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El Institut Pere Mata y otros lugares para enamorarse de Reus, la capital modernista y ‘vermutera’ de Tarragona

El psiquiátrico diseñado en 1897 por Lluís Domènech i Montaner es un referente del modernismo y de la salud mental. Y su pabellón de los Distinguidos, una locura maravillosa, pero no la única de la ciudad tarraconense

El 10 de octubre, Día Mundial de la Salud Mental, es buena fecha para hablar del Institut Pere Mata de Reus, que es un psiquiátrico en activo y un museo insólito, donde se explica el salto de gigante que supuso hace 128 años rodear a los enfermos de música, de jardines, de huertos en los que podían trabajar y de cosas bellas: cerámicas, mosaicos, pinturas, estucados, vidrieras y muebles con decoraciones de talla y marquetería. Además, el 11 y 12 de octubre la ciudad tarraconense celebra Reus 1900, una fiesta modernista con un montón de actividades culturales y gastronómicas, en la que el psiquiátrico diseñado por Domènech i Montaner es un escenario destacado.

Esos días ­—y también el 18, como todos los terceros sábados de mes— habrá visitas teatralizadas que cuentan la historia de esta revolucionaria institución y que acaban en el jardín tomando algo muy de Reus: un vermut. Dicen que posee propiedades digestivas —­por el ajenjo­— y antioxidantes —por el vino—, y que mejora el estado de ánimo al liberar endorfinas. Vamos, que es un medicamento esencial que debería estar cubierto por la Seguridad Social.

Dos reyes en el manicomio

El 14 de abril de 1904, estaba Alfonso XIII visitando el nuevo Manicomio de Reus —rebautizado en 1910 como Institut Pere Mata, en honor al doctor homónimo local, pionero de la medicina legal en España— cuando le presentaron a un interno que creía ser el rey de España. “¿Con quién tiene el rey de España el honor de hablar?”, le preguntó el monarca delirante al verdadero, a lo que este respondió hábilmente: “Con otro rey”. Aquel, como es lógico, quiso saber más de su par: “¿Y de dónde sois rey?”. Y el jovencísimo Alfonso XIII, al que nunca nadie había apretado tanto en una visita protocolaria, no tuvo más remedio que cambiar de corona: “Yo soy rey de Inglaterra”.

Qué diferente el Institut Pere Mata, donde todos se sentían reyes, del antiguo manicomio de Reus. Conocido como Ca l’Agulla, el viejo se encontraba en el número 21 del actual Carrer Sardà ­—donde hoy está el colegio público Pompeu Fabra­—, y era un anciano caserón con dos patios oscuros, uno para hombres y otro para mujeres, pequeñas ventanas enrejadas y dos grandes estancias que servían de comedores. En cada patio había una fila de 10 celdas para aislar a los enfermos peligrosos y en el piso de arriba estaban los dormitorios para los tranquilos. Era un magatzem de bojos, un almacén de locos indigno de cualquier ciudad europea de finales del siglo XIX, pero más de esta que presumía de ser la más importante de Cataluña después de Barcelona, que en menos de 40 años había parido a Prim, a Fortuny y a Gaudí, que tenía una pujante industria textil y otra aún más potente aguardentera. “Reus, París y Londres”, se decía entonces, cuando las tres ciudades fijaban el precio de los aguardientes, y se sigue diciendo hoy para presumir de que uno es de la primera. Hasta Dalí lo decía.

El caso es que las fuerzas vivas reusenses, espoleadas por el amor patrio y por el humanitarismo de Emili Briansó —el médico de Ca l’Agulla y luego director del Pere Mata—­, crearon la sociedad anónima Manicomio de Reus, con un capital social de 300.000 pesetas, y le encargaron el proyecto del nuevo psiquiátrico al arquitecto Lluís Domènech i Montaner, quien en 1897 dibujó un complejo racional y bellísimo, anticipando lo que haría en el hospital barcelonés de Sant Pau, con una estructura à village —edificios separados para distintos usos, enfermedades, clases sociales y sexos­— y una decoración deslumbrante. “Porque la condición estética es también condición curativa en tales establecimientos”, explicaba Artur Galceran i Granés, prestigioso médico psiquiatra barcelonés y miembro del equipo de trabajo de tan ambicioso proyecto, “en razón a la influencia que sobre el psiquismo ético ejerce la belleza”. Mente sana en hábitat hermoso, podría haber dicho parafraseando a Juvenal.

Lo más hermoso del Institut Pere Mata y lo único que hoy se puede visitar es el pabellón 6 o de los Distinguidos, donde ingresaban los que hacían que la empresa, además de humanitaria, fuera rentable: los ricos. Bueno, los ricos y los que podrían serlo pero, cuando había que repartir las herencias, otros familiares conseguían que los declararan dementes incapaces para que no les tocara nada y acababan en esta jaula de oro.

