¿Sabe usted sexar un pollo?

ilustración de mikel jaso

LA DE SEXADOR de pollos es una profesión que ha dado y continúa dando pie a multitud de bromas. Este trabajo, no obstante, es absolutamente real.

A simple vista resulta muy difícil distinguir si un pollo es macho o hembra, a veces imposible, dado que no presentan caracteres sexuales externos claramente diferenciados. En 1933, los profesores japoneses Masui y Hashimoto publicaron una técnica para reconocer el sexo del animal mediante la observación de la cloaca (la porción final del intestino). Se trata de un procedimiento rápido y eficaz, con una probabilidad de error insignificante. Pe...

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LA DE SEXADOR de pollos es una profesión que ha dado y continúa dando pie a multitud de bromas. Este trabajo, no obstante, es absolutamente real.

A simple vista resulta muy difícil distinguir si un pollo es macho o hembra, a veces imposible, dado que no presentan caracteres sexuales externos claramente diferenciados. En 1933, los profesores japoneses Masui y Hashimoto publicaron una técnica para reconocer el sexo del animal mediante la observación de la cloaca (la porción final del intestino). Se trata de un procedimiento rápido y eficaz, con una probabilidad de error insignificante. Pero no es una habilidad que se pueda enseñar, ni aprender: el sexador de pollos distingue el sexo del animal que está evaluando, pero no sabe por qué lo sabe. Solo se puede adquirir el conocimiento mediante la técnica de “aprendizaje por tanteo”, colocándose junto a un experto. Pasado el tiempo, el aprendiz habrá obtenido esta habilidad, pero tampoco comprenderá por qué, ni cómo, ni tendrá la capacidad de enseñar al siguiente principiante. Simplemente, lo sabrá.

¿Cómo es posible que esto suceda? Se llama “aprendizaje preconsciente”, y nos pasa a todos, aunque no todos tengamos la habilidad de sexar pollos.

Para optimizar el rendimiento cerebral, no somos conscientes de cada percepción, de cada movimiento. La mente consciente se encuentra muy alejada del centro de la acción del cerebro; de otro modo sería agotador, ineficaz. Casi todo es automático, solo escuchamos susurros de la actividad que subyace a los diferentes actos de nuestras vidas.

“Hay alguien en mi cabeza, pero no soy yo”. — Pink Floyd.

A lo largo del día tomamos miles de decisiones inconscientes. Las de abrir la nevera, coger la leche, el café, determinar qué cantidad de cada uno servir en nuestra taza… se toman automáticamente. Sin embargo, si ayer nos comprometimos a iniciar una dieta, posiblemente hoy dudemos en el momento de coger la leche. ¿Entera o desnatada? El titubeo permanecerá unos días, hasta que se convierta en mecánico decantarse por el envase rosa.

Decisiones menos cotidianas pueden ser completamente inconscientes. El propio instinto de supervivencia, en un momento de peligro, nos impulsará a manejar el coche de una forma automática si se cruza un animal en nuestro camino. Si tuviera que pasar por la consciencia, la resolución llegaría demasiado tarde. Se trata de un sistema tan evolucionado que ya ha incorporado en su propio proceso de toma de decisiones variables perceptivas, cualidades físicas y de almacenamiento de memoria, pero también tiene una intensa conexión con la atención y la inhibición de la conducta. Por ejemplo, si se cruza un animal pequeño, la tendencia será a atropellarlo casi sin inmutarnos. Si se trata de un jabalí, el proceso requerirá un mayor nivel de atención, y la propensión será a dar un golpe de volante para esquivarlo: por su peso, atropellarlo puede resultar más peligroso para nuestra supervivencia que para la suya. Sin embargo, si un animal pequeño se cruza en nuestro camino y nuestro preconsciente observa que podría tratarse de un ser humano, intentará inhibir tanto la conducta de atropello como la de la esquiva, entrando así un nuevo elemento en el proceso de toma de decisiones. En este caso se necesita ya la intervención del lóbulo prefrontal, por lo que la resolución deja de ser automática. Finalizado el suceso, probablemente necesitemos detenernos un instante para serenarnos, pues seremos conscientes de que ha sucedido o ha podido suceder algo terrible. Todo este proceso de percepción de variables y elementos de la toma de decisiones está siendo actualmente objeto de intenso estudio, con el fin de trasladarlo a desarrollos tecnológicos como la conducción autónoma.

“En cada uno de nosotros hay otro al que no conocemos”. — Carl Jung.

Desde un punto de vista puramente intelectual, cognitivo, también tomamos decisiones preconscientes. Cuando tenemos que dar respuesta a una pregunta, lo primero que nos viene a la cabeza es, con frecuencia, lo correcto. Si nos paramos a analizarlo, puede que lleguemos a deducir qué nos hizo contestar así. Quizá recordemos por qué lo sabíamos, dónde lo habíamos leído, visto u oído. Sin embargo, no es raro que conozcamos la respuesta y no sepamos de dónde procede ese conocimiento. Puede que nunca desentrañemos qué nos ha ayudado a acertar. La brecha que separa el conocimiento de la consciencia puede ser enorme.

El cerebro es un mundo en el que parece que, además de uno mismo, existe otro ser que actúa de manera independiente para solucionar las actividades de la vida cotidiana sin implicarnos a nosotros en cada paso. Un ser que sabe a veces más que nosotros, que es más rápido y eficaz. Sin embargo, ese mundo no sería humano si la evolución no nos hubiera ofrecido la corteza prefrontal, que nos obliga a pensarnos dos veces qué hacer antes de tomar las decisiones adecuadas para garantizar un proyecto de vida.

Y aviones de la Luftwaffe

Durante la Segunda Guerra Mundial, el reconocimiento visual de aviones era una habilidad importante, dado que las aeronaves no disponían de equipos electrónicos para la identificación del enemigo. En su libro Incógnito: Las vidas secretas del cerebro, David Eagleman cuenta que, en Reino Unido, una serie de entusiastas de la aviación se “especializaron” en reconocer si la aeronave que sobrevolaba sus cabezas pertenecía a las fuerzas aliadas o bien al Ejército alemán. Lo hacían sin una formación específica y de lejos, sin poder ver apenas los aparatos. Se trataba de una habilidad extraña: casi nadie podía diferenciar los aviones atendiendo solo al sonido, la forma de volar u otras características fácilmente perceptibles. Al preguntarles cómo lo hacían –con intención de entrenar a los equipos militares–, no sabían explicarlo. Fueron, además, incapaces de enseñar a sus aprendices. En tiempos de guerra no sobran los puestos de trabajo, y estas personas, sin saber por qué, adquirieron una habilidad que no solo acabó siendo remunerada por el Gobierno británico, sino que los convirtió, en cierto modo, en héroes.

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