Felix Klieser: un virtuoso de la trompa (sin brazos)
Nació sin brazos hace 31 años en Gotinga, Alemania. Nadie en su familia sospechó que podría convertirse en músico. Tuvo una infancia difícil, pero hoy es un trompista de éxito que da conciertos por todo el mundo. “Yo no me considero extraordinario. Simplemente, toco la trompa”, dice. Lo hace virtuosamente y con los pies.
Cuando a Daniel Barenboim le preguntan si le ha resultado más complicado que al resto de los pianistas de élite tocar su instrumento con unas manos tan pequeñas, responde: “Es que el piano no se toca con las manos, sino con la cabeza”. En el caso de Felix Klieser, la frase cobra un sentido mayor: ¿Cómo tocar la trompa sin brazos? O sencillamente: ¿Cómo desenvolverse en la vida sin ellos? La respuesta de Barenboim sirve. Pero se queda corta para este músic...
Cuando a Daniel Barenboim le preguntan si le ha resultado más complicado que al resto de los pianistas de élite tocar su instrumento con unas manos tan pequeñas, responde: “Es que el piano no se toca con las manos, sino con la cabeza”. En el caso de Felix Klieser, la frase cobra un sentido mayor: ¿Cómo tocar la trompa sin brazos? O sencillamente: ¿Cómo desenvolverse en la vida sin ellos? La respuesta de Barenboim sirve. Pero se queda corta para este músico alemán nacido en Göttingen hace 31 años que con una fuerza de voluntad extraordinaria se ha convertido en un intérprete de referencia en su instrumento a nivel mundial.
Aun así, Klieser se quita importancia. Sonríe cuando se le pregunta acerca de ese desafío a sus propios límites y coloca los términos en el plano estricto del realismo: “Nací así, para mí ha sido natural desarrollar otras habilidades. Si no tenía manos, debía solucionarlo con los pies”. Lo comenta mientras a la hora de la cena se dispone a coger el cuchillo y el tenedor para cortar lo que tiene en el plato. Se ha descalzado sin que nadie se diera cuenta y ha comenzado a alabar las croquetas.
Lo que para nosotros puede ser acrobacia, para él resulta sencillamente supervivencia. Y también normalidad. “Esto les encanta a los fotógrafos”, comenta jocoso, mientras Javier Salas retrata sus habilidades como comensal para nosotros contorsionistas; para él, prácticas. Había viajado solo hasta Cuenca, donde participó en la Semana de Música Religiosa, invitado por Daniel Broncano, su anterior director. Allí interpretó varias piezas de Schumann, Richard Strauss o Beethoven, entre otros compositores, a dúo con el pianista Christof Keymer en un concierto que ofreció en el Auditorio de la ciudad.
Klieser desdramatiza. Al escucharle uno no acierta a saber cuántas veces se ha reído de la palabra pena: “Nadie sabe por qué nací sin brazos, nunca pienso en ello. No me preocupa. Puedo hacer lo que quiera, soy completamente libre”, asegura. Desde muy niño aprendió a integrar su situación específica para compatibilizarla con la normalidad que deseaba ejercer en su vida. “Cuentas con ello. No tiene más mérito ni debe ser visto como algo alucinante ni extraordinario”. Mucho menos lo contrario, como dar rienda suelta a un sentimiento de piedad o compadecimiento: “A veces la gente suele pensar que soy un pobre desgraciado, aunque lo normal, al ver lo que hago, es que opinen que me he convertido en una especie de Superman. Ni una cosa ni la otra. Aunque lo cierto es que cuando era niño, solía prevalecer lo primero, un sentimiento de pena”.
Nadie creía en él, pero tampoco en eso se siente una excepción. “Cuando hablas con gente de éxito, todos coinciden en que hubo un momento en sus vidas que nadie daba un duro por ellos”. Lo suele comprobar también por su afición a leer biografías de personajes a los que distingue su fortaleza mental o su carácter visionario. Han sido su acicate. “Nadie de los que admiro han tenido 20 piernas o 30 brazos. Sólo una cosa: una mente invencible”.
Klieser suele espantar de la mesa los recuerdos de su infancia. “No fui un niño feliz, no recuerdo mi casa como un refugio de nada. A mis padres no les interesaba la música. De hecho, ni sabían qué era una trompa”. Tampoco recuerda exactamente por qué ese instrumento le sedujo. “Puede que lo viera en televisión o en un concierto, no sé. El caso es que tomar la decisión de intentar tocarlo quizás me salvó, me empujó a algo que no sabría definir”.
Nunca manifestó el deseo de querer dedicarse profesionalmente a ello. Ni ante nadie ni ante sí mismo. “Simplemente me marqué la meta de dominarlo lo mejor que pudiera, pero no llegar a vivir de ello”. Así, la gente pensaba que era un pasatiempo sin mayor alcance, a nadie le importaba y nadie podía sentir la necesidad de quitarle la idea de la cabeza. “Pero en mí crecía la intención de mejorar y mejorar, en la técnica y en diferentes repertorios. Me fascinó cada vez más y cuando algo llega a ese punto solo debes perseverar...”.
Luego, dice, tuvo suerte. “Empecé a estudiar más en serio con nueve o diez años, aunque tocaba desde los tres. La suerte llegó porque me presenté a un concurso a esa edad y un profesor del conservatorio de Hannover, que era jurado, se empeñó en darme clase”. Accedió a una matrícula. Pero la fortuna tuvo ahí sus sombras. “Otros alumnos se preguntaban por qué me habían dado una plaza a mí si había gente que lo podría aprovechar mejor que yo”.
