Nuestros dientes

Son nuestras pequeñas vergüenzas: ya sea porque les hemos dedicado tiempo insuficiente o dinero en demasía

El conde Robert de Montesquiou –poeta olvidable, esteta, esnob, diletante, dandi; el hombre con más capital de cool en el París del fin de siècle– tenía pésimos dientes. Demasiado pequeños y algo negros. Tenía el hábito de esconderlos tras una mano –propinándose pequeñas palmadas contra el bigote espléndido– las veces que estallaba en una carcajada. Marcel Proust, a fin de pertenecer a los círculos selectos de la burguesía, tenía a su vez el hábito de emular las maneras afectadas del conde. Cuando se reía, s...

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El conde Robert de Montesquiou –poeta olvidable, esteta, esnob, diletante, dandi; el hombre con más capital de cool en el París del fin de siècle– tenía pésimos dientes. Demasiado pequeños y algo negros. Tenía el hábito de esconderlos tras una mano –propinándose pequeñas palmadas contra el bigote espléndido– las veces que estallaba en una carcajada. Marcel Proust, a fin de pertenecer a los círculos selectos de la burguesía, tenía a su vez el hábito de emular las maneras afectadas del conde. Cuando se reía, se tapaba también la boca con una mano –a pesar de que sus dientes eran muy blancos y estaban perfectamente bien alineados–.

Vladímir Nabokov gastó fortunas en renovarse la boca, y su mujer, Vera Nabokov, tuvo que trabajar como secretaria para costear la dentadura falsa que ha de seguir reluciendo en su tumba. El psiquiatra de Virginia Woolf estaba convencido de que los males psicológicos de la escritora provenían del exceso de bacteria que se acumulaba en las raíces de sus molares, y la tuvo extrayéndose piezas en perfecto estado a lo largo de toda su vida. El ensayista Michel de Montaigne se limpiaba los dientes, uno por uno, con una servilleta, después de cada comida.

Un escritor es siempre un impostor, de un tipo u otro. Un impostor, como un buen jugador de póquer, nunca muestra la baraja de sus dientes al menos de que ésta sea perfecta –y nunca lo es–. Los dientes son siempre lo que se está muriendo adentro de nosotros, lo que entre líneas se hace intuir pero no se dice. Son nuestras pequeñas vergüenzas: ya sea porque les hemos dedicado tiempo insuficiente o dinero en demasía. Los dientes están siempre ahí para recordarnos de nuestra insuficiencia, nuestros vicios, nuestra negligencia, nuestra verdadera extracción social. Los dientes cuentan buenas historias porque son la historia que los escritores casi nunca se atreven a contar bien. Dos autobiografías dentales contemporáneas que hay que leer: Experiencia, de Martin Amis, y Simple perversión oral, de Margo Glantz.

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