Un año más en la oscuridad

Se acabó el 2016 y miles de personas siguen sobreviviendo en un campo de desplazados, sin que nada haya cambiado para ellas

Celine Yandoma, desplazada en RCA.Pablo Tosco (Oxfam)
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Conocí a Celine un día de principios de diciembre en Batangafo, una población al noroeste de la República Centroafricana enclavada en medio de la selva, cerca de la frontera con Chad. Celine es una de las 380.000 personas que lo perdieron todo cuando estalló la violencia en diciembre de 2013: su casa, sus familiares, y su anterior vida. De todas las mujeres que he conocido desde que llegué aquí hace siete meses, su testimonio es el de los que más me ha conmovido.

Justo cuando conocí a Celine se cumplían tres años desde que estalló la crisis, y la violencia provocó una de las mayores crisis humanitarias que se recuerdan, dejando a una de cada cinco personas fuera de su hogar y a la mitad del país, de 4,8 millones de personas, en necesidad de ayuda humanitaria, según Naciones Unidas. Tres años después la situación sigue siendo crítica y la violencia también ha aumentado de forma considerable en el último trimestre del año, dejando de nuevo a los civiles en situación de vulnerabilidad.

Pero las cifras de estas crisis no suelen llamar la atención. Los que trabajamos aquí sabemos que otras crisis son mucho más mediáticas y nos lamentamos de que hace mucho que esto dura y las soluciones no llegan. Es como un círculo vicioso de violencia sin fin, que se repite una y otra vez.

En Batangafo, 24.000 personas sobreviven en tiendas y chozas de paja en condiciones nefastas, tras haber tenido que abandonar su casa debido a la acción de las milicias, que aún campan a sus anchas por el país, aterrorizando a la población. Es el segundo campo de desplazados más grande de República Centroafricana, tras el de M’Poko. Aquí las ONG como Oxfam intentamos cubrir las necesidades de agua, saneamiento e higiene para que puedan tener una vida más digna.

Aquel día de diciembre en el que conocimos a Celine estuvimos hablando con ella durante una mañana en el campo de desplazados en el que vive desde hace tres años, debajo de una lona. Con serenidad, nos contó qué pasó el día que tuvo que dejarlo todo atrás: Celine vio con sus propios ojos cómo hombres armados mataban a su marido y a su hermano enfrente de su casa. Huyó con sus cuatro hijos y pasó varias semanas escondida en el bosque hasta que buscó refugio en el campo de desplazados. Desde entonces nunca había vuelto a poner los pies en su casa: “Después de lo que pasó no me atrevo porque me siento muy mal. Me duele”, nos dijo.

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Pero finalmente nos invitó a conocer el lugar donde había vivido antes. Llegamos a su antiguo barrio, caminamos lentamente en silencio, abriéndonos paso entre los matojos hasta llegar a un edificio en ruinas, comido por la vegetación. Habían crecido tomates y otras hierbas comestibles donde antes había un salón, una habitación, una vida. Celine los recogió con delicadeza y nos contó que los cocinaría ese mismo día. Los llevaba entre sus manos como si fueran un tesoro mientras se alejaba de su antigua vida, como si de alguna forma estuviera recuperando algo de su pasado y trasladándolo al presente. Le acompañamos en ese viaje, nos abrió las puertas de su dolor y lo compartimos con ella.

Desgraciadamente, recordar episodios violentos como los de Celine es algo normal en este país. Ocurren una y otra vez. La gente se enfrenta la violencia, una y otra vez. Y se desplazan y lo pierden todo, una vez y otra. Y también se recuperan y siguen adelante, una y otra vez. No tienen opción.

Cuando llegué aquí hace siete meses me prometí intentar mostrar la realidad más positiva de un país que lleva años encadenando crisis, pero realmente me resulta complicado y me da la sensación de que nada cambia para estas personas que siguen en el limbo. Las historias son durísimas y poco ha variado la situación desde que las milicias Seleka y Anti Balaka dejaron miles de muertos y la violencia abrió una profunda herida para la población que aún no se ha cerrado.

República Centroafricana cierra otro año siendo una de las crisis más olvidadas y menos financiadas del mundo. Tan sólo se han cubierto un 35% del llamamiento de Naciones Unidas a un mes de que finalizara el año.

Se ha acabado el 2016 y miro hacia atrás. A pesar de las elecciones presidenciales de febrero, y una cierta normalidad política, pienso en todas las personas que me han contado, como Celine, las historias de sus vidas rotas por la violencia y como un año más se preparan para seguir sobreviviendo en un campo de desplazados, sin que nada haya cambiado para ellas.

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