De la paella valenciana a los arroces alicantinos: un delicioso encuentro en la Albufera
Veinte especialistas elaboran, entre arrozales con fuego de leña y sarmientos, otras tantas recetas en un encuentro informal. Arroces de pobre, clásicos o innovadores, secos y melosos, en paellas, cazuelas de hierro o peroles sobre leña. Un mundo inabarcable y un plato tan refinadamente simple como sutilmente complicado
Eduardo Torres, cosechero y molinero, nos había convocado en la Albufera valenciana sin otro propósito que rendir culto al arroz. Alrededor del mediodía me hallaba prodigando sonrisas a casi 20 especialistas en una lengua de arena que se estrechaba entre vastos arrozales. Degustamos arroces secos y melosos; de verduras, esencialmente veganos, de carne y de mariscos, y, por supuesto, de pescado. Arroces de pobre, clásicos o innovadores, elaborados en paellas, en cazuelas de hierro o peroles de metal. Cocinados con fuego de leña y sarmientos, con maderas de naranjo e higuera, o incluso con gas. Libertad total.
Una fiesta al aire libre, sin rivalidades ocultas, bien a pesar de que algunos estilos —valenciano versus alicantino— resultaban absolutamente marcados. Durante tres largas horas, los arroces en paellas se cocinaron sobre frágiles estructuras entre intensas vaharadas de humo. Con un aparente descontrol, sin otro ritmo que el que marcaban los oficiantes, comenzamos a degustarlos con la impaciencia propia de quienes suelen apresurarse para proclamar su favorito.
De la auténtica paella valenciana de Pablo Margós, del restaurante Las Bairetas, al denominado arroz de pobre del campo de Elche con bacalao y patatas de Noelia Pascual, jefa de cocina del restaurante Cachito, ganadora del concurso La Mejor Paella del Mundo en 2021. Y a su lado, el insólito arroz en perol de Juanjo López de La Tasquita de Enfrente con escabeche de bonito y aceitunas, fiel trasunto de la receta de su abuela. No me pasó inadvertido el arroz al sarmiento de conejo y caracoles serranos, pimientos y garbanzos del restaurante Alfonso Mira. Ni tampoco el monumental de Paco Gandía y su mujer Josefa, con la grasa justa y un suave gusto a azafrán.
Distanciados del resto, Pablo Margós y su ayudante en Las Bairetas se afanaban con sendas paellas envueltas entre llamas virulentas. “Enumérame las claves de una paella valenciana”, le dije. “De entrada, el tiempo”, me respondió. “Ninguna receta se puede elaborar en menos de una hora y cuarenta minutos. Es preciso sofreír las carnes, añadir el agua, esperar a que hierva a borbotones y dejarla reducir para obtener el caldo. A diferencia de los arroces alicantinos, en las paellas valencianas solo utilizamos agua, nunca caldo. Tampoco sofreímos el arroz”, expuso. “¿Ingredientes imprescindibles?”, proseguí. “El pollo y el conejo, aunque algunos añaden pato fresco. Y además garrofó (alubias planas y gruesas), ferraura (variedad de judías verdes), pimentón, tomate, y alcachofas en temporada. De ajo, nada de nada”, explicó Margós.
“¿Y la sangre?”, le pregunté al observar un plato repleto de una suerte de gelatina roja. “Es el pequeño gran lujo de toda paella valenciana que se precie, cada vez más difícil de conseguir. Años atrás, los conejos se sacrificaban en las casas de campo. Se recogía su sangre, se coagulaba en frío y se añadía cortada en cuadraditos antes de retirar el arroz. Es nutritiva y aporta un gusto especial. No te olvides de que la paella es un plato de aprovechamiento. Despojos que ahora hemos olvidado”.
“¿Leña o gas?”, continué. “Me resulta bastante más sencillo con leña. Trabajamos con estacas de pino de la sierra de Chiva. En el resultado final influyen la potencia del fuego, la cantidad de agua, la proporción en que se combinan los ingredientes, el control de los tiempos y la variedad del arroz. Nada es fruto de la casualidad. Tan refinadamente simple como sutilmente complicado”.
El espectáculo subía en efervescencia mientras algunos invitados y oficiantes nos acomodábamos en las mesas al aire libre. La mayoría deambulaba entre apreturas, cuchara en ristre, dispuestos a degustar hasta el último grano de los recipientes apartados de los fuegos. Estábamos en un congreso del arroz donde se compartían conocimientos, sabores y métodos de cocina.
“¿Qué estás preparando?”, pregunté a Luis Valls, jefe de cocina del restaurante El Poblet. “Arroz de pato azulón con nabos. Limpio las aves, las dejo madurar una semana con grasa de vaca, y de entrada las marco sobre el fondo de la paella con movimientos circulares por el lado de la piel. El arroz lo cocino en el caldo de pato que obtengo por separado”.
“¿De qué va tu arroz?”, le pregunté a Javier Hernández de El Candado Golf, en Málaga. “De sobrasada mallorquina y gambas de Málaga. Hace muchos años que no lo hago con leña. A ver el resultado”.
“¿Y el vuestro?”, interrogué a los cada vez más populares Javier Sanz y Juan Sahuquillo del restaurante Cañitas Maite. “De carabineros de Huelva, mejillones de las rías gallegas y alcachofas”.
“¿Y el tuyo?”, me dirigí a César Marquiegui, cocinero jefe de Nou Manolín. “Es un arroz meloso de gambas y lechola (pez limón) con angulas de monte. Los granos son de la variedad carnaroli, envejecido 12 meses antes del descascarillado. Fundamental el punto de los caldos. Si resultan muy fuertes o salinos mala señal. Al final lo ligo con el jugo de las cabezas de las gambas sin dejar de remover”, se explayó. Se trata de un arroz en salsa excelente, pensé cuando lo probé.
“¿Qué tiene tu arroz?”, le pregunté al prestigioso Paco Gandía. “Caracoles, conejo, azafrán, sal y aceite. Sofreímos el conejo, pero nunca el arroz, el nuestro está a medio camino entre las paellas valencianas y los arroces alicantinos”.
Tocaba despedirse. Durante tres largas horas, habíamos convivido con el rito, la liturgia y la ceremonia que acompaña a los mejores arroces. Hay tantos arroces como maestros cocineros. Mil y una recetas refinadamente simples, aunque sutilmente complicadas.
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