Las sardinas y el corsario
En Galicia, la noche de San Juan es la fiesta de este humilde pescado azul. El chef Iván Domínguez nos acompaña a catarlo al modo popular y luego lo sirve también a su manera.
Pasada la medianoche del 24 de junio, Día de San Juan, el chef Iván Domínguez nos lleva a comer sardinas a la terraza de su amigo Ramiro Vila, en el Bar Deportivo Ciudad. De camino por la zona vieja de A Coruña, se cruza con un muchacho que le dice animado:
—¿Quieres venir a correr mañana con nosotros?
Domínguez contesta que no puede. “Este es un chico marroquí que gana competiciones. Una bala. Yo no puedo correr con él”, explica el cocinero, de 41 años y naturaleza proteínica. “Soy muy inquieto. Necesito gastar energía”, dice. Tiene aspecto de corsario. El barullo de pelo rizo, ...
Pasada la medianoche del 24 de junio, Día de San Juan, el chef Iván Domínguez nos lleva a comer sardinas a la terraza de su amigo Ramiro Vila, en el Bar Deportivo Ciudad. De camino por la zona vieja de A Coruña, se cruza con un muchacho que le dice animado:
—¿Quieres venir a correr mañana con nosotros?
Domínguez contesta que no puede. “Este es un chico marroquí que gana competiciones. Una bala. Yo no puedo correr con él”, explica el cocinero, de 41 años y naturaleza proteínica. “Soy muy inquieto. Necesito gastar energía”, dice. Tiene aspecto de corsario. El barullo de pelo rizo, el bigote, los aros en las orejas y la mar tatuada en los brazos: un pulpo, un faro, una rosa de los vientos, una langosta, un velero, una nécora, un choco, un merlín, una caracola…
Ramiro Vila está lleno de grasa y realmente pletórico.
—Esto ha sido brutal. Lástima que no pude poner la orquesta; si no, hubiera sido un San Juan de verdad.
Como en 2020 no se pudo hacer nada, el deseo de celebrar era tan grande que con solo sacar unas mesas a la calle y una plancha para hacer las sardinas está satisfecho. Aunque no sea “un San Juan de verdad”, porque aquí “un San Juan de verdad” es una masiva kermés con hogueras, parrilladas y música por todas partes.
Vila echa en la plancha unas cuantas sardinas. Su grasilla rica en omega-3 se pone a borbotear sobre el metal y al cabo de unos minutos las sirve en el plato de plástico.
Domínguez come y analiza. “La sardina me transmite una diferencia bestial de sabores. El de la cola es tostado, salado y ligeramente metálico. Los lomos son más acuosos y tienen un sabor más amable. La ventresca es amarga porque es donde están las vísceras”, dice sosteniendo en la mano una raspa de espinas que, según él, “frita es maravillosa”.
Para acompañar, como mandan los cánones de la sardiñada en Galicia, Vila da vino tinto y brona, un pan oscuro de maíz con una pizca de harina de trigo. “Para mí, esta combinación tiene tanto valor como muchas otras cosas más elaboradas de la gastronomía”, juzga el chef.
Al día siguiente la cita es en su restaurante, NaDo. Lo abrió en 2019. Fue un éxito y se animó a poner otro con el mismo nombre en Madrid, inaugurado el pasado diciembre. El de A Coruña está frente al antiguo puerto. Es, básicamente, un pasillo ancho con dos mesas corridas como las de las romerías y con la cocina a la entrada, abierta e integrada en el conjunto, con los tubos del aire a la vista y coloreados a lo Pompidou.
Son las cuatro de la tarde. Venimos a probar una sardina preparada por él a su manera, pero todavía está terminando el turno de la comida y nos entretiene con un flan magnífico elaborado con yemas de gallo celta, sin claras. El sabor es delicioso, y la textura, un buen gesto técnico. El flan mantiene la forma de un flan, pero su densidad es la de una natilla. Para que se note el juego, la cucharilla con la que lo sirven es pesada y al entrar en el flan se hunde con más facilidad de lo esperado a primera vista.
