Járkov (Ucrania): Caras amigas, fuego enemigo
Una libreta con nombres, historias y números de teléfono que suenan y ya nadie responde.
Me encontré a Natalia Skivina entre los cascotes, el polvo denso y la destrucción de los edificios de la plaza central de Járkov. Un humo pegajoso lo envolvía todo y ella caminaba rápido con dos compañeros por una zona objetivo de los ataques rusos. Esa mañana, un bombardeo destrozó el edificio del departamento regional de la policía y uno de los renovados módulos de la universidad nacional Karmazin, en el centro de la ciudad. Era el séptimo día de ...
Me encontré a Natalia Skivina entre los cascotes, el polvo denso y la destrucción de los edificios de la plaza central de Járkov. Un humo pegajoso lo envolvía todo y ella caminaba rápido con dos compañeros por una zona objetivo de los ataques rusos. Esa mañana, un bombardeo destrozó el edificio del departamento regional de la policía y uno de los renovados módulos de la universidad nacional Karmazin, en el centro de la ciudad. Era el séptimo día de la guerra de Putin contra Ucrania y cuando me acerqué a Skivina y sus dos amigos, las únicas personas a la vista en la inmensidad del desastre, nos quedamos mirando la una a la otra. “Yo te conozco”, me dijo, con sus románticos cabellos largos y castaños. “Estuvimos hablando allí, en la carpa. Antes de todo esto”, afirmó abriendo mucho los ojos color café mientras señalaba la carpa amarilla y azul, chamuscada, que hasta hace unos días era la sede de los voluntarios que recogían ayuda para los civiles afectados por la guerra del Donbás.
Había visitado Járkov semanas antes. Cuando la guerra del Kremlin era un escenario en los análisis militares, otro abultado informe de los servicios de espionaje de EE UU, y la segunda ciudad de Ucrania, con 1,5 millones de habitantes, era uno de los puntos a conquistar.
Skivina, como otras muchas personas con las que hablé en la vibrante urbe, donde la mayoría de la población es rusófona —como aquella que Putin dice proteger con esta feroz invasión—, no creía que una guerra a gran escala fuese una posibilidad real. “Estoy un poco asustada porque Putin es un loco, pero no es su estilo. Además, tiene que saber que aquí no es bienvenido”, me comentó entonces, como anoté con un rotulador negro en la libreta roja que me ha acompañado en la cobertura en Ucrania. Una libreta cada vez más abultada con retazos de historias, vidas, paisajes, ruinas, apuntes de este país de 44 millones de habitantes que ya ha visto marchar a tres millones de almas.
Todo era real. Más incluso que muchos pronósticos. Es el día 21 de guerra en Europa, y lo que Putin llama “operación militar especial” para “desnazificar y desmilitarizar” Ucrania está sangrando el país. Los ataques a los núcleos urbanos, donde miles de personas se acurrucan en los refugios, son constantes. Las morgues están llenas. De soldados jovencísimos y de civiles. Como la de Mikolaiv, una localidad resistente que se ha convertido en un escudo contra las fuerzas de Putin para otras ciudades del sur y para Odesa, la ansiada perla del mar Negro. Como Mikolaiv, la ciudadanía ucrania resiste. Pero el coste es inmenso.
En la libreta roja que contiene trocitos de vida que aquellos a los que he conocido me han ido contando, también hay muchos números de teléfono, cuentas de Facebook, Instagram. Marco a Olha Kitzmaniuk, una profesora de arte de Marinka, en primera línea del fuego en el Donbás, una ciudad extremadamente castigada por la guerra contra los separatistas prorrusos apoyados por el Kremlin y cuyos líderes —con sus pasaportes rusos y carnés del partido del Gobierno de Rusia— están sirviendo ahora a Putin de pantalla para vender en casa una operación que los rusos tienen prohibido llamar guerra. Hablé con Kitzmaniuk dos días después de la invasión. La mujer de sonrisa permanente, que cuando los bombardeos empezaron a sacudir en Marinka hace ocho años montó una clase de arte para la chavalería de la ciudad, estaba en shock. Me aseguró que no pensaba irse, pero tampoco tenía muchas fuerzas para hablar. Ahora responde desde el centro del país, se aloja en casa de una prima. Me cuenta que lo repensó. Que la zona ya era “invivible”.
Bogdan, un soldado ucranio de 23 años, es otro de los nombres de mi libreta. Le conocí un par de días antes de la invasión en Shastia (felicidad en ruso y ucranio), en Lugansk, en un momento de intenso fuego de artillería y mortero. Esa mañana, además, un francotirador había disparado contra un bloque de pisos y herido a una mujer que se acababa de levantar. Antes de que tuviéramos que salir corriendo a un portal convertido en refugio, donde un vecino nos invitó a manzanas, Bogdan me enseñó el agujero en el cristal, un círculo apenas astillado, casi perfecto. Ese día, el uniformado, que llevaba en el Ejército ucranio desde el día que cumplió la mayoría de edad y que enlazaba un cigarrillo tras otro, me dijo que no creía que fuese a haber “asalto” sino pequeñas operaciones en el Donbás. Dos días después de la invasión, el número de Bogdan no daba señal. Tampoco hoy. Los mensajes de Telegram o WhatsApp no llegan. Y lo mejor que puedo pensar es que el jovencísimo soldado haya perdido el teléfono.