Columna

Política ficción

Imaginemos que se proclama la República catalana y entra en vigor la nueva legislación fantasma. ¿Después qué? ¿Qué pasa entonces?

El presidente catalán, Carles Puigdemont, durante su intervención en la presentación de la ley del referéndum.LLUIS GENE (AFP)

El referéndum del Brexit permitió que los británicos decidieran si querían seguir o no en la UE. Se hizo inflamando las pasiones y postergando el debate sobre cuáles eran las consecuencias de la salida. El pueblo soberano no hizo caso a los expertos y el Reino Unido, eufórico por Regain Back Control, se encuentra ahora con que son otros, los Estados de la UE,...

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El referéndum del Brexit permitió que los británicos decidieran si querían seguir o no en la UE. Se hizo inflamando las pasiones y postergando el debate sobre cuáles eran las consecuencias de la salida. El pueblo soberano no hizo caso a los expertos y el Reino Unido, eufórico por Regain Back Control, se encuentra ahora con que son otros, los Estados de la UE, los que al final van a ejercer gran parte del control sobre su futuro. Cosas de las nuevas interdependencias.

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Sé que cuesta, pero prescindamos ahora de consideraciones jurídico-constitucionales y de quién lleva o no la razón en el conflicto entre España y el independentismo catalán. Imaginemos, que es mucho imaginar, que no se interfiere; se celebra el referéndum, acude a votar en torno a un 55 por ciento del censo, del cual un 65 por ciento lo hace a favor; se proclama, -con poca legitimidad popular, por cierto- la República catalana y entra en vigor la nueva legislación fantasma. ¿Después qué? ¿Qué pasa entonces? La primera decisión tendría que ser negociar con el Estado español las imprescindibles cuestiones de interés mutuo. Sin mucho éxito, claro. El Estado, todo Estado, es como un organismo vivo, antes que nada atiende a su supervivencia. Y, del mismo modo que Europa no va a hacer nada fácil el Brexit, España hará lo propio para evitar que cunda el ejemplo. Sabe, además, que sigue contando con una importante quinta columna en territorio catalán que no comulga con el nuevo orden. Pero lo peor de todo es que tendrá que responder a un renacido nacionalismo español, herido y ávido de venganza. No es lo deseable, pero ya sabemos que estas cosas no suelen salir gratis, y si unos encienden sus pasiones, las llamas saltan inmediatamente a los de enfrente. Aquí no hay un pacto entre caballerosas élites como el de la anterior Checoslovaquia. Dado que nuestras interdependencias vienen desde hace cientos de años y nos necesitamos mutuamente, el resultado es claro: ¡destrucción mutuamente asegurada!

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Del mismo modo que Europa no va a hacer nada fácil el Brexit, España hará lo propio para evitar que cunda el ejemplo

Es un contrafáctico exagerado, pero toca el núcleo de aquello sobre lo que no se habla: que acceder a la supuesta soberanía plena puede revertir en una soberanía aún más limitada; que los nacionalismos se devoran entre sí; que el recurso a la legalidad es un logro civilizatorio para encauzar la violencia y las pasiones disolventes de los vínculos sociales; que la identidad homogénea ya no es un atributo de las sociedades contemporáneas. También: que no hay que hacer oídos sordos a legítimas demandas de mayor autogobierno; y que el pacto es el único juego en el que ambas partes ganan aunque siempre pierdan algo. Lo más endiablado de la política es que no puede quedarse en proclamas ni permanecer inmune al cambio social. Desde Weber llamamos a eso ética de la responsabilidad: atender a las consecuencias de nuestras decisiones o no-decisiones.

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