‘Tormentazo’, un relato de Juan Tallón

Tarde lluviosa. Sala de espera. Oferta de trabajo. Entrevista personal. Los minutos transcurren lentos para conseguir el deseado empleo de creativo publicitario. Él, corbata, y ella, tacones. La semilla de un ‘thriller’

Nadia Hafid

Me asomé a la puerta de la agencia con el paraguas goteando. Miré a la derecha, a la izquierda, buscando un paragüero donde dejarlo. La recepcionista negó con la cabeza, saliendo de detrás de su mesa.

—Lo retiramos hace dos meses, perdona. Está claro que subestimamos el verano. Parece mentira que aún se nos olvide dónde estamos. Déjamelo, yo lo guardo. Vienes por la entrevista, ¿verdad? Puedes pasar a esa sala de ahí.

Había cinco personas: cuatro hombres y una mujer. Se volvieron a mirarme y algunos movieron los labios en silencio, haciendo como que decían buenos días.

—Ho...

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Me asomé a la puerta de la agencia con el paraguas goteando. Miré a la derecha, a la izquierda, buscando un paragüero donde dejarlo. La recepcionista negó con la cabeza, saliendo de detrás de su mesa.

—Lo retiramos hace dos meses, perdona. Está claro que subestimamos el verano. Parece mentira que aún se nos olvide dónde estamos. Déjamelo, yo lo guardo. Vienes por la entrevista, ¿verdad? Puedes pasar a esa sala de ahí.

Había cinco personas: cuatro hombres y una mujer. Se volvieron a mirarme y algunos movieron los labios en silencio, haciendo como que decían buenos días.

—Hola —dijo la mujer, y me sonrió expresamente.

Me llamó la atención su acento, que tintineó como no lo hacía en aquella región.

—Hola —respondí, sin sonrisas.

Deduje que todos allí aspiraban al mismo puesto que yo, así que los observé y aborrecí. Flotaba un silencio nervioso y oscilante en la estancia, como esas bolsas de plástico que el viento llevaba a la derecha, después a la izquierda, arriba, abajo, y al final se mantenían en el mismo sitio, pero sin estarse quietas.

Me senté al fondo y dejé, como el resto, mi carpeta de dibujo A2 en el suelo, apoyada en las patas de la silla. Discretamente fui estudiando el percal. Saqué una conclusión sin premisas: yo necesitaba y me merecía ese trabajo más que todos ellos. Llevaba mucho tiempo soñando, buscando un empleo así. Conseguirlo, y además empezar en pleno verano, cuando la gente, por lo general, lo que necesita es parar de trabajar, irse de vacaciones, olvidarse de todo, sería doble buena noticia. Me vendría bien centrarme, dejar de salir, alejarme de algunos hábitos, incluso de ciertas compañías. En nueve días cumpliría 28: momento perfecto para sentar cabeza. Daría casi cualquier cosa para hacerme con el puesto. No daría, por ejemplo, un brazo, ni el dedo gordo. En cambio, creía que sí me dejaría romper el cúbito, porque eso tendría arreglo, y, entretanto el hueso soldaba, yo ya estaría en nómina y haciendo lo que me gustaba, que era la publicidad.

Claro: los demás albergaban las mismas expectativas y ganas. Aunque no veía a ninguno pidiendo que le rompiesen un brazo, una muñeca o la cadera, mismamente. Pero quién sabía qué pasaba por aquellas otras cabezas.

Hacía tres años y medio que buscaba empleo dentro del sector, desesperado, así que intenté concentrarme para dar lo mejor de mí en la entrevista y evadirme de cualquier pensamiento hostil. En cuestión de minutos nos irían llamando para presentar el desarrollo de una campaña para un fabricante de neumáticos enfocada a medios gráficos. Cerré los ojos durante unos segundos, respiré profundamente y pude oír una tos, un suspiro, unos tacones que atravesaban el pasillo, la entrada de un mensaje en un teléfono, el roce de una pierna que se desmontaba de la otra. Al abrir los ojos, mi mirada se desvió al suelo, y de soslayó estudié los zapatos de los candidatos. Las gotas de lluvia se habían ido secando y dejado su marca en la piel. Ninguno, salvo los de la mujer, podía decirse que reluciesen. Habría sido también mi caso si no les hubiese pasado un kleenex en el ascensor. Dos de los hombres tenían incluso barro en las suelas, por lo que me aposté algo a que también habían aparcado el coche en el descampado enfrente del edificio donde la agencia tenía su sede. Tendrían que darme pena, pero me alegró su poca consideración por un dar una buena imagen.

—¿Alguien quiere un chicle? —preguntó la mujer, ofreciendo. Todos declinaron. A mí me daba igual el chicle, pero lo acepté por mirarla más de cerca. Nos levantamos a la vez y nos juntamos a mitad de la sala de espera.

—De clorofila; mis favoritos. Gracias.

Volví a mi asiento caminando hacia atrás, muy despacio, casi en una parodia de la lentitud, de modo que la vi retornar al suyo. En los cuatro pasos que le tomó el regreso casi me hipnotizó. No había visto caminar así a nadie. Ponía la vida a danzar a su paso. Me dio miedo. Y después estaban su melena negra, el outfit, la seguridad que transmitía, y esa sonrisa y ese acento con los que parecía dejarnos atrás a los que, si no éramos del norte, hablábamos ya como ellos. Por un momento tuve la sensación de que se dio cuenta de que pensaba en ella, y desvié la atención hacia la pared que tenía detrás, donde colgaban las imágenes de dos de las campañas publicitarias más exitosas de la agencia. Se trataba, de hecho, de sus buques insignia, con los que había alcanzado gran resonancia.

