Todo lo que hacemos lentamente

En una época de satisfacciones instantáneas no viene mal recordar el sabor de la paciencia

Detalle del cuadro 'San Ambrosio', de Rutilio Manetti (1571-1639).G. DAGLI ORTI (De Agostini / Getty Images)

Ya puede uno ser José Andrés o el padre Ángel —por citar dos santos laicos— que sin embargo cualquiera apreciará en su propia caligrafía la huella de la mano de Caín. Quizá la consideración parezca exagerada, pero alguna incomodidad cierta tendremos con nuestra propia letra toda vez que —según los expertos en paleografía y diplomática— el afán por imitar las letras de imprenta alcanza rasgos de constante universal. Cuando, a mediados del...

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Ya puede uno ser José Andrés o el padre Ángel —por citar dos santos laicos— que sin embargo cualquiera apreciará en su propia caligrafía la huella de la mano de Caín. Quizá la consideración parezca exagerada, pero alguna incomodidad cierta tendremos con nuestra propia letra toda vez que —según los expertos en paleografía y diplomática— el afán por imitar las letras de imprenta alcanza rasgos de constante universal. Cuando, a mediados del XIX, el Gobierno español impuso la enseñanza de la cursiva inglesa, se excusó el extranjerismo con la alusión a la “letra imperfecta, confusa y muchas veces ininteligible” que por entonces se enseñaba y se escribía. Imperfecta, confusa, ininteligible: no hace falta ser médico para reconocerse ahí.

Por contraste, una caligrafía limpia y suelta podía favorecer una carrera, y era un requisito en el estamento mercantil. Eso aparece en los novelones del propio XIX, tiempo de tinteros, pendolistas y manguitos. Aquella vieja cursiva, emanada de la estética dieciochesca en torno a la superioridad de la curva, parecía honrar la máxima de que sólo se lee con placer aquello que fue escrito con esfuerzo. A modo de venganza, los españoles inventarían la palabra “cursi”.

La enseñanza de la caligrafía llegó a ser, en efecto, una norma capaz de causar no pocos sufrimientos entre los menos hábiles. Arraigaba, en cambio, para toda la vida, y uno recuerda todavía a su abuelo escribiendo cartas con una letra miniada y —a la vez— de pulso insuperable. Incluso aquellos que tuvimos que tomar dosis repetidas de los Cuadernos Rubio no dejaremos de reconocer con pasmo eso que toda la vida se llamó una buena letra. No digo que una caligrafía de espanto nos haga humildes. Pero sí teníamos ante nosotros el ideal de una perfección inasequible con el que ponderar lo exiguo de nuestros esfuerzos. Y, por mera comparación, íbamos aprendiendo verdades no siempre cómodas: lo mucho que cuesta hacer las cosas bien, el cuidado y la atención tan exacta que requieren; lo aleatorio de unos dones que no siempre nos tocaron a nosotros y las equivalencias un poco azarosas entre mérito y recompensa. Ahí, rectificar el trazo de una pe era una escuela para tolerar eso que aparece de cuando en cuando en la vida y que se llama frustración.

Tal vez aquella no fuera la peor de las lecciones. Alabamos la escritura a mano por la sensualidad, por el rasgueo del plumín, la belleza reciente de la tinta sobre el papel o la perfección tan humana con que una estilográfica se va haciendo a tu mano. Sin ningún afán ludita, también habría que alabarla por encarnar tantas virtudes que el mundo hoy deplora, pero que siguen siendo necesarias para el mundo. En años del “lo quiero todo y lo quiero ahora”, aún hay cosas que merecen y llevan su tiempo. En una época de satisfacciones instantáneas, con la pizza a 10 minutos de casa, el café a un capsulazo y el porno a chorro por la Red, no viene mal recordar el sabor de la paciencia. Y en tiempos de aceleración en las comunicaciones, quién sabe si no alcanza un valor más hondo todo aquello que se rige por el esfuerzo sostenido y no por la inmediatez. Ni siquiera estará de más, rebosantes de autoestima como estamos, saber de nuestros límites y nuestras impotencias. Pongamos a la nostalgia en su sitio: desde luego, es mejor mandar un whatsapp a tu novia que tener que mandarle una carta desde el frente. Y no nos libraremos de la paradoja de tener en la cocina una freidora de aire para luego asaltar los restaurantes que prometen cocina de casa. No se trata de volver a ningún ayer. Pero hemos dedicado demasiada energía a cantar las épicas del fracasar y demasiado poca a glosar la prosa diaria del intentarlo.

Ante todo, hemos roto el vínculo entre las cosas lentas y las cosas bien hechas. Ahí estamos, en el estruendo de un gin-tonic frente a la contemplación de un brandi, en el sándwich de la oficina frente al mínimo ritual de la comida, en la compulsión del shopping —ropa de comprar y tirar— frente a esos cálculos y estrategias que merecía la ropa para durar. Desde luego, está por hacer la cuenta sobre los beneficios y desventajas —en Finlandia se ha planteado— de enseñar a los niños la caligrafía de siempre. Sin embargo, frente a la ilusión de lo inmediato, el mundo todavía se empeña en enseñarnos que cualquier cosa que vale la pena —un idioma, un libro, un amor, una vida hecha— nos seguirá exigiendo todo nuestro esfuerzo y nuestro tiempo. Y precisamente porque toda vida tiende a ser “imperfecta, confusa, ininteligible”, lo más que podemos hacer, lo único que se nos pide, es cuidar el redondeo de la o.

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