Y te agarraste fuerte

Hace años que anoto como un arqueólogo frases que improvisas. Me gusta sentirme tu libreta, abuela.Una extensión de tu lenguaje. Tu admirador interno.

DUDO QUE VOS, que no tenés conexión a Internet y desconfiás minuciosamente de cualquier objeto con cables o botones, leas pronto estas líneas. La propia duda abre un horizonte comunicativo. Desconocer si alguien nos escucha es, a veces, la única manera de decir lo que necesitábamos decirle. Llamémoslo literatura, abuela.

Aunque me consta que te causa menos orgullo que vértigo, ya no te falta mucho para ser centenaria. En la familia no estamos acostumbrados a semejante longevidad. Sobreviviste a todos tus contemporáneos. Recordás cosas que nadie más podría contarme en primera persona. Po...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

DUDO QUE VOS, que no tenés conexión a Internet y desconfiás minuciosamente de cualquier objeto con cables o botones, leas pronto estas líneas. La propia duda abre un horizonte comunicativo. Desconocer si alguien nos escucha es, a veces, la única manera de decir lo que necesitábamos decirle. Llamémoslo literatura, abuela.

Aunque me consta que te causa menos orgullo que vértigo, ya no te falta mucho para ser centenaria. En la familia no estamos acostumbrados a semejante longevidad. Sobreviviste a todos tus contemporáneos. Recordás cosas que nadie más podría contarme en primera persona. Por eso cada vez que te abrazo, mientras tratamos de podarnos la sensación de despedida, pienso en el árbol milenario del Tule. Tiene el tronco más ancho del mundo y sólo puede abarcarse con un esfuerzo colectivo. Sus raíces se han vuelto incalculables. Su sombra es capaz de cobijar a una multitud. Imagino tu memoria (que incluye tus olvidos) de forma parecida, abuela.

Sobreviviste a todos tus contemporáneos. Recordás cosas que nadie más podría contarme en primera persona

“Una, a su edad, más que una persona es un periodo histórico”. Así me dijiste en cierta ocasión. Y te quedaste mirando hacia esa ventana llena de macetas que te dan los buenos días, con carita de no haber dicho nada. Hace años que anoto, como un arqueólogo en tiempo real, algunas de las frases que inventás de improviso. Por ejemplo: “Ya sólo viajo alrededor de mi cráneo”. O bien: “No es que me acuerde de tantas cosas, querido. Es que lo que ustedes me preguntan cae en el 20% de lo que sí me acuerdo”. Me gusta sentirme tu libreta. Una extensión de tu lenguaje. Tu admirador interno.

No tuviste, a lo largo de tu vida, demasiados admiradores. Fuiste educada más bien para aplaudir a otros. ¿Te habremos alabado lo suficiente la inteligencia? ¿O la capacidad para evolucionar en tus opiniones políticas? ¿O esa segunda energía que supiste estrenar cuando enviudaste? Una mañana te acompañé a votar. Fuimos a velocidad infinitesimal, contando los pasos, y resultó que tu mesa estaba en el piso de arriba. Te negaste indignada a que te bajasen la urna. Y te agarraste fuerte a la baranda. Entonces recordé otra de tus ocurrencias: “Es un ascensor inteligente: si no lo llamás, no viene”.

Me sorprendió encontrar hace poco, en un rincón remoto de tu biblioteca, los tres o cuatro libros que habías traducido del yidis cuando eras inconcebiblemente joven. Te pregunté por qué jamás me los habías mostrado. Caminaste hacia ellos muy despacio, dejando que la inercia actuara sobre tu cuerpo. Y me respondiste que habías olvidado que existían. En ese anaquel omitido, abuela, se apilan los méritos de generaciones enteras de mujeres que creyeron que lo que hacían era menos valioso.

Sé que no puedo reescribir lo que sucedió. Pero al menos puedo doblar esta página y meterla en uno de esos sobres cuya extinción seguís lamentando. De esos que tienen la dimensión de una mano. De esos que prometen otro vuelo. 

Archivado En