Volví a cerrar los ojos y a respirar para concentrarme. No quería estar nervioso, pero me había puesto. Sabía por Ángela, la secretaria del director creativo, con quien había salido en el pasado, que había causado muy buena impresión en mi entrevista, hacía tres semanas. Eso me daba mucha confianza. No quería, sobre todo, crearme expectativas. Prefería no pensar más allá de la siguiente hora. Minuto a minuto. Ese era mi horizonte. Me quedé abismado, y cuando volví en mí tenía los ojos clavados en las piernas cruzadas de la mujer. Esas piernas, con esos tacones, eran un imán. Incliné la cabeza y me miré la corbata. La alineé.

A las siete en punto comenzamos a desfilar con un intervalo de 15 minutos por la sala de juntas. Entonces, el ambiente en la sala se volvió densísimo. Casi había que despiezarlo y pocharlo, como un sofrito, para respirarlo. La vida transcurrió con una cruel puntualidad, y en un momento dado nos quedamos solos la mujer y yo.

—Daría cualquier cosa por fumarme un cigarro ahora mismo —dijo con una sonrisa dulce y no poco sexy. Justo ahí adiviné que el puesto sería para ella, no sé por qué.

—Yo no soy fumador —le di la réplica—, pero creo que ahora mismo sería capaz de contraer el vicio.

Fui el siguiente en pasar.

—Mucha suerte —me deseó.

Todo pasó rápido, casi en una parodia de la velocidad. Cuando acabé mi exposición, el director creativo, la subdirectora y la responsable de recursos humanos me dieron las gracias.

—Nos pondremos en contacto contigo con lo que sea —me dijo el director, y solo entonces caí del fantasmal trance al que había ingresado al empezar a hablar. Guardé mi plotter en la carpeta y salí de la sala de juntas.

En el pasillo me crucé con Ángela. Nos guiñamos un ojo en silencio. Recogí mi paraguas y al salir a la calle lucía el sol. El estúpido clima de aquella ciudad sabía cómo hacerte sentir tonto. Una hora después Ángela me envió un mensaje. “Habéis pasado a la última prueba tú y la chica. Te van a llamar enseguida”. Un cuarto de hora después lo hizo la directora de recursos humanos.

—Nos gustaría verte mañana. Ven a las once con una campaña de publicidad para un equipo de fútbol que acaba de perder la categoría y quiere impulsar una campaña de captación de socios.

Necesitas un gin tonic de Bombay Sapphire, me dije cuando colgamos. No pretendía celebrar nada, sólo se trataba de suspirar aliviado, pero con una copa. Estaba un poco más cerca. Me resultaba difícil, de hecho, no fantasear con que me hacía con el trabajo. Solo yo sabía lo que habían sido los últimos tiempos. Pero no deseaba recordar miserias. Como un acto reflejo de la desesperación, volví a pensar que sacrificaría mi cúbito. A esta altura de la montaña entregaría a los dioses una rotura de tibia. Con perseverancia y paciencia, era una lesión de la que se emergía sin secuelas.

Cuando abandoné el bar, el cielo estaba repentinamente negro. Habría de nuevo tormenta de verano. Me llegó el olor a mar. Me sentía más ligero y relajado, pues ya tenía en la cabeza un par de ideas entre las que escoger para la campaña del equipo de fútbol. Me dirigí al descampado donde había aparcado el coche. Conduje durante media hora sin propósito alguno, por el mero hecho de sentirme mecido en el habitáculo, hasta que conseguí desorientarme. En un momento dado, me encontré en una vía solitaria, a medio urbanizar, por la que no recordaba haber pasado jamás. Ralenticé la marcha, tratando de advertir la placa con el nombre de la calle. Llovía y de vez en cuando un rayo lejano resquebrajaba el cielo. De pronto, reparé en que delante de mí caminaba la chica. Estuve seguro de que era ella. Eran sus piernas, eran sus movimientos. Valoré detenerme a su par y saludar. Pero después pensé que a lo mejor se creía que la estaba siguiendo. Me aproximé despacio. Cuando estaba a 10 metros, sin embargo, aceleré bruscamente y la embestí con la parte derecha de la defensa. Fue un acto reflejo, no pensado, como cuando el médico te golpea con el martillo en la rodilla y tu pierna se estira. El cuerpo salió catapultado como un balón e impactó contra un contenedor. Había vuelto a ingresar en el nebuloso limbo de las cosas que no se sabe si pasan. Cuando regresé de ese lugar miré por el retrovisor y me alejé. El cuerpo inmóvil de la chica se difuminó en la lluvia.

Al día siguiente el verano recuperó su lugar y yo llegué a la agencia sin paraguas, con las manos libres. Estaba tranquilo. Me veía como una figura emergente de aquella empresa, llamada a grandes cosas. Me pregunté con qué sueldo arrancaría. Bah, el que fuese. Casi debería estar dispuesto a trabajar gratis, después de las putas que las había pasado.

Me condujeron a la misma sala de espera de ayer. No había nadie. Debía intentar no parecer tan relajado. Aun así, se me dibujó una sonrisa. Ésta se me borró de un plumazo cuando se abrió la puerta y apareció la chica, dijo buenos días desde unos tacones de vértigo, reluciente, esplendorosa, con una falda que subía la apuesta del día anterior.

Juan Tallón

(Vilardevós, Ourense, 48 años). Es licenciado en Filosofía, escritor y periodista. Ha colaborado con EL PAÍS y la cadena Ser. Su obra, compuesta por relatos, ensayos y artículos, está escrita en gallego y en castellano. Su última novela es 'Rewind'.

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