“Al último que me violó, le cayeron 15 años”

La autora advierte que si alguna vez un hombre se atreve a tocarla sin su consentimiento, le espetará: “Al último que me violó le cayeron 15 años”

TENÍA 19 AÑOS y una crisis existencial horrible.

Venía de tomar algo con amigos del barrio, pero volví sola a casa. Llegué puntual a la parada para coger el primer búho.

Al día siguiente había quedado con una amiga en la facultad. Tenía examen y era su cumpleaños. Le había hecho una tarta de manzana.

Frente al Ministerio del Aire, paró un seiscientos. El conductor me preguntó:

“Perdona, ¿sabes cómo se va a la clínica Puerta de Hierro?”.

Intenté explicarle el camino. “Ciudad Universitaria… No entres en la colonia, que es un lío…”. ¡Bah! Tenía una cara de bueno...

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TENÍA 19 AÑOS y una crisis existencial horrible.

Venía de tomar algo con amigos del barrio, pero volví sola a casa. Llegué puntual a la parada para coger el primer búho.

Al día siguiente había quedado con una amiga en la facultad. Tenía examen y era su cumpleaños. Le había hecho una tarta de manzana.

Frente al Ministerio del Aire, paró un seiscientos. El conductor me preguntó:

“Perdona, ¿sabes cómo se va a la clínica Puerta de Hierro?”.

Intenté explicarle el camino. “Ciudad Universitaria… No entres en la colonia, que es un lío…”. ¡Bah! Tenía una cara de bueno que no podía con ella. Además, yo soy de esas personas a las que nunca les pasa nada malo.

Me ofrecí a acompañarle. Hizo un gesto como para abrir la puerta desde dentro, pero abrí yo, desde fuera.

Fuimos charlando. Pedro, se llamaba. Era simpático, normal. Una conversación trivial. Siempre he sido parlanchina.

Cerca de la clínica, una sencilla indicación y a casa. Pero no paró.

“¡Por aquí no! ¡Que por aquí no!”. Me movía, inquieta, buscando el inexistente pomo de la puerta, cómo abrir la ventana. O una persona, fuera, que pudiera ayudarme. Golpeaba el cristal.

Paró el coche.

Le pegaba, agitada, desordenadamente. Él buscaba mis brazos con fuerza y rabia, intentando frenarlos.

“¡Para!”. Gritó.

Hizo un gesto, como si fuera a coger algo.

Parada no, paralizada.

“No me mates, por favor”.

“Si te portas bien, no te pasará nada”.

“Por favor, no me violes. Soy virgen”.

“No te preocupes, solo quiero que me masturbes”.

Me besó, me desabrochó la camisa, me tocó.

Yo escuchaba la música de la radio.

Me puso la mano en su pene, que yo no sabía cómo coger, ni, mucho menos, mover.

“¡Eres una sosa! Ponte aquí”.

Me acercó al asiento del conductor. Me desabrochó el pantalón. Se subió sobre mí, y me violó.

Yo escuchaba la música de la radio.

Cuando terminó, volvió a su asiento. Le pedí permiso para vestirme.

Me dejó, más o menos, donde antes le había pedido que parara.

Llegué, corriendo, limpiándome la boca con la manga de la camisa y, corriendo, fui a limpiarme entera.

No pensaba denunciar. No tenía ningún dato suyo. Un seiscientos blanco.

Me había subido voluntariamente al coche. ¿Por imprudencia? ¿Por amabilidad? ¿Por qué no, por ambas?

Ni siquiera tenía un moratón. Podría haberme resistido más, pero solo quería vivir.

Esa vida, azarosa, puso el coche frente a mí dos días después. Tenía la matrícula: M855091.

Ninguna prueba: mi testimonio, y el suyo.

Le cogieron. Rueda de reconocimiento y careo.

Juicio, y condena: 15 años de cárcel, por violación.

Siempre me he preguntado cómo he sido capaz de sobrellevar tan bien una experiencia tan traumática. Está claro: incondicional, mamá. Gracias.

Pero ¿cuándo dejé de sentirme tan culpable, tan asustada? Ahora lo sé.

Cuando salió la sentencia leí, negro sobre blanco, firmado por quien dictamina quién es culpable, que yo no lo era. Sentí la certeza de mi inocencia. Y empecé a tener en la cabeza esa frase mía, casi sedante.

Como un tío intente tocarme un pelo, le diré: “Al último que me violó, le cayeron 15 años”.

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