Salir de la niebla

Me pregunto si, tras 20 años de cárcel, pudiste acariciar la felicidad; a ratos, quiero decir, como todo mundo

No sé si todavía vives, Josefa.

De ti, en realidad, no sé demasiado. Solo que tenías 20 años cuando decidiste asesinar y despedazar al dueño del hotel donde trabajabas. No tengo información clara de los motivos para descuartizarlo: dudo entre el ensañamiento y la practicidad; sin duda, sería mucho más fácil portear el cadáver si repartías el peso. Una joven que ha trabajado desde niña en el campo sabe cómo resolver esa clase de problemas. También sé que ocultaste el cuerpo un día entero, aunque tampoco me atrevo a decidirme: ¿sería por indecisión o por pragmatismo? Sí, tienes razón, la ...

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No sé si todavía vives, Josefa.

De ti, en realidad, no sé demasiado. Solo que tenías 20 años cuando decidiste asesinar y despedazar al dueño del hotel donde trabajabas. No tengo información clara de los motivos para descuartizarlo: dudo entre el ensañamiento y la practicidad; sin duda, sería mucho más fácil portear el cadáver si repartías el peso. Una joven que ha trabajado desde niña en el campo sabe cómo resolver esa clase de problemas. También sé que ocultaste el cuerpo un día entero, aunque tampoco me atrevo a decidirme: ¿sería por indecisión o por pragmatismo? Sí, tienes razón, la oscuridad de la noche te protegería más de los curiosos que la luz del sol. Te he visualizado muchas veces, firme y decidida, arrojando los restos de aquel hombre por el acantilado de Ubiarco. Tal vez llorabas, tal vez no.

No es que fuese mala idea deshacerte del cadáver; de hecho, me pareció una actuación bastante lógica. Sin embargo, fuiste torpe. Deberías haber buscado más distancia, y no pretender que el mar del Cantábrico se guardase un secreto que habías dejado acariciando la superficie. Te cogieron al día siguiente, como no podía ser de otra forma, y tu nombre se escribió en toda la prensa de marzo de 1953. Te condenaron a 20 años de prisión y algunos dijeron que la víctima se había propasado contigo, aunque nadie argumentó en tu nombre la posibilidad de una legítima defensa. Otros dijeron que habían sido relaciones consentidas, y que él no te había dado lo que te había prometido. Ah, querida, ¡una de las historias más viejas del mundo! También dijeron que estabas mal de la cabeza. Que no digo yo que fueses una santa, hacha en mano, pero desde hace muchos años me has hecho meditar. ¿Por qué lo hiciste? ¿Y con qué finalidad? ¿Qué vida llevabas, qué expectativa demoledora de futuro tenías?

El crimen en sí suele ser un acto rápido, pocas veces elegante y siempre definitivo. Confieso que apenas le dedico un somero vistazo técnico al modus operandi. Sin embargo, la causa del asesinato me resulta interesantísima. Esa razón misteriosa que justifica el crimen, con argumentos parciales y a conveniencia. Aunque a ti, ¿quién te hizo daño, tal vez siendo niña? ¿Quién tuvo la culpa de que alzases el hacha? ¿No somos todos, en cierto modo, responsables de todos? Supongo que aquí nos adentraríamos en la idiosincrasia del crimen, que nos envuelve hasta a los que nos creemos con capacidad de juzgar.

Me pregunto si, tras tus 20 años en la cárcel, pudiste acariciar la felicidad; a ratos, quiero decir, como todo el mundo. Aunque confieso que no soy capaz de imaginarte danzando en un prado florido, redimidas todas las culpas. Toda aquella rabia y fuerza, ¿qué pasó con ellas? ¿Encontraste un buen lugar a donde ir, un buen motivo para respirar sin que te arrastrase la marea? Ah, los crímenes y sus abismos, ¡qué misterios tan extraordinarios para nuestra curiosidad! Supongo que en el fondo todos buscamos un refugio, un puerto escondido al que acudir cuando sabemos que afuera solo hay oscuridad. Espero que hayas encontrado tu propio camino para salir de la niebla.

María Oruña es autora de Lo que la marea esconde (Destino).

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