Pequeño Zar

Sabes mejor que yo lo que dirías a tu abuelo, a quien llamabas papá. Al hombre que te enseñó los nombres de las plantas, de los árboles, de la vida

Hijo, me gustaría enseñarte a escuchar el latido de la tierra y a llenar el vacío de nuestros campos, me gustaría hacerlo tal y como mi padre me enseñó a mí.

Pequeño Zar, hoy la osa ha salido de su osera y las dos crías se han quedado a la entrada de la cueva, observando a su madre con curiosidad. Estamos a finales de primavera y la vida estalla en la montaña. Querría que lo vieras, querría que aprendieras a escuchar al bosque.

Hoy las viñas ya han echado hojas y nacen sus flores blancas. Esas viñas que te señalo cada vez que vamos de camino al pueblo en el noroeste. Esas viñas e...

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Hijo, me gustaría enseñarte a escuchar el latido de la tierra y a llenar el vacío de nuestros campos, me gustaría hacerlo tal y como mi padre me enseñó a mí.

Pequeño Zar, hoy la osa ha salido de su osera y las dos crías se han quedado a la entrada de la cueva, observando a su madre con curiosidad. Estamos a finales de primavera y la vida estalla en la montaña. Querría que lo vieras, querría que aprendieras a escuchar al bosque.

Hoy las viñas ya han echado hojas y nacen sus flores blancas. Esas viñas que te señalo cada vez que vamos de camino al pueblo en el noroeste. Esas viñas en las que creció tu abuela; esos racimos apretados de prieto picudo que vendimiaba tu abuelo.

Hoy en los campos de labranza ya rucha el trigo y la cebada y la avena loca salta en el viento. ¿Te acuerdas el año pasado cuando salimos del confinamiento y parecía que descubríamos el mundo, los caminos sin pisar, los campos por arar?

Hoy atravesaremos un paisaje de aldeas olvidadas y tú observarás los molinos de viento y preguntarás: qué muelen; y contestaré: nada; y pensaré: alas de pájaros.

Hoy los chopos y los álamos plateados se agitan como medusas en la brisa del río. Deseo llevarte a aquella presa en la montaña donde vamos a nadar todos los veranos. Y que te subas en la canoa y grites de alegría con el agua helada.

Hoy Manolo el Manco estará preparando su huerta, cavando con el jajo para que crezcan las matas de tomates y las lianas de fréjoles. Y pronto podrás correr bajo el ciruelo y perseguir a los gatos.

Hoy pasaremos por delante del cementerio como cada vez que entramos en el pueblo. Y dirás: ahí está papá, solo. Y yo te contestaré que en realidad no está ahí, que está en las estrellas (o algo así). Pero me mirarás por el retrovisor con esos ojos graves de niño de ocho años que a veces pones.

Hoy te acostaré, apagaré la luz y dirás: mamá, me acuerdo mucho de papá, de cuando tomaba las pastillas, ahora la verde, ahora la azul, pero te acuerdas de que cuando papá se murió yo fui a hablar con él y le dije: hola, papá, pero no me oyó porque se había muerto, ¿te acuerdas? Y yo me quedaré aterrada en la oscuridad y contestaré (porque es de madres contestar con sensatez, con cuidado): sí, te oyó, porque su espíritu estaba ahí. Y tú harás ese ruidito con la boca (como una rana) y dirás esas cosas: pero cuando papá se muere tu corazón de niño se suicida y después es un corazón de mayor y de recién casado, y si no estuviera muerto yo le diría: adiós, papá, pero ya se murió.

Mi Pequeño Zar, quizá esta carta debieras escribirla tú. Porque sabes mejor que yo lo que dirías a tu abuelo, a quien llamabas papá. Al hombre que te enseñó los nombres de las plantas, de los árboles, de la vida. Al hombre que me enseñó los nombres de las plantas, de los árboles, de la vida.

Marta del Riego Anta es periodista y escritora, autora de Pájaro del noroeste (AdN).

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