Columna

En la frontera límite

Mientras en Asia se asientan las bases de una cooperación regional en seguridad, Trump apuesta por el unilateralismo en políticas de seguridad amenazando con sacar a Estados Unidos de la Alianza Atlántica

Un trabajador inspecciona un modelo miniatura del vehículo lunar para la sonda china Chang'e 4, en una fábrica en Dongguan, China. REUTERS/STRINGER

En octubre de 1957, la aparición en el cielo de un satélite soviético, el Sputnik, sorprendió y alarmó a EE UU al comprobar que su rival en la Guerra Fría poseía una capacidad tecnológica superior: se inauguraba la carrera espacial. Para competir contra un adversario de la talla de la URSS, Washington lanzó una contraofensiva que activó la creación de la NASA y la Ley de Educación de Defensa Nacional. Ambicioso proyecto, este último, que promovió el desarrollo en tres campos: la formación científica en la escuela, la expansión de los programas de doctorado en todas las disciplinas y l...

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En octubre de 1957, la aparición en el cielo de un satélite soviético, el Sputnik, sorprendió y alarmó a EE UU al comprobar que su rival en la Guerra Fría poseía una capacidad tecnológica superior: se inauguraba la carrera espacial. Para competir contra un adversario de la talla de la URSS, Washington lanzó una contraofensiva que activó la creación de la NASA y la Ley de Educación de Defensa Nacional. Ambicioso proyecto, este último, que promovió el desarrollo en tres campos: la formación científica en la escuela, la expansión de los programas de doctorado en todas las disciplinas y la creación de centros de estudios de área, lenguas y culturas poco conocidas, lo que dicho sea de paso fomentó los estudios asiáticos. Un gran paso adelante cuyos frutos se evidenciaron a final de la segunda mitad del siglo XX cuando el número de premios Nobel estadounidenses en ciencia se multiplicó por cuatro.

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Sesenta años después, otro país, China, ha vuelto a sorprender al mundo con el primer alunizaje de la historia en la cara oculta de la luna, el de la sonda Chang’e 4, seguido del primer cultivo de semillas fuera de la Tierra. Todo un hito.

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La iniciativa china sigue el modelo estadounidense de potenciar la investigación científica en todas las disciplinas. Su impacto global, que incluye otras áreas como la genómica, las energías renovables y la inteligencia artificial, está generado cierto nerviosismo en la comunidad internacional por sus implicaciones geopolíticas. En la delgada línea que separa la carrera espacial de la armamentística se cruzan intereses militares, estratégicos, comerciales y científicos. La exploración espacial, símbolo unívoco de progreso, tiene además una rentable dimensión nacionalista: aporta reconocimiento internacional, coloca a los países protagonistas en la vanguardia de la frontera límite del espacio, a donde solo llegan las grandes potencias, y proporciona confianza en los regímenes políticos que la sustentan. Por ello países asiáticos como India, Corea del Sur, Japón y Pakistán, espoleados por la expansión de China, gastan elevadas sumas de dinero en satélites y misiones a destinos claves como Marte y la Luna. También se están forjando nuevas alianzas celestes estratégicas. Japón e India han lanzado el Diálogo Espacial para cooperar en la exploración lunar y la inspección de los océanos por satélite, cuyo primer encuentro tendrá lugar en marzo. El objetivo, de nuevo, es buscar aliados que permitan contrarrestar la creciente pericia militar de Pekín.

Y mientras en Asia se asientan las bases de una cooperación regional en seguridad, que marcará las próximas décadas, Donald Trump apuesta por el unilateralismo amenazando con sacar a EE UU de la OTAN. Reino Unido, por su parte, ante un Brexit sin acuerdo, prepara su salida del proyecto europeo de navegación por satélite, Galileo, y plantea lanzar su propio sistema. Un gran salto atrás para el mundo anglosajón.

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