinos pobres de Sudán. Con el mundo árabe cada vez más hostil y Libia endureciendo los mecanismos de control a instancias de Europa, la ruta hacia Marruecos y España se perfila cada vez más como una alternativa.

El antropólogo social Munzoul Assal, de la Universidad de Jartum, advierte: ”Esto es solo el comienzo. Es obvio que cada vez se irán más jóvenes. La situación es mala, terrible y al mismo tiempo volátil. Nadie sabe qué va a pasar, incluso es posible que estalle una guerra civil. Y hoy tenemos las redes sociales, chavales con un futuro incierto ven que al otro lado hay libertad, una vida mejor”. El Gobierno apenas reconoce el fenómeno migratorio, sigue considerando a Sudán país de tránsito para eritreos o etíopes, y no hay políticas relativas a la movilidad dirigidas a los nacionales.

Una revolución frustrada

El 11 de abril de 2019, el mundo giró la cabeza hacia Sudán con un gesto de inequívoca alegría. Tras meses de manifestaciones, que comenzaron por la subida del precio del pan, y decenas de muertos, el ejército daba un golpe de Estado y derrocaba al dictador Omar al Bashir, quien llevaba la friolera de 30 años en el poder y estaba perseguido por la justicia internacional. La revolución sudanesa había triunfado. O eso parecía. Tras meses de duras negociaciones, un Gobierno dirigido por el civil Abdalá Hamdok, pero tutelado aún por un consejo presidido por los militares, tomaba las riendas del país y emprendía un camino de profundas reformas.

Un momento de la manifestación del día 26 en las calles de Jartum contra el golpe militar. Marwan Ali (AP)

Fath Abdurramán Mohamed, miembro de un comité de resistencia popular, recuerda aquella época: “Fueron dos años difíciles y hubo que apretarse el cinturón, pero todos compartíamos el sueño de un nuevo Sudán”. Sin embargo, el 25 de octubre de 2021 todo se vino abajo. El general Al Burhan, a la cabeza de la junta castrense, destituía a Hamdok y su Gobierno, cuyas reformas empezaban a afectar a la élite islamista-militar que había regido el país en las últimas tres décadas. Las callejuelas de los barrios de Jartum se convirtieron en afluentes de jóvenes que volvían a desembocar en las grandes avenidas del centro de la ciudad.

Los organismos internacionales, como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, volvieron a retirar su ayuda. La cooperación bilateral con Estados Unidos o la Unión Europea se bloqueó de nuevo. Bajo el impacto aún de las perturbaciones comerciales de la covid-19, llegó en febrero la guerra de Ucrania. Los precios, que ya estaban altos, se dispararon a niveles insoportables y Sudán ha llegado a tener una tasa de inflación anual próxima al 400%. “Llenar el tanque de gasolina de mi coche se lleva, literalmente, una tercera parte de mi sueldo mensual; comprar comida hoy en este país es hacer malabares”, asegura el comerciante Idrisa Mahmoud. Uno de cada cuatro sudaneses está ya en situación de inseguridad alimentaria, la mayor cifra de la última década, según Naciones Unidas.

Ni los militares han logrado hacerse con el pleno control de la situación, con estallidos de violencia en diferentes puntos del país, ni la sociedad civil parece tener suficiente masa crítica para tumbarlos. Atta Albatahani, profesor de Ciencias Políticas, concluye: “Los conflictos intercomunitarios han vuelto a surgir y los dirigentes del antiguo régimen islamista-militar siguen manejando los hilos de los sectores económicos en su propio beneficio. Dos tercios de la población tiene menos de 24 años y estos jóvenes fascinados por Europa, por el Real Madrid y el Barcelona, por poder lleva otra vida, están atrapados entre una sociedad civil dividida y un régimen que no escucha”.

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