Declarado Bien Cultural de Interés Nacional, el pabellón está lleno de ángeles y dragones y de detalles bien pensados, como las escaleras sin ojo central para evitar accidentes y las vidrieras con alma de hierro, en lugar de feas rejas. Todas las habitaciones son diferentes, como en los modernos hoteles con encanto, y tienen cuarto de baño privado, algo muy raro en la España de entre siglos. Las mejores tenían hasta recibidor, despacho, sala para el mayordomo y vistas al cabo de Salou y al Mediterráneo. En una de estas se alojaría un paciente que, según la chismosa audioguía, hacía venir a su sastre de Londres para que le hiciese los trajes a medida. Abajo hay una sala de billar y, en el exterior, espléndidos jardines rodeados por un alto muro que, visto desde dentro, no lo parece tanto, casi ni se aprecia, al estar dispuesto sobre un talud con foso. Ojos que no ven, mente que no se resiente.

La visita concluye con un audiovisual inmersivo, alucinógeno, donde tan pronto uno se siente una cigüeña sobrevolando las cubiertas de tejas vidriadas y la torre del agua de 30 metros de altura que preside el complejo hospitalario, como se cree una de las fantásticas figuras que decoran los paneles cerámicos y las vidrieras. Hipnótico y mareante es el efecto que produce ver las caras de los espectadores del audiovisual dibujadas sobre los azulejos crecientes y menguantes, como si hubieran sido soñadas por Lluís Bru i Salelles, el que fue principal dibujante y mosaiquista del Institut Pere Mata. Más delirante que esto, solo hay una cosa: fotografiar con un gran angular el servicio comunitario con bañera de cerámica de la primera planta. Parece uno de los espacios imposibles, engañosos, profusamente teselados, de Maurits Cornelis Escher.

Visitas teatralizadas con música y vermut

Actores que representan a Angeleta y Sebastiá Torroja, ­mayordomos del Institut Pere Mata en sus primeros tiempos­, guían las visitas teatralizadas, durante las cuales hay un momento cargado de misterio y simbolismo. A los visitantes se les hace permanecer con los ojos vendados en el salón principal del pabellón de los Distinguidos y, después de que tropiecen entre ellos y con las mesas donde duermen los nobles y guerreros de los ajedreces, se les retira la banda de tela, se les pide que miren arriba y descubren pintada en el techo a una bella dama que porta una antorcha con los ojos tapados. Debajo de ella, se lee: “De nou lluirà”. De nuevo lucirá. Es el lema del Institut Pere Mata y la venda, un símbolo de la enfermedad mental, que impide ver lo bello de la vida.

Otro momento impactante de la visita teatralizada es el concierto en el salón de música, cuando un pianista y una cantante surgidos de no se sabe dónde interpretan una pieza de Eduard Toldrá. Atención a la balaustrada. Si hemos visitado el Palau de la Música Catalana de Barcelona —­obra también de Domènech i Montaner­—, sus columnas nos sonarán: son iguales, pero de otro color; amarillas en lugar de salmón.

Y otro momento, el último y más dulce, es cuando se toma en el jardín un vermut de Reus. Aunque la ciudad catalana es la capital mundial de esto —ha habido 30 bodegas y más de 50 marcas desde 1892—, alguien explica a los visitantes que fueron unos frailes bávaros los que, en el siglo XVI, maceraron vino con wermut —ajenjo, en alemán— con propósitos medicinales. Luego el vermut se complicaría pasando por Italia y mezclando muchos otros botánicos —entre 20 y 100—, pero sigue teniendo algo de antiguo preparado natural, de elixir curalotodo.

Más ‘medicina’ en el Museu del Vermut

No faltan en Reus laboratorios y dispensarios donde despachan esta bebida. Hay tres fábricas —Miró, Yzaguirre y De Muller— y ocho marcas que las mismas destilerías elaboran para ellas o por encargo para otros, como el Museu del Vermut. En este restaurante musealizado se exhiben 2.200 botellas (incluidas varias italianas muy raras de finales del siglo XIX), 300 carteles y 4.000 cosas más de 56 países relacionadas con el vermut.

El edificio, que fue diseñado en 1918 por Pere Caselles —arquitecto municipal de Reus de 1891 a 1930— para alojar una fábrica de sombreros, es uno de los cerca de 80 monumentos que integran la Ruta del Modernismo de la ciudad. La mayoría son casas particulares cerradas de las que solo puede verse la fachada, pero aquí se puede entrar y tomarse en la barra uno de los 70 vermuts de la carta o sentarse en el salón más bello, el Espai Martini, y comer de maravilla, empezando por lo mejor de lo mejor: las minicocas de pan de cristal con sardina ahumada, tartar de tomate y albahaca.