No lo comenta con rencor, simplemente traza una línea más en las dificultades que ha tenido que superar. Sus carencias físicas le han hecho a él piadoso con las debilidades humanas. Y su poderío mental, mucho más. Aunque en la balanza, insiste, predomina la suerte y una insistencia en no sentirse ejemplo de nada. “Yo no me considero extraordinario. Simplemente, toco la trompa. No lucho por un mundo mejor, no aspiro a cambiarlo, sencillamente soy músico”.
Y un hombre de aficiones nada rebuscadas. Le gusta el fútbol, los videojuegos y la nieve: “No me planteo vivir en otro sitio que Alemania. Soy feliz cuando cae una nevada y cubre el paisaje de blanco”. Aun así, cambiaría algunas prioridades en cuanto a la mentalidad de sus compatriotas: “En mi país no eres nadie si no te has formado bien y haces algo de provecho. Importa que estés muy atareado, ser serio, aprovechar el tiempo, son demasiado estrictos. La concepción alemana de la vida sufre un problema con el hecho de ser feliz. Aunque cada vez crezca el número de gente que va aprendiendo a mostrarse más tolerante con eso”.
Aunque no le dé importancia o eluda el tema, la palabra compasión le debe enfurecer. Anda acostumbrado a sortear miradas de asombro y prefiere en su vida la franqueza a las ambigüedades o los eufemismos. “En mi caso, cuando te decides por algo, tienes que saber muy bien quién te dice la verdad sobre lo que puedes o no puedes hacer. Fiarte de quien te asegure hasta dónde puedes llegar. Es importante esto para otros jóvenes. Hay mucha gente que cree que lo que se propone resulta imposible y no es así, al tiempo que tampoco debes fiarte de quienes te dicen muchas veces que no puedes”.
En eso, su mejor consejero ha sido el propio Felix Klieser. “Pasaba mucho tiempo conmigo mismo en la infancia, aislado. Tomé muchas decisiones y mantuve muchas discusiones con mi sombra o mi reflejo en el espejo. Mi mejor amigo era yo mismo”. Así, entre el encierro y el reto, fue calibrando lo que podía considerarse felicidad en su caso: “Nunca cuentas con una respuesta sobre ese asunto, debes permanecer abierto a ello, pero no siempre ocurre. Es lo más complicado en la vida. La gente cree que lo que le hace feliz es el dinero, la familia, pero para mí resulta algo muy específico y distinto a eso. Me hace feliz sentirme libre para tomar decisiones a veces simples, como por ejemplo qué voy a desayunar mañana”. Por supuesto que también incluye en el saco el hecho de que le salga bien un concierto. Pero eso tiene más que ver con la satisfacción del deber cumplido.
Para ello, Klieser despliega sus inventos propios cara a aparecer en escena. Un atril y un trípode de apoyo para los pies ideado por él cara a sujetar la trompa. Sus propios accesorios, su propia técnica. La construcción constante de soluciones a medida. Incluso para relacionarse, cuando sabe que es difícil compartir sus periodos oscuros. “Tengo amigos, pero cuando no puedes en público ser quien realmente eres e interpretas un papel, no siempre te sientes bien ni te ves capaz de llevarte con todo el mundo. Aprendí pronto que no podía decir ni pedir lo que me apeteciera en cualquier momento. Y eso ha sido problemático”.
Por eso la música, en su caso, cobra otro sentido. “Mediante ella puedo expresar esas cosas que no puedo decir de otra manera. Por eso me resulta tan fascinante”. Un espacio de libertad total en el que además creció sin exigencias externas frustrantes. “Me formé con otra visión sobre la música distinta a eso que se supone que te mandan hacer. En un mundo propio para expresar lo que no podía en otras circunstancias, como a nadie le importaba lo que me proponía a mí mismo hacer, les daba igual”.
Klieser no sabría calibrar hoy si la gente fue dura o blanda con él durante su proceso de aprendizaje y crecimiento. Carece de elementos de comparación respecto a otros. Pero algo sí tiene claro. “El más exigente conmigo siempre fui yo mismo. No me sentía nunca satisfecho y me colocaba cada vez más alto el listón hasta que a mi alrededor se empezaron a plantear: por qué no disfruta, por qué no se va de fiesta, por qué no se coge unas vacaciones”. Eso le supuso otro obstáculo íntimo más. Debía mostrarse más sociable. “Para salir de la situación de autoexigencia continua en la que me encontraba. No quería ser preso de mis propios miedos y limitaciones”.
Pero con el tiempo ha llegado a una conclusión válida que trata de compartir con otros músicos: “Si un día das un mal concierto nadie se va a morir. Debes saber diferenciar qué es lo importante. Cuando doy clase, les inculco eso a mis alumnos. Para que se evadan de la sensación de desastre. Si enfermas gravemente tienes un problema, que te confundas con una nota, a nadie le afecta”. Le gusta además desacralizar la música: “Representa un ideal, de acuerdo, una abstracción. Pero en sí, no es nada más que un sonido, un ruido que debes controlar hasta convertirlo en algo emocional para que trascienda”.
Tampoco se ve en el mismo lugar que ahora dentro de 20 años. Sólo tiene claro que no tendrá hijos, quizás sí un gato. “La vida es larga, tenemos mucho tiempo para probar de todo, intentar otros caminos. Nada de lo que hago ahora lo planee, nunca. Las cosas ocurren y te sorprendes de que sucedan así. Algunas metas las he podido lograr sin ni siquiera sospecharlo. Por eso tengo esperanza en el futuro: nadie aprende del pasado, realmente. Puedo cambiar mucho aún. Eso sí lo sé. Tanto como que la vida que llevo ahora, haciendo lo que hago, viajando, es un privilegio. Por eso doy gracias”.