¿Hay que ser un aguerrido explorador para visitar Groenlandia? En absoluto
Una de las grandezas de este destino helado, cuya sola mención lleva aparejadas imágenes de aventura, lejanía y frío, es que no es tan lejano ni tan extremo
Puede sonar a oxímoron. Pero no lo es. Un destino en el Hemisferio Norte, bueno, bonito (barato, no; eso no lo es), fresco, sin turistas… ¡y en verano! ¿Existe? Sí, se llama Groenlandia, “un gigantesco cubito de hielo que se mantiene a sí mismo”, como me lo definió Ramón Larramendi, el mejor explorador ártico español de todos los tiempos y gran conocedor de esta isla helada. Groenlandia es...
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Puede sonar a oxímoron. Pero no lo es. Un destino en el Hemisferio Norte, bueno, bonito (barato, no; eso no lo es), fresco, sin turistas… ¡y en verano! ¿Existe? Sí, se llama Groenlandia, “un gigantesco cubito de hielo que se mantiene a sí mismo”, como me lo definió Ramón Larramendi, el mejor explorador ártico español de todos los tiempos y gran conocedor de esta isla helada. Groenlandia es una raridad, un resto de la última glaciación. Una barra de hielo, como decía Larramendi, que no cabría en ningún frigorífico: 2.670 kilómetros de largo, mil de ancho, cuatro veces la extensión de España y un espesor medio de dos kilómetros (¡sí, 2.000 metros de hielo bajo tus pies!). Sobre él viven solo 56.000 almas, no existe una sola carretera que conecte dos poblaciones y el único semáforo está en la calle principal de Nuuk, la capital. ¿Alguien conoce mejor lugar para darse ese placer de viajar sin agobios, sin arrebatos, sin ser uno más en la horda de turistas que lo invade todo?
No puedo decir que la primera vez que viajé a Groenlandia lo hiciera en busca de este placer de verano, porque era finales de mayo. Pero la historia que les quiero contar funcionaría igual a partir del 21 de junio. Cuatro amigos de la infancia decidimos que, para festejar nuestro 50º cumpleaños, haríamos algo diferente: internarnos en el Inlandsis, el casquete helado groenlandés, con esquís y arrastrando todo el material necesario en nuestras pulkas para sobrevivir dos semanas en ese desierto blanco. Una decisión de lo más atolondrada, porque ninguno tenía experiencia en expediciones polares, uno de nosotros ni siquiera se había calzado unos esquís en su vida. Y, pese a todas nuestras buenas intenciones, no habíamos entrenado ni un solo día previo ni apenas preparado la expedición. Pero ya se sabe que no hay nada más atrevido que la ignorancia.
Era apenas 150 kilómetros de recorrido hasta unos nunatak (montañas) que emergían sobre la interminable planicie blanca y que nunca nadie había escalado antes. Una ridiculez si lo comparamos con la primera expedición que cruzó la isla, la del gran Fridtjof Nansen, el explorador y científico noruego que, con 26 años y acompañado de cuatro compatriotas, caminó en el verano de 1888 unos 600 kilómetros entre Umivik, un asentamiento inuit en la helada y salvaje costa este, hasta Gotthab, la actual Nuuk, que por entonces no era más que una remota misión danesa en la costa oeste. Fueron seis semanas de penalidades y lucha diaria contra un territorio hostil e inexplorado hasta ese momento. Las grietas de los glaciares, la nieve blanda y las inclemencias del tiempo les retrasaron tanto que, cuando por fin llegaron extenuados y medio muertos a Gotthab, el último barco de la temporada ya había zarpado y tuvieron que quedarse un invierno extra (con el que no contaban) en el hielo.
La nuestra fue una expedición más humilde en sus objetivos y, sobre todo, más fácil: ya hubiera querido Nansen llevar nuestros GPS, nuestros abrigos y botas de material extraterrestre y nuestro teléfono satélite por el que podíamos llamar a un helicóptero de rescate en caso de necesidad —eso sí, a 4.000 euros la hora, pero al menos, teníamos una vía de escape—. Igual que ellos, nosotros también alcanzamos nuestro objetivo (ser los primeros humanos en escalar esas montañas) y también tuvimos algún susto final (sí, puedes palmarla, incluso llevando GPS y teléfono satélite). Pero todo salió bien y a mí, particularmente, como le pasó a Nansen, aquella aventura me sirvió para caer rendido ante la fascinación de los polos, de esos territorios blancos, salvajes, hostiles y lejanos, cuya belleza ralla lo imposible. A ellos vuelvo siempre que puedo.
¿Quiere esto decir que hay que ser un aguerrido explorador, duro cual superhéroe de Marvel, para visitar Groenlandia? En absoluto. Otra de las grandezas de este destino helado, cuya sola mención lleva aparejadas imágenes de aventura, lejanía y frío, es que no es tan lejano ni tan extremo. De hecho, Groenlandia está a apenas cinco horas de Copenhague en vuelo directo, o a dos horas de Reikiavik, si se hace escala en Islandia, a donde hay vuelos todos los días desde varios aeropuertos españoles a unos precios irrisorios. Una aventura accesible al gran público sin necesidad de ir equipado como Amundsen, que en España ofrecen varias agencias de viaje, sobre todo rutas por la costa sur y la occidental, las que por climatología están más habitadas y humanizadas.
La puerta de entrada a esta Groenlandia asequible son dos pistas de aterrizaje que construyó el Ejército estadounidense en la II Guerra Mundial para sus bombarderos y que hoy siguen siendo los dos únicos aeropuertos internacionales de la isla: Narsarsuaq, al sur, y Kangerlussuaq, al oeste. Ambos están en medio de la nada, lejos de núcleos habitados, y ponen al viajero en situación nada más bajar por la escalerilla del avión. En el aeródromo de Narsarsuaq, por ejemplo, no hay nada más que la cinta negra de asfalto de la pista, unos depósitos de combustible, un hotel, algunos viejos barracones y un supermercado que vende desde chocolate a rifles. Todo en medio de un paraje de horizontes infinitos, sin árboles y con los primeros icebergs flotando en el vecino fiordo. ¡Una gran declaración de intenciones!
Aquí empieza la aventura. El placer de una aventura sin turistas en uno de los territorios más fascinantes del hemisferio Norte.
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