Casa Navàs: la cumbre florida del modernismo

Otro inmueble modernista donde se puede entrar (de hecho, es el más ajetreado de la ciudad, con más de 50.000 visitantes al año) es Casa Navàs. Pero solo se puede entrar con patucos quirúrgicos y sin tocar nada, para no ajar ninguna de las tropecientas mil flores que hay pintadas, labradas, vidriadas, forjadas y esgrafiadas por doquier. Joaquim Navàs y su mujer, Pepa Blasco, no eran floristas. Eran ricos comerciantes de telas que encargaron a Lluís Domènech i Montaner esta Consagración de la Primavera arquitectónica, esta locura florida de 5.500 metros cuadrados. El mosaico que hay en la entrada —un jardín de almendros en flor— lo esbozó el pintor modernista Joaquim Mir, que entre 1903 y 1906 estuvo internado en el Institut Pere Mata, no porque hubiera tenido un accidente en Mallorca, como dice la web de Casa Navàs, sino porque sufría una depresión. Ni estigma, ni negación. Lo mejor, en salud mental, es llamar a las cosas por su nombre.

En la planta baja de Casa Navàs se conserva la tienda donde Pepa Blasco vendía las telas que hicieron rica a ella y su marido. El 11 y 12 de octubre, aquí se representa el espectáculo Entreteles. El resto del año es una tienda vacía, una pieza fría de museo. Pero a 100 metros justos, en el número 21 del Carrer Major, hay otro comercio de telas aun en activo, El Barato, que es más antiguo que Casa Navàs y que el propio modernismo, de 1881, todo un monumento mantenido en pie por seis generaciones de la misma familia, con lámparas de gas, columnas de hierro y cristales grabados al ácido. Entre sus montañas de telas, disfraces y trajes festivos, llama la atención una camiseta que dice: “No sóc perfecte però sóc de Reus, que és quasi el mateix” (no soy perfecto pero soy de Reus, que es casi lo mismo). Es el mejor souvenir de la ciudad. A quien le regalemos esto, una botella de Vermut Rofes y un menjar blanc de la confitería Padreny —una especie de arroz con leche sin arroz: con almendra, harina de arroz, azúcar, canela y piel de limón—, le inocularemos un amor loco por Reus para toda la vida.

Justo enfrente de El Barato, se alza la prioral del Sant Pere, la elegante iglesia tardogótica donde bautizaron a Prim, a Fortuny y a Gaudí. Se dice que este último se inspiró en la escalera del campanario —helicoidal y con el eje vacío— para diseñar las de las torres de la Sagrada Familia de Barcelona. Pero habrá más cosas en Reus que tengan que ver con Gaudí, aparte de escaleras inspiradoras, ¿no? Pues no, pocas más. Obras suyas, ninguna. Está la casa donde nació (Sant Vicenç, 8), que no vale nada. Y hay una escultura de Gaudí niño en el Carrer de l’Amargura, que tampoco es para tirar cohetes.

El joven Gaudí intentó hacer algo en su ciudad natal, pero su proyecto para reconstruir el Santuario de Misericordia fue rechazado por demasiado atrevido… Así que, para compensar que no le dejó ser profeta en su tierra, Reus le ha dedicado a su hijo más genial un centro de interpretación magnífico, en la Plaça del Mercadal, a tiro de piedra de la Casa Navàs. En el Gaudí Centre se pueden ver las malas notas que le ponían sus maestros de las Escuelas Pías —suspensos en Doctrina Cristiana e Historia Sagrada y en Aritmética— y se pueden tocar reproducciones de obras icónicas suyas. Lo único que no puede tocarse es la maqueta funicular que usó para proyectar la cripta de la Colonia Güell y luego la Sagrada Familia, porque es un lío de cuerdas y saquitos de mil demonios. Hacerla le costó 10 años.

Lectura recomendada para el viaje

Para volverse loco es la estación que da servicio de alta velocidad a esta ciudad, la de Camp de Tarragona. Algún Salomón ferroviario decidió en su día que estuviera equidistante de Tarragona, la capital administrativa de la provincia, y de Reus, su capital económica, modernista y vermutera. Como todas las decisiones salomónicas, no ha contentado a nadie, porque queda lejos de ambas —a 19 kilómetros de Reus y a 12 de Tarragona—, tiene malas comunicaciones —no hay autobuses lanzadera sincronizados con los trenes­— y presenta graves problemas de aparcamiento: los coches se amontonan en los arcenes de la carretera de acceso, no pocos con las lunas rotas.

El caso es que lo que podía ser un cómodo viaje a toda velocidad, de poco más de dos horas desde Madrid, se acaba convirtiendo en algo más del doble de lento y tedioso. Por suerte, para amenizar la ida y la vuelta, está Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066), un entretenidísima novela distópica del reusense Pablo Martín Sánchez, en la que una pandemia y la III Guerra Mundial obligan a evacuar toda la península Ibérica, a lo que se resisten unos ancianos y mutilados de guerra atrincherados en el Institut Pere Mata. Lo que se cuenta en ella no está tan lejos de la realidad, porque durante la Guerra Civil los enfermos mentales fueron evacuados del psiquiátrico modernista, convirtiéndose este en un hospital de sangre para atender a los heridos republicanos del frente del Ebro. Y también porque ese antiguo manicomio donde en la novela se refugian, se cuidan, se entretienen y se aman un puñado de mujeres y hombres armados y sin futuro no es muy distinto del mundo en que vivimos.

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