Eros y Tánatos

El terapeuta me miraba fijamente el pelo. “¿Por qué no se tiñe?”, me preguntaba

Después de que Eros, en forma de viuda, se cruzara en la vida de mi anterior terapeuta, desbaratando su matrimonio y dejándole en la calle –y dejándome, de paso, a mí sin terapia–, elegí a un psiquiatra jubilado y circunspecto, cuya única frivolidad era el tinte oscuro con que ocultaba las canas. Me recibía a primera hora de la tarde en su casa, un piso con un largo pasillo de puertas cerradas. Tenía la consulta en el salón familiar: cuando yo entraba, el televisor estaba encendido y emitía, sin sonido, Sálvame. Él se levantaba del tresillo con ojos somnolientos y el cabello aplastado...

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Después de que Eros, en forma de viuda, se cruzara en la vida de mi anterior terapeuta, desbaratando su matrimonio y dejándole en la calle –y dejándome, de paso, a mí sin terapia–, elegí a un psiquiatra jubilado y circunspecto, cuya única frivolidad era el tinte oscuro con que ocultaba las canas. Me recibía a primera hora de la tarde en su casa, un piso con un largo pasillo de puertas cerradas. Tenía la consulta en el salón familiar: cuando yo entraba, el televisor estaba encendido y emitía, sin sonido, Sálvame. Él se levantaba del tresillo con ojos somnolientos y el cabello aplastado en la parte posterior de la cabeza.

Nos sentábamos en la mesa de comedor, cada uno a un lado. Él me miraba fijamente el pelo. ¿Por qué no se tiñe?, me decía antes de proseguir con otras preguntas: cuando sale de casa, ¿vuelve a entrar para comprobar que ha dejado apagados los fuegos de la cocina? ¿Se ha vuelto usted más tacaña? Tras cerrar el coche, ¿hace el gesto de abrir las puertas por si han quedado abiertas?… Solía despedirse con una recomendación: si se tiñera, parecería más joven, se sentiría mejor. No tomaba notas y en cada consulta solía repetirse la escena porque lo había olvidado todo.

Una tarde me advirtió de que tenían que operarle. Tres semanas después volvimos a vernos. Tenía los ojos hundidos y la camisa parecía colgarle de las clavículas. Sentados ya a la mesa, escuché voces infantiles. Eran sus nietos, me explicó. Cuando no estoy delante, me llaman “el muerto”, pero los oigo –dijo muy serio–. Una línea blanca asomaba en las raíces de su cabello.

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