Lo bueno de soñar despiertos

La ensoñación nos protege. Cuando lo hacemos se reactivan fragmentos de experiencias pasadas y se combinan en nuevos escenarios

Gorka Olmo

“Para hacer una pradera”, dice el poema de Emily Dickinson, “se necesita un trébol y una abeja. Y ensueño. El ensueño solo bastaría si son pocas las abejas”. Soñar, entendido de esta manera, es una función vital de la psique, “ocurre incluso con los ojos cerrados”, apunta el filósofo Emanuele Coccia en La vida sensible. “Cuando todos los órganos de los sentidos parecen estar obstruidos del mundo. Si no es el ruido de nuestra respiración, es un recuerdo o un sueño e...

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“Para hacer una pradera”, dice el poema de Emily Dickinson, “se necesita un trébol y una abeja. Y ensueño. El ensueño solo bastaría si son pocas las abejas”. Soñar, entendido de esta manera, es una función vital de la psique, “ocurre incluso con los ojos cerrados”, apunta el filósofo Emanuele Coccia en La vida sensible. “Cuando todos los órganos de los sentidos parecen estar obstruidos del mundo. Si no es el ruido de nuestra respiración, es un recuerdo o un sueño el que nos atrapa del aparente aislamiento para volver a sumergirnos en el mar de lo sensible. Nos consideramos seres racionales, pensantes y hablantes; sin embargo, vivir significa para nosotros sobre todo mirar, paladear, palpar u olfatear el mundo”, añade.

Para el psicólogo Steven Taylor, de la Universidad de Columbia Británica, en Canadá, autor del libro La psicología de las pandemias. Preparándonos para el próximo brote mundial de enfermedades infecciosas (aún no traducido del inglés al español), bucear es casi sinónimo de ensoñar, lo remite a su infancia, cuando acompañaba a su padre. Al tiempo de la noticia de la pandemia, estaba en las islas Galápagos. Cuando Taylor le propuso el libro a su editor, este lo rechazó. ¿Quién quiere saber de catástrofes poco probables? Afortunadamente, un segundo editor pensó que había algo de valor, y acordó publicarlo solo dos meses antes de que se informara sobre el coronavirus en Wuhan.

“Es mágico y transformador lo que puedes ver bajo el agua”, me dice Taylor desde Vancouver, “sumergirme en aguas profundas es revitalizante, en más de una manera, es estar inmerso. La inmersión en una atmósfera es una experiencia fluida, que se tiene muy presente”. Para el autor, su ensoñación está atraída por el agua, y por el universo de criaturas diminutas, que observa a través de la lente macro de su cámara, como le pasó a Alicia con el pastelito que encontró en una caja de cristal, “que tenía, escrita con pasas, la siguiente palabra: cómeme”.

Soñamos tanto de día como de noche, en el globo de la tierra y del agua. Para el psico­analista Wilfred Bion, la capacidad de soñar la realidad es un proceso de registro, asimilación y digestión de experiencias emocionales que nos ayuda a permanecer despiertos. Al proporcionar una cortina de ilusión, por así decirlo, nos protege de la sobrecarga sensorial de lo de adentro y de lo de afuera —disminuye nuestra ansiedad—. No obstante, es casi imposible no menospreciar nuestras ensoñaciones, ya que son experiencias que toman las formas más mundanas y personales. El psico­analista Thomas Ogden las describe como “la materia de la vida ordinaria, de su extraña cotidianeidad y su ordinaria extrañeza”, y propone que, si se dan mutuamente en la intimidad compartida, “es como soñar juntos”.

¿Cómo se organiza nuestro cerebro para sumergirnos en el ensueño? Karl Friston, especialista en neurociencias de la University College London, y pionero en modelos matemáticos de la función cerebral, explica que, en el ensueño, se reactivan fragmentos de experiencias pasadas y se combinan en nuevos escenarios que imaginamos de sucesos futuros. “Nuestro cerebro es un órgano estadístico de inferencia, que opera bajo el principio de minimizar la sorpresa y la incertidumbre”.

Friston propone que, valiéndose de la llamada manta de Márkov, el cerebro reduce la probabilidad de lo impredecible. El matemático Andréi Márkov describió un escudo que separa un conjunto de variables de otras, en un sistema jerárquico en capas, que protege los estados dentro de la manta de los estados externos; es como un “velo metafórico”, que representa la relación entre el organismo y el mundo, y ayuda a entender cómo nos las arreglamos para sobrevivir frente al caos del universo, y hacemos las cosas predecibles.

“En la pandemia”, me escribe Friston, “todos los días se fusionaron unos con otros. Lo que se perdió fue los límites de la estructura semanal que le da a nuestro mundo vivido la textura que tanto damos por sentado”. Mas ¿el verano…? “Ordené un invernadero para montarlo en mi jardín. Sonará trivial, pero es mi luz al final del túnel. Tengo la fantasía de que, si puedo construir este invernadero, la vida volverá a la normalidad, y que podré soltar las defensas neuróticas que todos hemos estado usando para hacer frente al año pasado”.

Mientras que Friston imagina sus vacaciones construyendo un invernadero —ensamblando una estructura, que podría entenderse como un intento de restaurar la estructura del tiempo—, Taylor, por el contrario, se sumerge bajo el agua, para ser transformado por la vida acuática, que considera mágica y creativa. Quizás juntos representen dos maneras de salir de la pandemia, cada uno, con su propio concepto de ensueño. Por mi parte, es aquí, desde la albañilería de las palabras —en mi diálogo con los pensadores congregados en estas columnas, y en mi conversación imaginaria con los lectores—, que yo lo encuentro, y desde donde le exhorto a que tome consciencia de lo que soñar podría significar para usted en estos tiempos tan extraños.

David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.

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