Domínguez hace una cocina estacional y espontánea (“varía constantemente, según me parezca”), y considera que cuando la sardina está en su punto idóneo es en agosto, más gorda y jugosa, con más grasa, así que cuando lo visitamos en San Juan aún no la ha incluido en su menú, pero la prepara en exclusiva con una receta a la que le guarda especial cariño: curada y ahumada con romero.
“Es un homenaje a Marcelo y a mi etapa de aprendizaje con él”, dice. Domínguez se formó en Casa Marcelo, el restaurante en Santiago de Compostela de Marcelo Tejedor, un pionero de la alta cocina en Galicia. Con el restaurante ya sin clientes ni empleados, y mientras suena Let’s Dance, de David Bowie, el cocinero mezcla en un recipiente alga kombu, pimienta blanca, vinagre, sal, hielo, agua, y habla de cómo empezó todo, antes incluso de los fogones.
Era Iván Domínguez un chaval de un barrio coruñés llamado El Ventorillo que había “tripitido” 2º de BUP y que se pasaba el día ganduleando por ahí con los amigos. “Me dedicaba a ir a la playa y a jugar al fútbol. No me gustaba nada estudiar. A mí lo que me inquieta me atrapa mucho, pero a lo que no me inquieta no soy capaz de prestarle atención”, explica. Un buen día su padre estimó que su hijo era “incorregible” y dio con la opción de que entrase en la Armada. Empezó a trabajar como ayudante de cocina. Durante siete años cocinó cantidades ingentes de comida, sobre todo pollo, innumerables pollos asados ya fuera en bases en España o en la guerra de Afganistán. De la Armada, dice, aprendió “la disciplina y el rigor”.
—¿Tiene más de militar que de rockero?
—Mucho más, aunque intento suavizarlo.
Sobre una tabla de teflón dispone una sardina sin tripa. Con un par de cortes delicados la deja lista para tirar de los lomos, que salgan enteros sin espinas prendidas a la carne y dejarlos unos minutos a curar en el recipiente que había preparado.
“Yo soy un comedor de pescado y es con lo que más cómodo me siento trabajando”, dice. Suena un clásico de Eminem, Sing for the Moment. “Más que con la verdura, por ejemplo”. Mirando a la sardina, se pregunta “cómo un pescado tan pequeño puede tener tanta intensidad”. La elogia: “Es noble, humilde, barata. Yo prefiero cocinar una sardina que un mero”.
—¿Por qué?
—Porque el mero, hagas lo que hagas, es maravilloso y a la sardina hay que tratarla con cariño para que coja valor. Es un pescado azul delicado y necesita que se le preste atención. Tiene que llegar muy fresca y ser cocinada en el día y con tacto.
Se va hacia el recipiente.
—Mira, ya está cambiando. El vinagre ya está empezando a trabajar y la carne se está poniendo más fina.
Suena I Can’t Get no Satisfaction.
Los lomos han pasado de su color blanco a uno rosado. Los retira y los pone sobre un papel absorbente. Después les delinea los bordes con un cuchillo japonés y con una brocha los barniza con una mezcla de agua, soja y vinagre. El vinagre es fundamental en su cocina: “Me vuelve loco. Creo que, si me lo quitas, dejo la cocina. La acidez mantiene vivo el paladar, lo estimula”. El barniz le da sabor a los lomos y, sobre todo, forma una película protectora sobre su piel que evita que la sardina se cueza de más cuando luego la cocina en la salamandra.
En paralelo, enciende una pieza de carbón. Cuando retira los lomos de la salamandra, usa el carbón para sellarlos antes de darles otra pasada de soja y vinagre que los deja brillantes. Los presenta en un plato de barro blanco y los acompaña con un montoncillo de hojas de romero seco; con parsimonia ceremonial, las prende con el carbón y los lomos de sardina van cogiendo el aroma del humo.
Probamos la sardina que nos ha preparado Iván Domínguez.
Su sabor primario no ha sido violentado y los sabores que ha incorporado son agradables, discretos. En la lengua se combinan con mucho amor la viscosidad de la piel y la textura melosa que ha adquirido la carne. En el restaurante NaDo suena Personal Jesus, de Depeche Mode.
—Vaya, ahora la sardina parece un producto de lujo —le decimos.
—Ya era un producto de lujo —sonríe orgulloso el corsario.