Análisis

El irredentismo de Puigdemont

Los estándares democráticos se han visto degradados visiblemente en Cataluña

El expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, este miércoles durante una rueda de prensa en Berlín.Vídeo: HANNIBAL HANSCHKE (Reuters). Europa Press

En los viejos, duros tiempos de la Transición, la amenaza de “involución democrática” era diaria y cotidiana, a medias por falta de rodaje en las prácticas democráticas y a medias por la efectiva voluntad involucionista de grupos dopados con la fantasía de un franquismo sin Franco y a perpetuidad. La experiencia empírica del final del régimen no había llegado a permear en sus sensibilidades fosilizadas. Hoy la involución democrática podría funcionar de otro modo. Los estándares democráticos se han visto degradados visiblemente en los últimos meses en Cataluña sin que la evidencia de un respald...

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En los viejos, duros tiempos de la Transición, la amenaza de “involución democrática” era diaria y cotidiana, a medias por falta de rodaje en las prácticas democráticas y a medias por la efectiva voluntad involucionista de grupos dopados con la fantasía de un franquismo sin Franco y a perpetuidad. La experiencia empírica del final del régimen no había llegado a permear en sus sensibilidades fosilizadas. Hoy la involución democrática podría funcionar de otro modo. Los estándares democráticos se han visto degradados visiblemente en los últimos meses en Cataluña sin que la evidencia de un respaldo social insuficiente al independentismo haya calado en demasiados de sus cuadros dirigentes. Quim Torra pidió disculpas a trancas y barrancas pero no rectificó sus andanadas antediluvianas y preilustradas de aroma carlistón, y Puigdemont ha logrado cazar al PDeCAT con dosis notables de chantaje emocional. Ese tercio de votos que quisieron reprobar las formas del nuevo liderazgo son un dato relevante en un movimiento que se quiere monolítico, monolingüe y monocolor.

Quizá en eso consiste el irredentismo de Puigdemont. Da igual lo que diga la realidad porque la redención procederá de un hiperliderazgo de tintes mesiánicos o no llegará. El legitimismo de Puigdemont se nutre de bloquear las voces críticas o reflexivas entre sus filas; se nutre de rechazar la duda o la vacilación, de condenar la cautela autocrítica o incluso de minimizar la realidad política nueva que le ha caído encima desde la moción de censura. Ayer reconoció, él en persona, el nuevo clima y las nuevas palabras que ha desatado benditamente Pedro Sánchez. Pero lo hizo él, y está por ver cuántos más podrán hacerlo sin que rueden cabezas.

Contra lo que demasiada prensa suele decir, no se trata de una obcecación irracional o visceral. Forma parte de un cálculo bajo el que opera el unilateralismo desde que Artur Mas dio por ganadas para el independentismo las elecciones que había perdido, tal como las planteó él, plebiscitariamente.

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Ese cálculo consiste en sobreponer a la realidad empírica la realidad propagandística de una mayoría social que no existe, y una unanimidad catalana que tampoco existe. La astucia de la operación reside en dividir a los oyentes entre quienes solo escuchan al irredentismo legitimista y quienes solo escuchan la disponibilidad dialogante. Convendría que escuchásemos a la vez los dos discursos porque son parte de las nuevas condiciones que ha ofrecido el cambio de Gobierno en España. Pero son también las condiciones que pueden favorecer un subterráneo movimiento autocrítico en el independentismo, turbado por la involución democrática que significa el unilateralismo de los últimos meses.

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