Una leona enjaulada

Seguro que muchos de ustedes me entienden. Fatiga pandémica, lo llaman. Es un nombre feo y, por eso, muy apropiado

EPS

Este artículo tiene trampa.

Supongo que ustedes sabrán ya, porque creo habérselo contado yo misma alguna vez, que lo estoy escribiendo con dos semanas de antelación. Por eso, albergo la esperanza de que, cuando lo lean, no sea ya rigurosamente cierto. Porque el caso es que, en este momento, no puedo conmigo misma. Ni con mi vida, ni con mis rutinas, ni con el aburrimiento que se extiende ante mis ojos como único horizonte, panorama desértico y devastador.

Hago memoria reciente y me cuesta trabajo creer cómo celebré ...

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Este artículo tiene trampa.

Supongo que ustedes sabrán ya, porque creo habérselo contado yo misma alguna vez, que lo estoy escribiendo con dos semanas de antelación. Por eso, albergo la esperanza de que, cuando lo lean, no sea ya rigurosamente cierto. Porque el caso es que, en este momento, no puedo conmigo misma. Ni con mi vida, ni con mis rutinas, ni con el aburrimiento que se extiende ante mis ojos como único horizonte, panorama desértico y devastador.

Hago memoria reciente y me cuesta trabajo creer cómo celebré el confinamiento domiciliario del que dentro de poco se cumplirá un año. En realidad, mi vida no va a cambiar tanto, me dije, llevo toda la vida trabajando en casa, cuando escribo no me gusta salir, me sobrará tiempo para ponerme al día con las lecturas atrasadas, con las series de televisión que me he perdido, será un aislamiento provechoso… El caso es que lo fue. Me puse tan al día de todo que he logrado que cada uno de esos hitos me provoque el mismo cansancio. Sigo leyendo mucho, por supuesto. Sigo viendo series de televisión. Unas me gustan más, otras menos, pero todas son pequeñas migajas de felicidad, de entretenimiento al menos, que el destino arroja entre los barrotes de mi jaula, ese espacio demasiado pequeño que recorro una y otra vez como una fiera sin solución, midiendo la longitud de cada pared mientras resoplo de hastío. Seguro que muchos de ustedes me entienden. Fatiga pandémica, lo llaman. Es un nombre feo y, por eso, muy apropiado para esta clase de padecimientos.

Hago memoria de tiempos más lejanos y me cuesta trabajo identificarme con la mujer que protagoniza mis recuerdos. Sé que viajaba mucho, que durante la promoción de un libro podía llegar a tener dos, hasta tres viajes en una semana de agenda, pero me parece mentira. Sé que no me gustaba viajar. ¿De verdad?, me pregunto, ¿de verdad me daba tanta pereza coger un tren, un avión, dormir una noche en la habitación de un hotel? Ahora mismo me encantaría hacer cualquiera de esas cosas, salir de mi ciudad, mirar por una ventanilla, respirar aire húmedo y ajeno, aunque tuviera que volverme a casa inmediatamente después. Y si echo de menos las cosas que no me gustaban, las que me gustan me provocan una nostalgia lacerante, un dolor que se acrecienta día tras día. Pienso en mis amigos de Barcelona, a quienes hace tanto, tanto tiempo que no veo. Cierro los ojos para recuperar la textura del aire bonaerense en una terraza de Recoleta, los olores callejeros de Ciudad de México, el calor asfixiante de Cartagena de Indias o el cielo nublado de Bogotá, y cada sentido me duele. Tengo la sensación de llevar tantos años ausente de América, de los restaurantes limeños, de las callejuelas de Quito, de los teleféricos de La Paz, que saber que es mentira, que estuve allí hace mucho menos tiempo de lo que creo, me da más rabia todavía. ¿Y qué les voy a contar de la bahía de Cádiz? Mejor nada, porque el verano pasado se me antoja un pretérito perfecto e irrecuperable. Porque no he podido volver. Porque lo añoro tanto que la simple imagen de una copa de oloroso me da ganas de llorar.

Todo esto pasará, lo sé, todos lo sabemos. Pasará como ha pasado todo, la gripe española, las guerras mundiales, la dictadura franquista, todas las catástrofes y tragedias que ha soportado la humanidad. Pasará, y volveré a ver a mis hijos cuando ellos quieran, volveré a quedar a cenar con mis amigos, volveré a la playa en invierno, y a tener una agenda infernal, y la sensación de que me falta tiempo para todo. Lo sé, pero a veces me cuesta mucho trabajo creérmelo, y sigo dando vueltas a mi jaula una, y otra, y otra vez, mientras el ánimo se escapa por los barrotes. He aprendido que, en esos días, lo único que consuela es quejarse. La verdad es que hoy no he conseguido encontrar otro tema sobre el que escribir, aunque confío en que me perdonen el desahogo, porque la queja compartida reconforta, y estoy segura de que no soy la única que siente lo que les he contado hoy.

Cuando ustedes lean este artículo, tal vez la primavera se insinuará ya en el aire. Los días serán más largos, el clima más suave, nuestro humor menos sombrío.

Con esa esperanza me despido hoy de ustedes.

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