En Cataluña, los lazos amarillos cotizan a la baja
El intento de lograr la independencia se ha aplazado, aunque la reivindicación sigue viva. Mientras, se ha recuperado la política.
Primero fueron las banderas esteladas y luego los lazos amarillos. Si los estandartes independentistas empezaron a hacerse menos visibles hace ya dos años, coincidiendo con el ocaso del procés, 2021 ha servido para que la simbología que pedía la libertad de los llamados “presos políticos” se haya diluido de una manera notable. Las calles de Cataluña han reflejado así la nueva situación política. Los líderes del procés han salido de la cárcel gracias a un indulto y, con ello, la normalidad se ha adu...
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Primero fueron las banderas esteladas y luego los lazos amarillos. Si los estandartes independentistas empezaron a hacerse menos visibles hace ya dos años, coincidiendo con el ocaso del procés, 2021 ha servido para que la simbología que pedía la libertad de los llamados “presos políticos” se haya diluido de una manera notable. Las calles de Cataluña han reflejado así la nueva situación política. Los líderes del procés han salido de la cárcel gracias a un indulto y, con ello, la normalidad se ha adueñado de las calles al tiempo que el ruido en el debate público bajaba no pocos decibelios. El año 2021 ha devuelto la política a Cataluña.
Oriol Junqueras, Jordi Sànchez, Jordi Cuixart, Raül Romeva, Jordi Turull, Josep Rull y Quim Forn salieron de la prisión de Lledoners el pasado 23 de junio. El mismo día abandonaban sus respectivos centros penitenciarios la expresidenta del Parlament Carme Forcadell y la exconsejera Dolors Bassa. El indulto, que muchos de ellos habían menospreciado meses antes de recibirlo, les ha permitido reincorporase a la vida civil. No así a la política institucional, ya que las condenas de inhabilitación para ocupar cargos públicos siguen vigentes. Los indultados, pues, salieron de la cárcel sin pena ni gloria y con gritos de “ho tornarem a fer” (lo volveremos a hacer) que, con el paso de los meses, han demostrado ser poco más que una expresión retórica. El nuevo golpe a las instituciones que algunos pronosticaban rápido ni está ni se lo espera. Más que para el año que viene, el nuevo intento para lograr la independencia de Cataluña queda para la generación siguiente. Eso, siempre que la nueva hornada de políticos no descubra, como parece que han hecho los sucesores de Junqueras y Puigdemont, las ventajas de ostentar el poder en una Cataluña que, por autónoma que sea, no deja de ofrecer suculentos y bien remunerados cargos públicos.
Pandemia mediante, el regocijo por los indultos ha pasado rápidamente a un segundo plano para dejar al descubierto los alambres de una sociedad, la catalana, que tras la borrachera de simbología de una década de procés, lidia con una pobreza que amenaza al 21% de su población y con una desindustrialización preocupante. El presidente Pere Aragonès parece haberse hecho cargo de la situación aunque los bandazos siguen siendo frecuentes, en parte motivados por los equilibrios de su Gobierno de coalición con Junts y con las exigencias de un socio preferente —los anticapitalistas de la CUP— que cada vez se descuelgan con más frecuencia de las decisiones del día a día.
La realpolitik parece abrirse camino al mismo ritmo que se agrietan los bloques, hasta hace nada monolíticos, que impedían cualquier acuerdo entre independentistas y constitucionalistas. Esquerra parece estar hallando la comodidad de pactar en Cataluña con los comunes —el referente catalán de Podemos— mientras apoya cada vez con menos complejos las principales políticas del PSOE en el Congreso. Pero no todo es armonía. Decenas de cuadros independentistas siguen pendientes de procesos judiciales, el expresidente Puigdemont sigue fuera de España con su batalla contra el juez Pablo Llarena y la crisis social del coronavirus amenaza con volver a radicalizar posturas. Los lazos amarillos cotizan a la baja, pero la reivindicación independentista se mantiene viva.